El padre Antonio era bueno, siempre nos regalaba cosas. A mí me daba chocolates y a Octavio, un rosario que olía a flores. Él me dijo que el padre lo había traído de Roma y que lo había bendecido el Papa en el Vaticano. Y que las cuentas perladas encerraban pétalos de rosas y que por eso olían tan lindo.

No sé qué pasó con Octavio. Él era el encargado de hacer sonar las campanillas cuando el padre levantaba la ostia y el vino pero un día no apareció y me tuve que hacer cargo yo de eso, con el miedo que me daba de equivocarme o de mirar justo cuando el pan y el vino se transformaran en el cuerpo y la sangre de Dios. Pero lo hice bien, creo. Nadie me dijo nada. Después de la misa le quise preguntar al padre Antonio si tenía alguna noticia de Octavio, pero no me dio tiempo. Se quitó la sotana y se metió rápido en la casa parroquial. Y a la semana siguiente él tampoco estaba.

El sábado a la mañana en la clase de catecismo, la señorita Marta, que también había sido mi maestra de segundo, nos avisó que al padre Antonio lo habían enviado como misionero a no sé qué país de nombre corto y raro, y que a nuestra parroquia había llegado otro sacerdote. Era de Boston, Estados Unidos –nos contó– y a todos nos pareció increíble que un norteamericano como los de las películas viniera a nuestra ciudad, a nuestro barrio. La señorita Marta no dijo nada más sobre el padre Antonio y hasta parecía que le daba vergüenza mencionarlo y eso que eran tan amigos.

Esa misma mañana, antes de que terminara la clase, el padre John entró al aula para presentarse. Era mucho más joven que el padre Antonio. Colorado y gordo. Usaba una sotana como las de antes, esas que parecen vestidos, que estaba manchada y olía agrio. Olía a pis. Hablaba raro. No me gustó, pero no se lo dije a nadie. No sabía si era pecado que a uno no le gustara el cura de su iglesia. Capaz que no, pero no estaba seguro. Le iba a preguntar a la señorita Marta, pero no me animé. Sí le pregunté por qué no venía Octavio desde hacía un tiempo. Se mudó, me respondió seco. Y se fue. Me pareció raro, porque ella siempre me despeinaba un poco y me preguntaba cómo me iba en tercero con la seño Paula. Pero ahora ni siquiera me había mirado. Seguro se dio cuenta de que yo había pecado.

La misa del domingo fue rara. Si no fuera por el ayudante de la parroquia que indicaba a cada rato cuándo ponernos de pie, cuándo arrodillarnos o cuándo nos podíamos sentar todo hubiera sido una gran confusión, porque al padre John no se le entendía ni una palabra de lo que decía. Y eso que todos nos movíamos por inercia ya, arriba o abajo después de cada rezo, de cada invocación, de cada ruego. El sermón tampoco fue claro y la gente se miraba confundida. Hablaba de la Fe, claro, esa palabra se entendía, igual que colaboración, que sonó nítida entre una frase que fue más bien un ruido cuando empezaron a circular las canastas de las limosnas. Creo que todos sintieron alivio como yo cuando por fin nos permitió ir en paz.

Ya era el fin de la primavera, hacía calor. Se acercaba el día de la primera comunión y en cualquier momento nos iban a citar para confesarnos. Me había preparado para eso, porque algo tenía que decir. Me había anotado mentalmente algunas cosas: había hecho renegar a mi mamá, había mentido cuando dije que me dolía la panza para no ir a la escuela y me había quedado con un vuelto de un mandado. Y ahora tenía otro pecado pero me lo iba a tener que callar. Salvo que, en lugar de decirlo en voz alta, lo pensara con fuerzas para que me oyera Dios: el cura nuevo no me gusta, es sucio, no se le entiende nada cuando habla y huele mal.

En la semana también dejé de ver a la seño Marta en los recreos. Había una chica joven y linda reemplazándola. Era hermosa, no podía dejar de mirarla. ¿Eso también tendría que confesárselo al cura? El sábado siguiente tampoco vino a catecismo. La seño Paula, que era mi maestra de tercero, nos contó que la seño Marta estaba enferma y había pedido licencia y que ya no la veríamos ese año. Alguien le preguntó si a ella también le había agarrado sarampión y la seño Paula nos dijo que no, que estaba enferma de tristeza nomás, que no tenía fiebre ni le picaba nada, y que seguro pronto se le iba a pasar.

Yo estuve muchas veces triste. Como cuando se murió mi abuela. O como cuando se fue mi amigo Octavio sin despedirse. O como cuando vino el padre John. Pero no me imaginaba que eso fuera una enfermedad. Por ahí te hacía llorar, como con mi abuela, pero pasaba rápido. Y además yo lloré porque lo vi llorar a mi papá; lo había visto entero y serio toda la noche y largó el llanto justo cuando de la casa sacaban el cajón de su mamá. Eso sí que me puso triste. Pero nadie me dijo que fuera una enfermedad.

Le conté a mi mamá que la seño Marta se había enfermado de tristeza y ella dijo pobre chica, tan joven, y me mandó a comprar el pan. Me guardé el vuelto, total ya me iba a confesar.

El domingo era justo el día de la Virgen y el de nuestra primera comunión. La confesión la hacíamos el viernes y a mí me preocupaba que nos quedara todo un día libre en el medio en el cual podríamos volver a mancharnos con pecado, como cuando se nos cae el café con leche en el guardapolvo blanco y limpio del lunes justo antes de salir a la escuela. Le pregunté a la seño Paula si podía ir mejor el sábado y me dijo que bueno, total el viernes eran muchos y ya que estaba nos iba a dividir.

Me tocó primero. Era temprano y todavía tenía sueño. El padre John estaba sentado a la mesa desayunando. Me dijo que me acercara. Me puse colorado.

–¿Qué tenés? –me preguntó, forzando el modo argentino de hablar. Me dio un escalofrío.

–Nada, me vine a confesar.

–¿Sos pecador?

No respondí.

–Claro que sos pecador. ¿Pero qué importa la carne pútrida y la piel corrompida si del polvo vienen y al polvo regresarán? Nada de eso importa a los ojos del Señor porque Él, que nos hizo a Su imagen y semejanza, conoce cada una de nuestras marcas como si fueran Suyas.

No entendí nada de lo que me decía. Se inclinó hacia adelante y puso una mano sobre mi hombro. Di un paso hacia atrás.

–¿Qué tenés? –me volvió a preguntar.

–Me gustaba más el padre Antonio –dije yo y no podía creer que lo estuviera diciendo.

–¿Por qué te gustaba más?

–Nos regalaba chocolates y rosarios.

El padre John se rió y se puso más colorado de lo que ya era.

–Sí -me dijo-, ya lo sabía. Yo también tengo rosarios para regalar. Se los doy a mis favoritos. ¿Querés uno, vos? ¿Querés ser mi favorito?

–Bueno –le respondí, titubeando.

Se levantó de la silla y se me acercó tanto que el olor a pis de la sotana me mareó.

–Uno por cada apóstol, doce rosarios tengo para vos.