Teñirme el pelo es el acto más profundo de introspección que soy capaz de hacer. No tengo paciencia para la meditación, el yoga o cualquier otra tendencia catapultada por la era astrológica de Acuario ni tópicos de hippies modernos en la vereda de la new age.

Detesto picar cebolla, ver telenovelas y, sobre todo, perder el tiempo en una peluquería, casi tanto como hojear las revistas ofrecidas allí, engrudadas de saliva ajena, restos de esmalte y estornudos. Pero lo peor son las conversaciones que una está obligada a escuchar mientras está ahí. No basta con que la peluquera —o el peluquero, cada vez más frecuente— pregunte para qué lado te hacés la raya, cuándo fue la última hidratación, si ya pensaste en ponerte botox en las puntas y mis consecuentes no sé, no me acuerdo, no conozco, hay que oír los lamentos de clientes habituales que no encuentran tiempo para agendar el peeling de moda entre las clases de tenis, el reiki y la masoterapia. Lo peor, además, es que siempre a la otra mujer le queda el peinado, el corte, el color mejor que a mí. Suelo querer el resultado de la otra apenas aparece el mío en el espejo. Y me deprimo, me reprocho, por no haber tenido esa idea antes, porque ahora no quedará otra que esperar a que crezca, se acomode, se destiña.

Por eso, me tiño sola. Y mientras espero los 40 minutos aconsejados por el folleto de la tintura, para un color más duradero -siempre confío en que me va a gustar y voy a querer que no perezca pronto, aunque luego lo quiera- me acuerdo de los primeros días con Julieta, mi devoción por Julieta, mi envidia por el pelo de Julieta.

Cuando era alumna de quinto grado, mi papá se quedó sin trabajo y por fin dejaron de mandarme al colegio de monjas, a las que odiaba -ahora que lo pienso- más que a las revistas con baba anónima. Después de las vacaciones de invierno, por fin empecé en la escuela pública y disfruté de sus privilegios. Ir con varones, mostrar las rodillas y decirle adiós para siempre al rodete, eran las tres ventajas destacadas con marcador en la lista de mi diario íntimo. Las maestras parecían desconocer la existencia de esos bichitos vergonzosos que las monjas llamaban piojos, los chicos no eran monstruos de siete cabezas y mis rodillas no despertaban la libido de nadie.

Durante los dos años y medio que restaban para acabar el primario me senté atrás de Julieta. No era la chica más simpática del curso pero sí la que tenía el mejor pelo que vi en la vida: lacio y rubio, caía en un aluvión de crinas suaves hasta su cintura, desde una raya al medio perfecta; siempre cortado con láser. Y para mí el pelo lo era todo.

El lunes que hablé con ella -y supe que se llamaba Julieta- dije mi primera mentira. ¿Cómo te llamás? María, mentí. La mentira duró hasta fin de aquel año, pues las maestras nos llamaban por el apellido y así estaba escrito en mis carpetas: Galván. A secas. La verdad es que fue una mentira a medias, porque María es mi nombre del medio. Mi primer nombre es Gilda. ¿A qué tipo de madre se le ocurre llamar a su hija con el nombre de una estrella de cumbia muerta? ¿Y encajar en el medio una opción nominal de virgen como quien pone una salchicha en un pancho? Ella, Julieta, con nombre de la mujer icónica de las amadas, y yo, con uno que bien podría bautizar a una línea de desodorantes de ambientes. O de embutidos. Salamitos Gilda, me sonaba. ¡Agradecé que me gusta Gilda y no Gladys, la bomba tucumana!, retrucó mamá ante uno de mis reproches. Sinceramente, pensé en el desodorante con olor a lavanda, que no me gusta, agradecí en silencio, pero no me conformé.

Una tarde de enero nos encontramos con Julieta en la pileta del club y cuando mamá me llamó Gilda, ella pareció sorprenderse gratamente, dijo que así se llamaba la hija de Rigoletto, la ópera preferida de su abuelo sordo, y me elevó casi a su misma dimensión etimológica. Desde entonces, gracias a la temporada de la pileta y las meriendas de mi madre preparadas para las dos, fuimos mejores amigas.

Las veces que pedí a mamá que dejara que me plancharan el pelo en la peluquería no dejó. En cambio, intentó alisarlo con un raro método llamado la toca, incrustando un enorme rulero plástico en la cima de mi cabeza y enrollando todo el pelo sobrante con la ayuda de pinzas metálicas: tres horas para un lado, tres horas para el otro. Era mi principal actividad de los lunes del verano, cuando cerraba la pileta para desinfección y no íbamos al club.

-Mamá, pero no me queda como a Julieta, el pelo de ella queda más liso -me quejaba.

-Julieta tiene pelo lacio y vos no.

-Dale, dejame ir a la peluquería, quiero tener el pelo de Julieta, el de ella es mejor, el mío es horrible.

-Julieta tiene lindo pelo, pero no tiene mamá. ¿Qué preferís?

Mamá jamás negó que mi pelo fuera horrible y tenía razón en que yo íntimamente prefería tenerla a ella en casa si debía elegir entre la laxitud capilar o la presencia materna. Había algo que tampoco admitiría en aquellas discusiones con mamá: Julieta tenía tristeza adulta en los ojos. Todos sabíamos en el barrio que su madre había huido con un motociclista de madrugada y que ella vivía con el padre, un abuelo borracho y dos gatos. 

En mi devoción por ella y su pelambre, solo destacaba que era justamente la ausencia femenina en el hogar lo que permitía que sus crinas flotaran en el viento, sin gomitas, vinchas ni clips invisibles como los que me obligaban a usar a mí para dejar la cara libre. Es verdad que cada vez que jugábamos a la mamá ella insistía para ser hija y nos pedía a todas que le hiciéramos trencitas o bucles. Imaginaba entonces que era para matarnos de envidia mientras acariciábamos esa deidad que nacía y se extendía desde su coronilla, pero ahora que lo pienso creo que ella también quería algo de nosotras, que más que nada en el mundo queríamos su pelo. Ella quería a nuestras mamás o sentir por un rato cómo era tener una mamá en casa.

Los 40 minutos necesarios para un color más duradero acaban y mi ejercicio de introspección también. Creo que los sándwiches de jamón y queso están exactamente iguales a como los preparaba mamá para el después de la pileta, aunque tal vez la tintura haya salpicado un poco la mayonesa. 

Julieta, quien desde que percibió que a ella también le gustan más las cabelleras de las otras chicas que las barbas masculinas, usa la cabeza rapada. Y esta noche viene a cenar.