Vicente descubrió la esencia de su vida siendo apenas un niño la mañana en que su padre lo destinó como ayudante en la construcción de un baño familiar, para reemplazar el viejo excusado que tenían en el fondo del patio. Fue tal la emoción en cada cerámico que tocaron sus manos, o cuando vio instalar las canillas y colocar el inodoro, que en las noches soñaba esos momentos.

Jugando aburridamente a la pelota con los pibes del barrio no podía dejar de pensar en aquellos olores y texturas. Enseguida se dio cuenta de que necesitaba largarse a la aventura de construir un baño por su cuenta. Hizo unos carteles ofreciendo el servicio de constructor en hojas de cuaderno y las colgó en todos los postes que encontró por el barrio. No pasó mucho tiempo para que una vecina golpeara la puerta ofreciéndole la oportunidad de hacer un baño en su casa. Vicente, para entonces un muchachito de catorce años, aceptó el trabajo sin interesarle demasiado la plata que cobraría.

Vicente puso en aquella tarea lo máximo de sí. Se lo veía eufórico y con el encanto de quien conoce el amor. Era común que se despertara por la noche, imaginando lo que le esperaba hacer al otro día en aquel rectángulo de dos por tres, o soñando con verlo terminado y en funcionamiento. Al faltar poco para finalizarlo hubo días en que sorprendió a la vecina llegando a trabajar bastante antes que aclarara.

La tardecita que terminó ese baño no la olvidaría en su vida, como quien recuerda cualquier primera vez en algo deseado. Fue hasta el bar de la esquina y sentado en una mesa que daba a la calle se hizo servir un aperitivo. Mientras lo saboreaba, desfilaron en su memoria, puntillosamente, cada una de las tareas que le demandó realizarlo. Las tenía registradas como una película, sin cortes.

De regreso a su casa se sintió adulto, sin importarle que sus ropas llevaran vestigios de cemento. Al encontrarse con sus amigos de la cuadra, apenas si les entregó un saludo tibio. Le parecieron niños sin rumbo.

A punto de cumplir veinte años tuvo que ir al servicio militar. Para ese entonces ya había terminado varios baños más. También había conocido a María, que se enamoró de sus manos rugosas. Ella guardaba las cartas que él enviaba desde la colimba. Casi todos los textos se referían a los baños que estaba refaccionando en el cuartel.

Se casaron apenas le dieron de baja a Vicente. Y a partir de allí, él acompañó en cada página del cuaderno donde llevaba sus anotaciones como constructor, alguna consideración del momento que pasaba su vida.

“Ayer terminé el baño de los Gonzáles, quedó perfecto, aunque algo chico para mi gusto. El sábado me caso con María, que es suave como papel higiénico caro”.

Ese cuaderno era como un diario de su vida. En una página, con letras grandes y claras, destacó: “María me ha dado un hijo varón, lo conoceré en diez días, cuando termine de hacer un baño que vine a construir en Firmat, espero que el purrete sea firme como inodoro de fundición”.

Otras páginas fueron más tristes. “Hoy se nos fue la vieja, era una gran mujer, el último tiempo estaba doblada como tapa plástica de inodoro. Voy a ver si me llego al velatorio un rato a la madrugada, si puedo, por que estoy a full colocando los cerámicos de un baño en Fisherton y lo quieren listo para el viernes”.

En una hoja del cuaderno pudo leerse. “Vicentito ya tiene once años, tendría que terminar la escuela y venir a ayudarme a laburar. Pero recién está en segundo grado. Me parece que es cuadrado como baño de departamento y flojo como cuerito de canilla vieja”.

María y su familia se habían acostumbrado a la pasión de Vicente, pero en las reuniones obligadas, como Nochebuena o fin de año, quedaba solo dibujando baños en las servilletas, o contándole anécdotas de su actividad a un tío de noventa años, sordo, que era el único que lo aguantaba.

María aprovechó una mañana que Vicente andaba con cuarenta y un grado de fiebre y no fue a trabajar, para convencerlo de hacer una consulta con una psicóloga. Era Valeria, la hija de un vecino. Una morocha, con rulos, joven y atractiva.

Valeria le dio turno el único día que Vicente tenía disponible, los domingos a la tarde. Vicente ponía tanto entusiasmo en sus charlas durante la terapia, que llamó la atención de la terapeuta. A tal punto que las demás sesiones ya no las hicieron en el diván, sino que Valeria propuso hacerlas en el baño, y sentarse dándose la espalda, uno en el inodoro y el otro en el bidé. No solo eso, en la contratapa de la publicación bimestral del Colegio de Psicólogos, Valeria logró que se publicase un artículo escrito por ella: “Los baños como instrumento para reafirmar autoestima”.

Después de un tiempo de terapia algo cambió en Vicente. Volvía temprano de trabajar, o no iba, y se quedaba en su casa poniendo excusas. Vestía ropas modernas. Se perfumaba. Cuidaba sus manos con cremas. En el cuaderno resaltó. “Me quedó bueno el baño del barrio privado, es muy moderno y lujoso, pero yo estoy en busca de nuevos caminos, sino me iré arruinando como baño público”.

Al tiempo desechaba los pedidos de sus clientes. Decía estar desmotivado. Se compró una moto de alta cilindrada, y se la pasaba con otros motoqueros, tomando café en un bar y programando largos viajes con ellos. Leía libros de filósofos orientales y de metafísica. María estaba desconsolada.

Una mañana, inesperadamente, su vida daría un nuevo giro. Sonó el timbre. Era Valeria, con ropas de albañil y una caja con herramientas. Lo invitaba a la aventura de construir baños juntos. Vicente no tuvo dudas. Antes de partir con Valeria en su moto, dejó anotado en el cuaderno: “Chau María, sé que tu corazón grande como una bañadera, quedará como rollo de papel que se cae al inodoro, pero yo necesitaba cambiar, me estaba poniendo opaco, como espejo de botiquín gastado”.

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