No lo pensó y ya está en el aire, Sebastián se acaba de tirar a la derecha y desde donde estaba parado, unos dos o tres pasos delante de la línea de gol del arco. Lo curioso es que se arrojó una fracción de segundo antes de que Marcelo, el mejor de todos en el potrero, le pegara a la pelota un disparo potente y angulado con destino de gol.

Sebastián tiene granos que esconde en todo el cuerpo y que muestra en su cara. También tiene un apodo, sebáceo. Su nombre y su afección epidérmica conspiraron para ese bautismo pagano y doloroso. La crueldad adolescente existe desde antes de que se llame bullying. Y ahora está en el aire, suspendido, del mismo modo que por un instante parece que se ha suspendido el transcurso del tiempo. No pensó, se arrojó hacia la derecha con los brazos estirados de manera irracional e instintiva.

Los humanos nos diferenciamos de los otros seres vivos por la capacidad de razonamiento, esa diferencia se torna relevante cuando, al igual que ellos, nosotros también somos instinto, como si nuestra naturaleza no renegara de su origen animal.

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En la misma ciudad del potrero, 20 años después, sobre una de sus avenidas llenas de edificios, una conmoción causada por personas que se amontonan, autos detenidos, sirenas y sabihondos de ocasión, altera la rutina cotidiana. Es que en uno de los balcones de un piso alto que da a la calle, una mujer se balancea parada sobre la baranda del mismo, mientras se sostiene con sus manos aferrada a la loza del piso superior. Grita desesperada su intención suicida y amenaza con arrojarse al vacío si alguien se le acerca, con eso mantiene a distancia a los bomberos que han accedido a su departamento y que no saben cómo actuar.

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En la época en la cual a la crueldad adolescente aún no se la llamaba bullying, se solía realizar un sorteo para definir la prelación en la que los integrantes de cada equipo serían elegidos antes del partido; era una ceremonia de pasos y pisotones llamada “pan y queso”. Se realizaba invariablemente entre el dueño de la pelota y un contendiente elegido al azar. Definido el ganador, pisotón mediante, se procedía a la selección alternada de los jugadores, siempre de acuerdo a un único patrón selectivo que se repetía. El primero en elegir convocaba al mejor jugador. El perdedor, en su turno, seleccionaba al que le seguía en orden de destreza, y así, sucesivamente hasta agotar el lote de talentosos. Luego los equipos se completaban con el reparto de los troncos. Salvo rara excepción, alguno de estos últimos era destinado a ser el arquero, como Sebastián aquel día donde ahora enfrenta la llegada al área del crack.

Marcelo le pega a la pelota, antes y en un instante, se había acomodado desplazándola en un toque unos metros hacia la izquierda. Al mismo tiempo, había levantado la vista y medido distancia, ángulo y posición del arquero. Por eso al patear, está mirando de nuevo el balón y no observa el movimiento de Sebastián que ya se tiró y está suspendido en el aire, como parece que se ha suspendido también el transcurso del tiempo.

Los humanos tenemos el concepto errado de que pensamos en lenguaje y que por ende cada pensamiento se constituye en el mismo tiempo que nos lleva expresarlo. No es así, la idea es representación pura, por eso cada pensamiento se construye y se comprende en un instante. Marcelo recibe la pelota, la desplaza en un toque, se acomoda, mide y calcula mirando y luego patea. Todo en una idea que se consuma en forma instantánea y consciente. Sebastián no piensa, no razona, no formula una idea, se lanza antes del disparo, actúa por un impulso espontáneo e irrefrenable que se explica en el hecho de que los seres humanos también actuamos por instinto.

Sebastián en su volada desvía con sus manos la pelota y su destino de gol, luego cae al suelo terminando su atajada. Recién entonces se da cuenta de lo que ha pasado. Se levantó lentamente y al ser felicitado por uno de sus compañeros con un ¡Grande Sebáceo! lo miró y le dijo –me llamo Sebastián-.

Desde ese momento supo tres cosas: que jamás reprimiría su componente animal, ese que lo llevaba a actuar por instinto; que su sobrenombre le dolía, y que nunca más iba a tolerar que lo llamaran de ese modo. Y lo logró.

A la semana siguiente, en el mismo potrero, en la selección alternada cuya prelación determinaba la ceremonia del “pan y queso”, el dueño de la pelota le dijo –Sebastián conmigo, te quiero en el arco de mi equipo”. Ser arquero, en definitiva, es un buen destino para los que jamás terminarán de integrarse en un grupo.

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La mujer sigue haciendo su danza de desesperanza parada sobre la baranda, llora, grita y amenaza con saltar al vacío. Abajo, entre los policías y periodistas, el público de ocasión incluye a los que miran con angustia y desean un buen desenlace, y los morbosos que hasta filman con sus celulares buscando una captura para viralizar. Algunos tratan de poner orden, otros incluso le gritan e imploran para que desista. En medio de este bullicio, pocos reparan en la figura que repentinamente se asoma por primera vez en el balcón de al lado y que está separado apenas un metro del que ocupa la mujer que danza y que al ver lo que sucede desaparece ingresando al departamento que ocupa.

Esa ausencia apenas dura un segundo, porque de repente, la figura del balcón de al lado aparece nuevamente, ahora lo hace corriendo desde el interior y en dirección al balcón de su vecina, y así, con el impulso generado y en un solo movimiento animal e instintivo, salta desde un balcón hacia el otro. Los espectadores gritan, por un instante la acción y el transcurso del tiempo parecen suspenderse, pero es solo una ilusión. El saltador llega hasta donde la mujer juega con su propia muerte y en su vuelo, la arrastra hacia adentro con su brazo derecho. Luego ambos desaparecen en un torbellino de bomberos que se abalanzan en busca de su porción de protagonismo.

Pasado el asombro y el interés, al rato, la turba de observadores se disuelve. Solo quedan por allí algunos periodistas en busca de minutos que sirvan para llenar espacios en los canales de noticias. Es poco lo que pueden recoger, la mujer salvada es una vecina común, sin antecedentes conocidos de depresión o tragedias que la justifiquen y el vecino del salto es un perfecto desconocido. Solo el portero del edificio puede aportar algo sobre él, cuenta que vive solo, que por la correspondencia que recibe cree que se llama Sebastián y que por tener la cara con marcas de antiguos granos, los pibes del edificio lo apodaron “Bob Esponja”. A partir de ese día, esos chicos, jamás volverán a llamarlo de ese modo.