La vida dormida                   7 puntos

Argentina, 2020.

Dirección: Natalia Labaké.

Guion: Natalia Labaké y Paulina Bettendorff.

Duración: 74 minutos.

Con los testimonios de Juan Gabriel Labaké, Haydée Alberto, Bibiana Labaké, Agustina Labaké y Virginia Loussinian.

Estreno: exclusivamente en el Malba, los viernes de octubre a las 19.

En la placa negra que da inicio a La vida dormida se lee una frase atribuida a Isabelita Perón que atribuye a “la mujer, en su característica de madre, la sagrada misión de forjar la esencia de la nacionalidad”. ¿Qué puede tener que ver esta frase con un documental sobre Juan Gabriel Labaké, más allá de que haya sido representante político de Isabelita durante los ’80? Su carrera continuó como defensor a ultranza del menemismo durante los 90 y, desde la explosión de ese modelo con la crisis de 2001, un referente del ala más derechosa del peronismo, aquella que aún mantiene una cosmovisión con la espada y la cruz como guías. Vista en el apartado Noches especiales del último Bafici, La vida dormida se toma unos buenos minutos para entregar una respuesta. Su primer tercio está integrado por registros caseros tomados con distintas cámaras hogareñas por el propio Labaké y su esposa, una mujer muy contenta con el rol de acompañante y adoradora de las actitudes y actividades de su marido durante la década de 1980 y la primera parte de la de 1990. Años de plata dulce, de viajes intercontinentales en avión en Primera clase y de vacaciones en hoteles de lujo, y también de una reubicación política de Labaké, en tanto Isabelita empezaba a ser una palabra maldita en el amplio espectro peronista.

Labaké habla en un acto partidario. Labaké discute en un programa político. Labaké organiza una fiesta a todo trapo en su casa. Labaké como objeto de adoración, un tótem de sí mismo. “Miralo ahí en su trono”, dice su mujer, mientras el hombre reposa en una hamaca con vista al mar. Podría pensarse que a la directora –nieta de Juan– le interesa hurgar en los pliegues de su abuelo, una de las figuras que orbitaba Una casa sin cortinas, el incomodísimo documental sobre Isabelita también estrenado en el último Bafici, con el que La vida dormida forma un involuntario doble programa. Pero si fuera un documental sobre esa figura que, como todo peronista, se mantiene en pie a puro pragmatismo ideológico, hay algo que hace ruido: si las películas de archivos familiares tienden a "desnudar" a sus protagonistas, aquí lo muestra emperifollado, con una intimidad parapetada detrás de cócteles, resorts y atardeceres al aire libre.

Lo que le interesa a Natalia Labaké es cómo dialoga todo eso con el presente. Más precisamente, con el de esas mujeres que en aquellos videos aparecen como personajes secundarios, figuritas decorativas del universo del patriarca. Y lo que encuentra la realizadora al correr a Juan Gabriel del centro de la escena es tristísimo, conformando un registro sobre el olvido, la invisibilidad y la desatención, sobre la capacidad de la decadencia de esconderse detrás de capas y más capas de maquillaje y ropa cara. Allí está la tía Bibi –hermana de Juan–, que en los videos se paseaba como ensimismada, enfrascada su propio mundo, y que ahora está totalmente ajena a todo y es incapaz de terminar una frase sin dormirse o sumirse en el silencio angustiante –que la directora muestra sin cortes edición, generando partes iguales de patetismo y piedad– de quien está presa de sus pensamientos. Labaké nunca la quiso, nunca la cuidó, y ahora balbucea que no ve la hora de que termine. No hay que ser un genio para imaginar qué espera que termine esa mujer muerta en vida.

Por ahí también la hermana de la directora, Agustina, víctima de una angustia existencial que intenta purgar indagando en constelaciones familiares, como si la causa de sus males fuera un fenómeno kármico y no la consecuencia del menosprecio generalizado de quienes tienen su misma sangre. Y la madre de ellas, nuera de Labaké, recordando su fascinación juvenil para con esa familia –esos hombres, porque las mujeres solo hablaban para alabar– que tenía discusiones sobre política y el estado del mundo en las sobremesas, para después reconocer que lo suyo fue siempre el espacio detrás de las bambalinas, un acompañamiento servil que se contradice con aquel discurso en el que, joven, se la ve arengando a las mujeres peronistas. La vida dormida, entonces, como una película de espectros, de fantasmas hechos de carne y hueso.