El mal menor de C. E. Feiling se abre con un acápite de “El hombre del traje negro”, un cuento de Stephen King aparecido en The New Yorker en 1994. La cita de Feiling es tributaria de la admiración que le mereció el relato. En 1997, el año de su muerte, Feiling reseñó ese cuento: define a King como “un gran estilista, un maestro del estilo coloquial norteamericano”, que además “siempre mete el dedo en la llaga”. Lapidario, sentencia que el relato “demuestra la miseria de pasarse la vida tomando capuccino y leyendo a Auster". Un año antes había publicado su tercera y última novela, un experimento feliz de relato de terror alla King, que llegó al cine como El prófugodirigida por Natalia Meta, con Erica Rivas. 

Dos grandes novelas argentinas de los 90 coincidieron entre las finalistas del Premio Planeta en 1995: El traductor, de Salvador Benesdra, y El mal menor. Feiling tuvo una suerte de la que no gozó El traductor y Planeta optó por publicar El mal menor; el ladrillo de más 600 páginas de Benesdra recién vería la luz después de su suicidio.

Feiling escribió buena parte de su novela ambientada en San Telmo en un lugar que no se parece precisamente a la ciudad vieja de Buenos Aires: la Universidad de Iowa. Fue en 1994, cuando llegó allí para participar del International Writing Program de esa casa de altos estudios, becado por la Fundación Antorchas. “Los meses más productivos”, dice, fueron entre septiembre y noviembre de 1994. Podemos fechar, pues, la escritura de esta obra maestra en la Argentina del menemismo, en plena investigación del atentado a la AMIA, el doping de Maradona y su aventura como DT de Mandiyú, y el caso Carrasco que terminó con el servicio militar.

La muerte temprana a los 36 años dejó trunco un programa literario desafiante: una exploración de los géneros a través de la novela. El primer paso había sido el policial, con El agua electrizada, ambientada en pleno colapso hiperinflacionario (por cierto: una novela con trasfondo en el terrorismo de Estado, y que claramente se adelantó a la cuestión de la violencia de género). Luego vino Un poeta nacional, que planteó como relato de aventuras en la Patagonia a través de un alter ego de Lugones. Con El mal menor, Feiling indagó las posibilidades de un género casi sin explorar, no solamente en la Argentina, sino en todo el idioma castellano: el terror.

Como buen lector (y lo era a nivel de erudición), Feiling se nutrió de una amplia bibliografía del género, que es mayormente sajón. A su juego lo llamaron: después de Borges no debe haber habido un escritor argentino tan marcadamente anglófilo como Feiling (un continuador de esa línea es Carlos Gamerro). El resultado fue la novela, claro, pero también una antología de cuentos de terror que apareció pocas semanas antes de la muerte del escritor. Pese a su título marketinero (Los mejores cuentos de terror), es ciertamente un trabajo pionero, con textos de Poe y Lovecraft, y también del galés Arthur Machen, un autor celebrado por el propio King, que le reconoce su influencia en las dedicatorias de Revival, su novela de 2015. Lo cual demuestra la meticulosidad de Feiling, capaz de trazar el árbol genealógico de la literatura de terror.

Entre octubre y noviembre de 1996, mientras El mal menor salía a la calle y la historia de Inés Gaos y Nelson Floreal ante la amenaza de los prófugos ganaba sus primeros lectores, Feiling dio el curso “Terror al género del terror” en el Centro Cultural Rojas, que derivó en “La pesadilla lúcida”, la introducción a la antología. Allí planteó cuatro etapas en el devenir del género: terror gótico en el siglo XVIII (ambientado "en tiempos lejanos y países exóticos"); terror burgués con Poe; terror fantástico con Lovecraft (que incorpora mundos paralelos al terror burgués); y terror cinematográfico (relación de ida y vuelta con el cine, con tendencia al final feliz), donde inscribe a King. 

El mal menor es (pese a sus semejanzas con las dos últimas etapas, en especial la última) una novela de terror burgués. Dice Feiling que allí se da "la intromisión de algo siniestro y sobrenatural en un orden cotidiano no sólo parecido al de sus lectores, sino descripto en términos muy semejantes a los de la narrativa realista del siglo XIX". Sobre una base costumbrista se monta una novela con alusiones políticas muy filosas para lo que era el marco de los años 90 (por ejemplo: “Francamente, el aeropuerto de Santiago no me pareció gran cosa; si eso era el milagro económico chileno, los grandes éxitos de Pinochet se habían limitado al rubro secuestro, tortura y muerte de opositores”). Un cuarto de siglo después, la versión cinematográfica es una buena excusa para acercarse a un texto que entre nosotros es al terror lo que El Eternauta a la ciencia ficción: un hito insoslayable.