Cuando en el año 2006 la editorial Norma publicó las tres novelas de Perla Suez, Letargo, El Arresto y Complot como Trilogía de Entre Ríos, la crítica celebró: estábamos ante una obra, sólida y contundente. Además de compartir un territorio, la continuidad del relato era absoluta en su poética y en la construcción de un mundo que daba cuenta del valor fundante de la inmigración en nuestro país. 

La trilogía va de la semana trágica de 1919, pasa por los años 30 y llega hasta los 50. Y si bien el anclaje histórico está, incluso documentado, el abordaje de los sucesos es desde la intimidad. Suez se corre de la novela histórica para ubicar en primer plano el padecimiento subjetivo. “Los buenos relatos no son aquellos que dan respuestas sino los que abren interrogantes sobre la historia privada y la pública, la complicada red que conecta el infierno personal con el colectivo”, subrayó entonces Guillermo Saccomanno en el prólogo a la trilogía.

Porque de qué está hecha la historia sino de la violencia que se ejerce sobre el más débil. En el caso de Suez serán los patrones, o los padres. Los terratenientes, el estado represor o las madres locas. El de arriba arrebata al de abajo lo poco que tiene. También sus derechos. El inmigrante judío o ruso llega a la tierra que lo recibe generosa (“qué tierra ésta, lo que plantás, crece”) pero a cambio exige la tragedia cotidiana. Esas familias de expatriados, como las cuentas de un collar, están confinadas a permanecer unidas a pesar de la infelicidad. En ese campo que parece un desierto sin límite, donde todo puede pasar. Hay enfermos, locos y muerte. Plagas que se llevan puesta la cosecha y todo lo que se puede tener. 

Ahora bien, ¿por qué adentrarse en un laberinto oscuro si no supiéramos que al fin hay recompensa? Así es que la hay. Después de leer a Suez, quedamos de frente a lo único que puede salvarnos: la verdad de lo que somos. “En el origen de la tragedia argentina hay una gota de sangre y una de semen, producto de la violación fundante”, es el epígrafe de Martínez Estrada que abre la última nouvelle.

Desde entonces, aquella obra primera no ha hecho sino consolidarse y crecer. Perla Suez, nacida en Córdoba en 1947, ganó la Beca Guggenheim y el Premio Sor Juana Inés de la Cruz entre otros tantos prestigiosos y publicó La pasajera (2008) Humo rojo (2012) y El país del Diablo (2015), además de toda la literatura infantil con la que ha alcanzado prestigio internacional.

Ahora Edhasa publica cada una de las novelas de Trilogía de Entre Ríos de manera independiente. En 2014 fue Letargo, ahora El Arresto. “Es la historia de mi padre”, dirá más tarde Perla Suez durante la entrevista. “Lo estoy viendo, lo puedo ver ahora: recién llegado a capital en el ‘19 escapando de las hordas de la Liga Patriótica por judío y más tarde a sus 80 años contándome cómo se escondió en la Richmond de Florida para que no lo maten”. Lucien –protagonista en la ficción– crece en la arrocera de Villa Clara, pero su destino es otro. Quizás por ver lo que tiene que ver. “Los gusanos se hacen amos de los muertos”, dice después de que tapan el ataúd de su hermano con esa tela negra con la estrella de David en el centro. Al hermano lo mató un rayo después de que la lagarta militar se comiera la cosecha. Lucien va a quebrar el mandato, dejará el arado para estudiar medicina a Buenos Aires. 

Para contar esta inmensidad, Suez hace foco en apenas algunos objetos. Un tazón de leche, unos pancitos con semillas, el graznido de una tijereta, el moscardón azul eléctrico. Y en las voces: Comé, no comiste nada en todo el día. No te metás carajo. Y vos puta salí de acá. Voces que con su filo cortan el silencio. Suez escribe en torno a ese silencio y desde ahí sus palabras se elevan y nos tocan. “Cuando las palabras han sido vaciadas de sentido, desgarradas por el abuso de la estupidez humana, la única manera que tenemos de liberarnos de esos rigores impuestos, es volviendo a la génesis, a lo que Bruno Schulz llama la pre-patria de la palabra, la madriguera, lo esencial, el núcleo de sentido”, dice Suez en su ensayo Escribir, viaje a la memoria. Y eso está logrado. En su narrativa hay avidez poética pero también precisión, como si apoyara la varita mágica sobre cada palabra y la hiciera cobrar vida delante de nuestros ojos.

EL COTO DE CAZA

Perla Suez acaba de llegar de Buenos Aires, estuvo en la feria del libro, a la ciudad de Córdoba, donde vive. Durante el viaje hubo turbulencia. “Recién ahora siento que estoy pisando tierra, no estamos preparados para volar, el avión se mueve y uno tiene miedo”. Es lo primero que dice al atender el teléfono: se lo pasan desde el estudio de arquitectura de su marido hasta el subsuelo donde ella tiene su lugar de trabajo. Lo único que ve desde su ventana son las raíces de los árboles, dice. Y así quizás, sin necesidad de ver todo, ve más dentro de sí.

¿Qué recuerdo tenés del proceso de construcción de la trilogía? ¿Qué lectura hacés hoy de esta obra en su conjunto?

–Nunca tuve la intención de que fuera una trilogía mientras la escribía. Sí es cierto que el territorio es el mismo y es real. Pasé mi infancia en Entre Ríos y hay elementos autobiográficos fuertes, la historia de mi padre en El arresto, de mi madre en Letargo, pero también es una realidad utópica. Aunque no me gusta alambrar los territorios, privatizarlos. Sí marcar el territorio, como un coto de caza, trabajar la ficción en ese entorno íntimo que se entrelaza con lo social. Lo histórico, la situación del país, eso está aunque no para ponerlo en la ficción sino para trabajar en una tierra que no es neutra, porque hay una ideología.

En todas las novelas posteriores a la trilogía, como Humo Rojo o El País del diablo vuelve a aparecer el desierto como escenario. ¿De dónde viene ese desierto? Creciste en Basavilbaso, donde tu padre era médico y luego te mudaste a Córdoba capital.

–Es verdad. Sin dudas el desierto es mío. Viene de la gran llanura que es Entre Ríos. Conozco la Pampa Húmeda, la Mesopotamia como los dedos de mi mano. La recorrí en bicicleta, en auto, en carro. Con mi padre en su Ford de época que era como un descapotable. Me llevaba a ver a sus pacientes y yo veía ese desierto verde, inmenso. Había una infinitud en ese andar, con el viento en mi cara de niña. Me golpeaba y me decía: “Acá hay algo más”. Había algo que sangraba en ese territorio. Y también las voces de los habitantes. Inmigrantes, judíos y de la colectividad ruso alemana. Todos se habían escapado de la persecución del Zar Nicolás II de Rusia y emigrado a estas tierras donde parecía que no había nada. Pero a la vez eran bien recibidos y podían rehacer su vida con libertad. Eso ya no existe, ni la tierra, que ahora es pura soja, (antes había trigo, lino) y por lo demás, basta ver lo que pasa en el mundo con los inmigrantes, que no pueden encontrar una tierra donde vivir.  

Sin embargo en tus historias también se ve la otra cara de la inmigración. Los que llegan se tienen que adaptar y dejar todo atrás. Esa cruel ruptura con el pasado como condición para seguir adelante genera dolor y ese dolor aparece como violencia que se descarga sobre los más débiles: los hijos, las mujeres, los pobres, los indios.

–Es que cuando yo entro en la intimidad veo la condición humana. La intimidad permite ver hasta dónde somos capaces de llegar. Ver lo que somos. No hay idealización del inmigrante como el que conquistó esta tierra. También la violencia se ve en El país del Diablo donde los soldados de Roca matan y aniquilan. La violencia es parte de lo que somos y cuanto más la ocultamos, más se evidencia nuestra desnudez. Las historias que me interesan son las que revelan algo de lo que pasa en nuestro entorno. De lo que pasó y no nos contaron. La ficción permite calar ahí, en la otra historia, no en la oficial.  

En tus novelas hay una necesidad de ir hacia atrás en las generaciones, no para justificar la violencia, de un padre o de un patrón, sino para comprender de dónde venimos y por qué somos como somos.  

–Hay algo que parece romántico pero es fuerte. Nosotros llevamos en la sangre una marca. También en los gestos, en el cuerpo y en las actitudes. Una herencia que aflora en las generaciones siguientes. En el caso de Humo Rojo, por ejemplo, una madre sumisa repercute en la vida de los hermanos y hace que aflore la violencia entre ellos. También la sociedad reproduce esa violencia que no se termina de resolver. Porque tapamos con tierra los agujeros que tenemos. Queremos olvidar. Y no. Hay que revisar. Respeto la novela histórica pero no es lo que hago. Lo histórico me interesa solo como telón de fondo para escarbar en la vida de un hombrecito perdido en ese territorio: sea Entre Ríos, Chaco o la Patagonia. Me gustan los personajes marginales. Que puedan hablar y tener un protagonismo que no es el del poder, claramente.

¿Se podría establecer una relación entre tu literatura para niños que es directa, clara, real, y esos personajes-niños de tus historias para adultos que tienen los ojos bien abiertos, que lo ven todo?

–Quizás tenga que ver con mi historia. Tempranamente abrí los ojos a una realidad muy cruel. Yo era muy pequeña cuando mi abuelo dejaba pasar por el río Uruguay clandestinamente, en canoas, a quienes venían escapando del nazismo de Europa. Tengo la imagen de verlos entrar en mi casa con unos impermeables bien de la Europa Oriental, de un azul desteñido y verles esas caras como El grito de Munch. Y ahora se me viene esta anécdota: mi padre tenía en su vitrina de médico una calavera. En mi casa se hablaba del nazismo y de los peligros que corríamos también acá. Entonces mi hermano, ocho años mayor, un día que yo estaba durmiendo me puso la calavera sobre un banco alto al lado de mi cama, le puso un cigarrillo encendido de mi papá y un sombrero y me dijo: “Despertate Perla que Adolf Hitler te está esperando”. Pegué un grito. 

Ahí tu hermano te convirtió en escritora.

–Y ese grito, esa angustia, la obsesión de las persecuciones, de las marginalidades, me las voy sacando cuando escribo. Sangro. Sangro cuando veo un femicidio, por ejemplo. O cuando veo la tierra como está ahora. Mi hija que es ingeniera agrónoma y lucha contra los agroquímicos, me dice: “La tierra está toda infectada mami”. Hay que sangrar para revertir algunas cosas. Para eso estamos en esta tierra, para transgredir y dar vuelta algunas cosas. El poder de la palabra está en eso, seguir peleándola, volver a empezar. Ahora por ejemplo, estoy en otra historia, empezando una novela.

¿Podés adelantar algo?

–Es una novela que transcurre en dos minutos en la vida de una hombre gris, común. Muy onírica, con influencias del cine de David Lynch y la literatura de Henry James: todo lo surreal que pudo haber pasado por mi cabeza está ahí. También Marguerite Duras a quien le admiro esa cosa austera, de brevedad.  

¿Haber estudiado cine fue determinante a la hora de escribir?

–Es muy fuerte. Para mí la literatura es visualización. Si no lo veo, no puedo avanzar. No trabajo espontáneamente con el correr de la pluma. Primero pienso una trama, (y esa es la influencia del cine). Una vez que tengo la historia hago el montaje. Necesito ir y venir para construir el conflicto y que la tensión vaya en un crescendo. Lograr que el otro se inquiete. Que el personaje sea complejo y deje abiertas las puertas al lector para pensar. Pero todo eso una vez que tengo, como dije, el coto de caza. Esta es la casa, acá me instalo, acá voy a contar. 

MI PADRE EL DOCTOR

De niña escribías de izquierda a derecha a la mañana en la escuela, y por la tarde en el colegio judío, de derecha a izquierda. Pensaba si eso tendrá relación con tu trabajo con el lenguaje.

–Puede ser. En hebreo en una palabra hay diez palabras, diez sentidos, depende cómo y dónde lo usás. Soy agnóstica pero mi padre me decía: no se puede nombrar a Dios como Dios porque hay muchos nombres para nombrar a Dios, hay nombres secretos. ¿Vos los sabés?, le preguntaba. No, me decía. Tendrás que buscarlos y develar el misterio. Ese fue el mandato de mi padre: Andá y trabajá. Vengo de una familia muy lectora, muy comprometida con las palabras. César Tiempo era primo de mi padre. Encontré hace poco unas cartas que voy a hacer llegar a la Biblioteca Nacional. 

¿Qué lecturas fueron determinantes en tu infancia? 

–Recuerdo una de las primeras ediciones de Alicia en el país de las maravillas. También Salgari, porque mi hermano era 8 años mayor y lo leía. Pero yo tenía libertad para agarrar cualquier libro de la biblioteca de mi casa. A la hora de la siesta me trepaba a la biblioteca de casa y agarraba lo que había. Desde García Lorca, pasando por libros sobre el nazismo hasta libros de ginecología. Me pasaba horas mirando mujeres con las piernas abiertas. No leía Mujercitas. Además entraba gratis al cine y al igual que en Cinema Paradiso, subía hasta donde estaba el proyectista. Desde ahí arriba vi La Dolce Vita. Veía cortar la cinta y doblarla. Cuando había censura, el hombre me decía: ¿Ves? esto no se puede pasar, está prohibido. Vi cortar la cinta en La Patota. Estaba fascinada, me quedé hasta el final. 

¿Por qué estabas ahí?

–Porque era la hija del doctor del pueblo. ¿Es la hija del doctor? Que pase, decían. Mi casa estaba a la vuelta del cine y yo quería ver qué había detrás de esa luz que salía desde la pared. Nadie me dijo “no mires”. En mi casa no había prohibiciones, ni advertencias de peligros. A la noche salíamos a cazar bichos de luz con frascos. La única situación de riesgo que tuve fue cuando una yarará se me enroscó en la rueda de la bicicleta. Pero no estaba en mi imaginario que un hombre me pudiera violar o que alguien me matara. Los peligros estaban seguramente, pero yo no los vivía. Me daba mucha seguridad esa tierra. Una tierra que ya no existe en ningún lugar del mundo.

Los niños perciben y no hay un procesamiento intelectual de esa percepción. Hay algo de eso que se reproduce en tu escritura. Alguien va, mata la vaca, la abre, saca la ubre y se la come.

–Vi carnear animales, sobre todo chanchos. Me impresionaba pero no me iba hasta que no veía cómo se llevaban la sangre y las tripas en la palangana. Y esa experiencia caló hondo en mí. Lo autobiográfico en mi narrativa reside en esas marcas. La intuición es un conocimiento. David Lynch dice que las ideas son conocimiento, pero las ideas brotan de imágenes. La memoria la recupero desde la ficción, inventando las historias que no me contaron.

¿Cuáles fueron tus referentes en el cine?

–Todo el neorrealismo italiano de Vittorio De Sica en adelante. Y otros directores de pos guerra como Resnais, Bergman, Hitchcock, Losey, Pier Paolo Pasolini. La lista es infinita.Además el surrealismo en la pintura de Magritte. Y en la música Philip Glass y los Beatles, porque después de leer a John Berger entendí que es fundamental para un escritor nutrirse de otras ramas del arte.

¿Y en literatura?

–Toda la literatura que ya no se publica, pienso enCrónicas de los pobres amantes, de Vasco Pratolini. Del sur profundo, Flannery O’Connor y Eudora Welty y fuera de él, Sylvia Plath, Grace Paley y John Cheever. De Europa Oriental, Joseph Roth o Christa Wolf y de los israelíes Aarón Appelfeld y David Grossman. De América Latina, Rosario Castellanos, Juan José Arreola, Salvador Garmendia, éstos son autores que en Argentina no se difunden mucho y habría que recobrarlos. La lista es interminable, no hay canon más bien lecturas posibles.

¿Cómo se resuelve hoy tu hambre de lectura luego de haber leído tanto?

–Me refugio en los clásicos como sugiere Calvino, y también leo la generación joven que viene con mucha potencia. (Samantha) Schweblin, (Selva) Almada ya son consagradas, y ahora viene otra camada detrás. También hay una línea que trazan los maestros. He seguido atentamente las lecturas que marca Ricardo Piglia desde Arlt en adelante. Andrés Rivera me marcó porque fue mi maestro, él me empujó para publicar Letargo. Son referentes que van a golpear en mi hasta el final, porque también son modelos de vida, de una ética que hoy no cualquiera las tiene en un mundo tan confuso que pareciera irremediable.

¿Cómo es escribir desde el interior?

–Es cierto que hay un interior olvidado en la realidad social y hay un centralismo en Buenos Aires. Pero acá se tiende a pensar de una manera maniquea. En El país del diablo yo pongo en cuestión la civilización o barbarie de Sarmiento. Quiénes son los civilizados, quiénes los bárbaros. Grandes escritores son del interior. Saer, Antonio Di Benedetto. Nunca sentí que el interior fuera marginal, porque no me lo hicieron sentir. Tuve ese privilegio. Sería desagradecida si pensara de otro modo. Pero también porque yo tejí, quizás sin proponérmelo, un puente de una orilla a la otra. El río que corre es la ficción. Tenía la familia de mi madre en Córdoba y de mi padre en Buenos Aires. Mis padres, divididos, no sabían a dónde dirigirse. Y yo quedé ahí, varada en un lugar que es un interior mío, de la tierra, de eso que soy.

El arresto Perla Suez Edhasa 94 páginas