Hay percepciones sensoriales que nos remontan a determinados momentos, o lugares, personas o circunstancias. Los perros lo supieron siempre, Pavlov los delató y nos lo reveló a los humanos. De allí al olor de las terapias intensivas hay un solo paso. Un aroma pregnante, compuesto y logrado por la mezcla de alcohol, desinfectantes, exudaciones corporales, resignación y antiguas esperanzas.

A la noche, más allá de la atemporalidad que impera en esas unidades, la oscuridad solo es interrumpida por los destellos y parpadeos de pequeñas luces de colores que indican que hay signos vitales. Al menos se sabe que los monitores y los sensores viven. Además, allí, siempre hace frío. Pero hay algo aún más particular en los sonidos, cuando el día termina y el silencio debe imponerse, la desolación se oye en susurros en las terapias intensivas.

Mónica escucha el ronquido grave y áspero que proviene desde el cubil que está a un lado del que ocupa como paciente grave por Covid. Es un sonido desagradable pero que no le hace doler ni le asusta. Se concentra en sus detalles y en la percepción de que ese ritmo es cada vez menor, que es cada vez más pausado y débil, menos audible, más lejano, y menos esperanzador.

Se esfuerza en oír. No le mueve a la atención la suerte de esa agonía; ni siquiera sabe el nombre, ni el sexo, ni la edad de su protagonista, menos aún puede saber de sus creencias, o incluso, de su deseo de morir.

Ella es Mónica por su época de nacimiento en esta ciudad de Rosario, podría haberse llamado Sandra, Patricia, Ana María o cualquiera de los otros nombres de moda en 1960. Su género civil indica que es mujer, madre y divorciada. Docente de profesión, rebelde por actitud y agnóstica en su rebeldía.

Allí está internada, asistida con el oxígeno que le llega por una máscara, como le llega lo audible de esa respiración cercana a la que se aferra, sintiendo que el desenlace de esa vida es el reflejo la suya. O mejor, se aferra al reflejo de esa muerte en la imagen de su eventual muerte. Como si se tratase de un espejo.

Algo le resulta cómico y sonríe, ¿Se dibujará en las facciones una sonrisa debajo de una máscara de oxígeno? Ella siempre impostando autosuficiencia, se jactó de que iba a enfrentar a la parca mirándola a los ojos y sosteniendo la mirada. Ahora sabe de lo absurdo que puede ser un manifiesto, de lo insostenible de una bravuconada.

Cada tanto la distrae una puerta que se abre o se cierra, o los pasos de alguien que siempre se aleja, o el sonido de lo que intuye es un ascensor que traslada enfermos en sus destinos de cabotaje.

Entonces se corre por un instante de la obsesión que le inspira esa respiración que se apaga detrás de la cortina. Mónica no quiere terminar así, lo siente, lo aprende, lo sufre, y no es nada que tenga que ver con el hecho de morir, ni tampoco, con su deseo de vivir.

No se trata de lo que ahora, tarde, se le ocurra algo inconcluso o pendiente que se ha transformado en una miscelánea de trivialidad o intrascendencia. Ni siquiera le angustia la suerte futura de sus seres queridos, ya que, misteriosamente, han dejado de ser de su incumbencia.

Lo peor de la propia muerte es la incertidumbre sobre las circunstancias del cuándo, del modo y del dónde. Dilucidadas éstas, los finales se tornan ciertos, naturales y asumibles.

Por eso, lo que en verdad la hiere a Mónica es la soledad en el final, ese aislamiento terapéutico, el dolor de la ausencia de la caricia, la carencia del estoy contigo, la orfandad de manos y abrazos. Todo en esa escenografía cruel de luces que titilan en la oscuridad, de los olores que definen la sala, de los pasos que siempre se alejan, de las puertas que se cierran, de los ascensores, sus destinos remotos, y del frio que siente. Porque allí, siempre hace frio.

Para evadir el desamparo, Mónica construye esa compulsión hecha con las inhalaciones, las apneas y las exhalaciones de la agonía cercana. Escucha, se asusta con los silencios, se conmueve y se alivia con cada nuevo ronquido que le llega a través del espejo.

¿Hasta dónde llegará la fidelidad de la imagen? ¿La persona que mal respira detrás de la cortina también se habrá agarrado “la peste”? ¿… como ella, habrá dicho que era poco más que una gripecita? ¿Habrá pensado también que las vacunas eran solo la parte comercial de ese invento de la pandemia para dominar desde el miedo a la humanidad? ¿Se habrá arrepentido también de no haberse vacunado? ¿Deseará como ella sentirse acompañada y querida en este momento? ¿Sentirá este frío de desnudez e intemperie?

Ella recuerda su fascinación por el espejo que estaba encima del aparador de la sala en la vieja casa paterna, en su niñez se pasaba ratos ensayando caras y poses de esas que detestaba su madre, y que, ocasionalmente, le servían para arruinar las fotos familiares y todas las de la escuela. ¿Habrán nacido allí sus ganas de contradecir? ¿Podrá ser que lo que escucha sea el reflejo, y lo real, su propia agonía? ¿Será ella la que respira en estertores? ¿Estará la esperanza en el cubil de detrás de la cortina?

 

Mónica desea que el espejo se rompa y que esa respiración, sea que fuese propia o ajena, o un reflejo propio o ajeno, se prolongue otro rato. Y que si tuviese alguna potestad sobre la existencia y su final, si se animara en su caso a rezar y si sirviera de algo, pediría que ese susurro de desolación siguiera en el aire un rato más, un instante hasta que el alba conjure su soledad y pueda imaginarse otro destino, o reflejarse en otra muerte.