No fue una búsqueda intencionada, pero Nacho Bartolone confiesa que no termina de disgustarle que muchos de los seguidores más atentos de su trabajo vean en La obra pública, que se estrenó durante agosto en el Espacio Callejón, su puesta más autobiográfica. Y eso a pesar de que el único personaje que aparece en escena sea un escultor bastante despreciable que, en la época del Centenario argentino –años más, años menos– se muestra capaz de pisar las cabezas que hagan falta y convencer al mandatario que toque para ver concretado lo que parecería ser su gran deseo artístico: erigir estatuas gigantes de próceres nacionales a lo largo y a lo ancho del país, con el objetivo de fijar en piedra un relato patriótico común para la posteridad. ¿O será que lo que busca, en realidad, es que lo recuerden para siempre a él? “Esta es una obra que refleja un costado medio insurrecto de la biografía, si querés”, se ríe Bartolone. “Yo no soy ese pusilánime, pero digamos que uno atraviesa esas situaciones y yo creo que es lindo producir comicidades a partir de algunas neurosis, bajarle un poco el precio a la idea que la gente tiene de ‘producir arte’”.

El espacio que Bartolone pensó para desplegar su obra de nombre imposible de googlear –al menos sin que aparezcan en un mismo intento de búsqueda miles de resultados que nada tienen que ver con el mundo del arte y nos lleven a pasear por expedientes, licitaciones y edificaciones– es bastante despojado. Algunos pocos elementos y una mesa que el escultor (Julián Cabrera) comparte con el músico en vivo: Franco Calluso, pieza clave en el universo estético bartoloniano, que acá se encarga de loopear los dichos del escultor e imprimir sonidos y efectos que le sacuden a la pieza cualquier pátina de obra de arte evocativa y la sitúan bien acá en el tiempo. No hay muchos otros elementos en esta casa o estudio. Podríamos estar en un ambiente rodeado de obras, pero Bartolone eligió contar esta historia desde la ausencia de materialidad: como muchos artistas contemporáneos, que parecen entender su propia vida como una obra de arte y la anteponen a la necesidad creativa, el escultor nos guía en este paseo por su cabeza sin mostrarnos demasiado qué otras cosas salen de ella, además de ansiedades y devaneos existenciales durante el engorroso proceso de un concurso público para subsidiar el trabajo de artistas plásticos.

Foto: Leo Balistieri

Como siempre en sus obras, lo que está en el centro es la palabra: su dramaturgia es una caja de sorpresas que nos lleva de acá para allá, del pasado al presente, de la tradición literaria argentina a nuestros tiempos, que se hace cargo de pensar nuestros mitos nacionales pero está dialogando siempre, intensivamente, con el espectador contemporáneo. Esta es, a su vez, la primera obra que Bartolone escribe a cuatro manos. Para darle al forma al texto convocó al sociólogo y crítico de arte Juan Laxagueborde, que primero ingresó al proyecto como supervisor y finalmente terminó aportando trabajo dramatúrgico, sobre todo en una de las escenas que trae a un pasado más reciente la historia del escultor: un video de los noventa en la que un conductor de programa de cable nos cuenta qué fue de ese proyecto colosal.

Bartolone tenía la convicción de que su amigo Laxagueborde podía traerle al proyecto aire fresco en más de un sentido. Por un lado, porque su recorrido podía ayudarlo a entender el mundo de las artes visuales un poco más en profundidad y, por otro, porque el contacto con otros siempre nos hace pensar en giros, palabras, contextos a los que no llegamos solos. “No sé si mis obras se parecen mucho entre sí, pero al inicio de esta sentí que tenía ganas de torcer un poco el rumbo de lo que venía haciendo: tenía la sensación de que me estaba repitiendo, que venía leyendo siempre lo mismo para escribir. Y, a la par del trabajo con Juan, empecé a buscar en algunos libros diferentes de la literatura de la que siempre bebo y abrevo; por ejemplo, algunas biografías apócrifas, a Marcel Schwob, a Bolaño. Y, en especial, me cautivó Genios pobres, de Claudio Iglesias”. Con esas referencias como puntapié creativo, el autor se imaginó llevando a escena distintas presentaciones de artistas imaginarios. Pero el personaje de La obra pública creció hasta convertirse en el único protagonista capaz de habitar su obra.

Foto: Leo Balistieri

Así terminó por configurarse el monólogo que para Julián Cabrera, actor de la primera obra de Nacho (Piedra sentada, pata corrida), ofrece un terreno lleno de posibilidades para desplegarse, un trabajo de cierta forma consagratorio para su intérprete por las características de la criatura: un artista, decíamos, egomaníaco, con el que es difícil generar algo parecido a la empatía, pero que a pesar de esa imposibilidad logra suscitar un interés inmenso por el devenir de su trabajo. El texto está escrito en formato de diario, lo que les daba la posibilidad a sus autores de ahondar en esa subjetividad del artista en estado de intensidad y narcisismo total. “La idea del diario me daba la posibilidad de encontrar subjetividad a full, de contar con verdad a esta persona capaz de cualquier cosa, que está subiendo y bajando las escaleras de su deseo todo el tiempo”. Para que esa verdad llegase al espectador de forma directa, Bartolone apeló a un pequeño truco: “Toda persona que haya llevado un diario sabe que se escribe en pasado: hoy fui, ayer caminé, también hablé con... Este diario sin embargo está escrito en presente para crear presente escénico”.

Hubo, por último, otro elemento clave que llevó al director a querer conectarse desde su campo, las artes escénicas, con el mundo de las artes visuales: el metalenguaje que estas últimas crean y habitan con una flexibilidad envidiable para otras disciplinas artísticas. “Me parece increíble el seguimiento de las obras que tienen revistas como Mancilla, Jennifer, El flasherito. Tienen un entendimiento por la crítica, por la discusión y el diálogo que me parece fascinante. Me encantaría que algo de eso sucediera en el teatro: que hubiera una escritura con más desenvoltura y menos prejuicio, que se anime a discutir forma y no necesariamente contenido. Que se anime, en definitiva, a la polémica”.

Foto: Leo Balistieri

La obra pública puede verse los lunes a las 20:30 en el Espacio Callejón (Humahuaca 3759). Las entradas se adquieren por Alternativa teatral.