Las dos nos quedamos un rato frente al río después de ver la muestra Inventar a la intemperie. Mi última vez en el Parque de la Memoria había sido dos años atrás en un homenaje a Marielle Franco, el final también desembocó en el río contemplando unas margaritas que flotaban en la superficie.

En esa misma orilla nos tiramos al sol de la tarde, entre nosotras titilaban algunos diálogos sobre cómo nos había conmovido ese archivo de desobediencia sexual. Mi amiga me dijo que la frase de una de las banderas de la muestra las lesbianas ya no jugamos a las escondidas ahora jugamos a la mancha” le quedó rebotando. Yo le digo que es porque hace mucho que no jugamos prácticamente a nada. Andamos con la imaginación un poco deshilachada. “Vengamos una vez más, antes de que se termine”. Lo dijo como propuesta y yo le dije que sí. Más que como una promesa como un deseo de volver a donde mas o menos una fue feliz.

Caminamos bordeando el río en silencio hasta que vimos a un grupo desparramado en el pasto, como camalotes bien al borde que no se mueven con la corriente. Mi amiga se les tiró en una zambullida, cuando vi que sacó la cabeza entre la gente, repartí puñitos y abrazos estirando el cuello. Esos gestos a los que les llevará un tiempo hacerse a un lado de la coreografía de los saludos. Un encuentro inesperado y la belleza de la sorpresa, con quienes sólo nos encontrábamos de esa manera, sin arreglar hora ni lugar. Nos unía el aroma de un evento que circulaba por ahí. En este lugar de evocación, la sonrisa se me dibujó instantánea, nos unimos a la ronda.

¿Por dónde empezar una conversación que tiene un hueco inédito? Como si nos hubiesen agarrado con las pinzas de las máquinas que capturan ositos de peluche. Nos sacaron de nuestros mundos y ahora, de a poquito, caímos de nuevo. Entre la multitud, como mi amiga en ese camalote.

“¿Cómo estás?”, “Me mudé pero sigo de novia”, “Cambié de trabajo”, “Vi por la redes que andabas en esa”, “Estoy fumando mas porro”,  “Empecé a estudiar”,  “Qué ganas de fiesta”, “Me puse a escribir”, “Me junté con mi ex pero me volví a separar” eran frases que caían como balas perdidas en un intento desesperado por contar algo de lo incontable.

Me convidaron una lata de cerveza, bien helada atada a la pregunta ¿cómo estás tanto tiempo? Me quise escurrir para no enredarme en los hechos, la fatiga y la rotura y escuetamente pasé del “bien” al “¿qué hay para hacer esta noche?”. La respuesta fue ovacionada, había una fiesta en una casa que iban a demoler en Villa Crespo, la última juerga antes de las ruinas. Me emocioné y miré a mi amiga que seguía como pez en el agua, conversando, tirada al sol, tomando cerveza, felíz.

El grupo camalote estaba en auto, nosotras en bicicleta. Pensé en atarlas y abandonarlas en algún lugar del parque. Mi amiga se opuso. Yo estaba muy lejos de ponerme en pendenciera. Verifiqué los 8 kilómetros que teníamos de distancia al punto de encuentro con la fiesta. Todo me excitaba. El camalote se encargó de gestionar provisiones y quedamos en encontrarnos en Villa Crespo. Bordeamos la costanera, bajamos por Sarmiento, Thames y Darwin, tardamos menos de media hora. La velocidad era un acto reflejo del estímulo que había provocado este plan inesperado. Tocamos el timbre, la música hacía vibrar las paredes. Tuve un principio de angustia cuando nadie oía que estábamos afuera. Mi amiga golpeaba la puerta con las dos manos, parecíamos amenazadas por un grupo de zombies frente a la única casa como refugio del apocalipsis. Mandamos varios mensajes hasta que el portal se abrió de par en par. Entramos con las bicis y las dejamos en el patio. El resto era todo pista. Me arremangué la camisa para tener los brazos disponibles frente a este banquete de rozamiento corporal, de música y multitud, de luces palpitando con la danza, de chapes amargos. La horas pasaron como la corriente del río, a mi amiga la encontré en la puerta del baño, meamos juntas y nos besamos para celebrar el hallazgo. Estábamos manchadas, de transpiración, de cerveza, del barro que se arma en las pistas. La profecía de la bandera de la muestra se había cumplido.

Volví a casa pedaleando, el aire gélido de las plazas del camino se mezcló con la música de la fiesta que todavía me sonaba en la retina. Parque Centenario, Plaza Irlanda y la de los periodistas. En la cama, las piernas todavía me temblaban del cansancio dulzón, de bailar, del pedaleo, de la ciudad y de la vuelta a la espontaneidad.