Hace un año, cuando apenas terminaban de derribar el bar del Francés, Ignacio juárez moría su segunda muerte. Venido de la zona de Los Nonos, se había hecho al manejo de hacienda y caballos, entre arbustos y montes cerrados. La llanura le habrá parecido entonces un llamado o una liberación. Amansador de potros al modo de los pampas, no permitía sin embargo, que lo llamaran “chino” o “el indio”. En el boliche era comentado, falsamente, que debía una muerte por renegar de esos apodos. 

Nosotros lo conocimos ya taciturno, recostado en la misma silla, frente al mismo vaso de ginebra cada tardecita, y como todos, nunca pudimos entender su modo de aparecer y desaparecer así sin más. El francés se reía cuando el tintineo, o el reflejo del sol en las botellas, nos burlaba la atención sobre Juárez. La vez que más cerca estuvimos de explicar el fenómeno nos ganó un mismo parpadeo. Éramos cuatro, la vista fijada sobre la ausencia, y en un instante, Juárez ahí, en su silla, venido desde la nada. 

-Ustedes son muy rápidos, el va más lento y no lo alcanzan a ver-  explicaba burlón el francés, y repetía que Juárez entraba y salía caminando del boliche como el primer día. Y no nos ahorraba nunca la anécdota: “Bajaba la tarde rojiza sobre un murmullo de espigas. Recortada entre la cruz y el molino, una nube de polvo era arrastrada por un punto movedizo; apenas si se veía la tropilla de Juárez con la imaginación. Se sabía que era juárez por el latido de la tierra, y Juárez sostenía, jugando, la nube a puro galope. Al pasar frente a la ventana de Helena Hotton, lo tumbó de costado una pedrada o algo similar. A los pocos días comenzó a frecuentar y encerrarse en esa mesa”. 

Con los años, las variaciones de los diálogos entre ginebras y trucos menores fue mejorando la historia que nos contaba el Francés. Aparte de Juárez, Calfure Hotton, hijo mestizo de Helena Hotton, la inglesa cautiva de los Pampas, también frecuentó el boliche durante algún tiempo. Venía para hablar con Juárez y éste, esquivo, parecía rechazar una oferta. Una vez discutieron en lengua indígena, después de eso, creo que no se lo vio más a Calfure. El siguiente verano, en otro atardecer seco de sol rojo, Helena Hotton moría atravesada por una lanza pampa. El francés, recordaba a Juárez ese día pidiendo dos ginebras, de las cuales tomaría una sola, aunque el resto de los habituales no lo vio en el boliche.

No fue sino hasta veinte años después, con la reapertura de la investigación sobre la muerte de la Inglesa, que volvimos a prestarle atención a Juárez. Para nuestra sorpresa, descubrimos no conocer su voz, o tal vez, la habíamos olvidado, como se nos había olvidado el mismo Juárez en la mesa del rincón. Inopinadamente, entre expresiones propias de cada quien sobre el tema de la inglesa, Juárez comenzó a hablar como pensando en voz alta. Lo hizo en una mezcla de palabras cortadas a seco, como un pampa de tonada serrana. Recordó haber nacido huérfano en 1912. Su saber innato en las cosas de campo lo fue llevando de un establecimiento a otro, como el viento barre las hojas. De aquí pensaba partir más hacia al sur pero el último día, acomodando el galope de una tropilla, fue tumbado de lado por una boleadora salida de un malón perdido. Lo extraño, dijo, no fue entender esas circunstancias ya raras, sino el hecho de sentirse muerto aun estando bien vivo. Esa paradoja lo hizo arrimar al boliche del Francés con la esperanza de encontrar alguna explicación o un alivio de ginebras a esa incomodidad. Lejos de encontrar ese beneficio, todo se le hizo más pesado cuando Calfure Hotton se le presentó hablando en lengua pampa, que él desconocía pero entendió a la perfección, indicando que ese golpe no era para él, para Juárez, sino para su madre Helena Hotton. Y le reprochó haberse interpuesto, por jugar con la tropilla, en el camino perdido del malón de su padre. juárez no menos bravo en la inocencia de sentirse muerto preguntó cómo desatar ese nudo. Calfure le dio a entender que si una vez había encontrado ese pliegue perdido del tiempo bien podría hacerlo de nuevo, y le sugirió agacharse si se volvían a dar las circunstancias.

El resto de lo sucedido es bien conocido. Helena Hotton murió al año siguiente atravesada por una lanza pampa. Una huella dibujada en barro quedó como rastro de la empuñadura. Nunca se pudo resolver ese caso. Juárez, en cambio, con cada olvido nuestro solía aparecer y mientras más lo recordábamos y veíamos en su mesa del rincón más se nos iba olvidando. Yo creo que todo lo que dijo fue a modo de ejemplo para que entendiéramos que se había terminado una época, época que se estaba yendo por oleadas, como cuando el Pampero peina las espigas. 

Ignacio Juárez, acodado en la mesa con una ginebra, fue uno de los últimos de esa era, en la cual el mundo se había hecho a puro galope.