Claudio me miró fijo unos segundos justo cuando entró el gol, ¡gol! Gritó con sorpresa y furia de un fanatismo que continuaba uniéndonos día tras día. Me había acercado para preguntar cómo iba el partido. Cuando bajó el vidrio del auto, el grito le salió desde la garganta sin haber entrenado como lo haría un cantante para cuidar sus cuerdas vocales. El tipo de alarido que cambió la rutina de la calle, el silencio del barrio, la siesta del vecino, la alegría generalizada y la señora se queja, los hijos maldicen, los perros ladran y las afonías retumban por el mejor gol del partido, el que salvó el promedio, o el que definió un campeonato.

Yo acababa de guardar mi auto ocupando la vereda de su casa en una situación de culatas: cada una abarcaba una porción del terreno vecinal. En mi caso, el ingreso era directo a su casa precedida de un jardín florido de jazmines y Claudio debía ingresar un metro adentro de mi garaje, porque la cortada en la que vivíamos, contaba con tan escasos metros de ancho que limitaba las maniobras. Nos habíamos puesto de acuerdo en la liberación de los espacios comprometidos y las charlas derivaron en una amistad de cábalas futboleras cuyo destino fue Rosario Central. Si el día anterior al partido nos habíamos visto por las veredas mientras Central ganaba, para el siguiente debía repetirse la operación. Alguna vez gritó un gol desde la puerta de su casa justo cuando yo estaba asomando desde la mía. Por lo tanto, después de cada gol canaya, corríamos hacia las puertas para gritarlo. Y si justo había entrado el gol mientras sacaba su auto cruzando la calle e interrumpiendo el tránsito, debía permanecer lo más estático posible hasta que terminara el partido.

Su cara titilaba dudando y yo cerré el trato de la cábala: “no te muevas de ahí”. El partido se encontraba en los iniciales quince minutos y miré hacia el final de la calle. Interrumpiríamos el tránsito por una hora y media según mis cálculos apurados, ¿y si perdíamos? Sería por haber corrido el auto del lugar. Su hija estaba sentada en el asiento del acompañante, debía ir urgente a sus clases de danzas.

-Yo voy hasta la esquina- dije tomando unos armazones de caño que habían utilizado para desviar autos la semana anterior los de Aguas Provinciales, por unos arreglos cloacales.

Central jugaba contra Patronato de Paraná, un equipo que peleaba con todas sus armas para continuar en la primera división. Los hinchas eran tan sufridos como nosotros y venían desde Entre Ríos para imponer su impronta. Pero debíamos ganar porque sí y cuando Patronato jugaba contra otros equipos: que ganara, porque viniendo del interior, debía merecerse un campeonato siempre y cuando no estuviera peleando a la par nuestra.

Claudio había llegado al barrio en el 2015, me sorprendió una noche silenciosa cuando Central jugaba un partido contra San Lorenzo y salió a gritar el gol abriendo la puerta de su casa y cerrándola con toda la furia. Lo dirigía hacia unos vecinos que vivían cerca de mi casa. Era la etapa en que el Chacho Coudet guiaba nuestro equipo y Claudio, había entrado en una afonía clara: ganábamos casi todos los partidos y su puerta era la que más lo sufría. Pero no fue suficiente y sus gritos quedaron pegados entre los ecos de las paredes del barrio, rebotando contra los sinsabores del poder. Los cuadros hegemónicos ajusticiaban a cualquier equipo ganador para bajarlo de un plumazo por injustas acciones de ciertos referís en pleno partido. El punto máximo fue la final de la Copa Argentina cuando Boca le robó sin miramientos el partido a Central y un referí pitaba cualquier barbaridad otorgándoles una copa gratis. El único sufriente fue el hincha, cuya nobleza podía comprobarse en la ciudad con sus remeras, las cargadas de otros clubes...

Entonces llegó un vecino, nos conocíamos de vista y le dije que los engranajes del auto de Claudio habían trabado las ruedas y que el auxilio mecánico llegaría pronto. Le indiqué la vuelta que debía dar porque la cortada se encuentra entre las calles España y Roca, la cortan Gaboto y Amenábar, y yo impedía la circulación en el ingreso por Amenábar. El vecino debía continuar por esa calle y llegar hasta la siguiente cuyo nombre es Paraguay, doblar hacia la derecha y recorrer cien metros para volver a doblar por Gaboto y hacer una cuadra y media más, para ingresar en la cortada en contramano.

Cuando terminó el primer tiempo, Claudio contó que su hija se había ido llorando hacia la casa y que lo esperaba un reto grande ahí adentro.

-Y tengo que ir al baño.

Julia, mi compañera, se había asomado en el inicio del dilema y había preparado mates. Alternaba entre el auto de Claudio y mi barricada, asistiendo a la hinchada y menos ante semejante circunstancia. Por eso la vejiga de Claudio sufriría cuarenta y cinco minutos más del segundo tiempo, incluyendo los quince del receso si no hacía la descarga y fue hasta nuestro baño ante la incertidumbre de que no le permitieran luego, salir de su casa.

Claudio salió intempestivamente del auto a los quince minutos del segundo tiempo: “uno a uno”, gritó. Su cara de angustia delataba el temor. Estábamos especulando con la credibilidad de los vecinos. ¿Se podía arriesgar tanto por tan solo un empate? Apunté con el dedo en dirección al auto como una orden directa. Me miró con ojos titubeantes e ingresó en el centro de la cábala: el lugar que le correspondía.

El flujo automovilístico fue pausándose hasta que cerca del final del partido estábamos los dos adentro del auto. El relato de los periodistas avisaba que Central estaba jugando mejor y sus voces especulaban con la ansiedad del oyente. De pronto apareció el vecino a quien Claudio le enviaba los gritos y portazos. Su auto estaba casi encima nuestro. Fui solícito hacia sus quejas de fastidio y movimientos de brazos que vi a través de su parabrisas. Bajó la ventanilla y pude escuchar desde su radio, el relato del mismo partido. ¿Cómo había hecho para saltear la barricada? Le comenté sobre el problema, encendió un cigarrillo negro y me miró achinando los ojos por efectos del humo. Entonces entró el segundo gol que escuché desde su radio. Claudio salió del auto saltando y metió la mano por la ventanilla para subir el volumen de la radio desde donde todavía se escuchaba el “ooolll” estirado del relator. En los segundos en que resulta difícil recordar detalles, Claudio le dio arranque al auto, me subí y entramos a su garaje/jardín para bajarnos y gritar, abrazarnos y saltar. El vecino se fue hasta su casa, también entró (con maniobras) el auto en su garaje y quedó parado en la vereda de brazos cruzados.

 

Acompañé a Claudio hasta su casa, una victoria de semejante tamaño debía anular contrariedades. Era la primera vez que entraba, su mujer parecía atareada en algo, o disimulaba el enojo. Supuse que su hija estaría en su habitación. Intenté alguna palabra persuasiva producto de la alegría que había llegado hasta el umbral de la puerta, en donde quedaría parapetado. Entonces las frases fáciles como: “bueno Claudio” o la famosa “ehhh” que suplanta toda especie de comentario circunstancial, se fueron dispersando de la misma forma en que yo emprendía retirada desafectándome de la supuesta guardia de defensa.