La pregunta siempre estuvo ahí, desde el comienzo del extraño pacto con el que nos lanzamos a eso que llamamos familia: una sucesión de complicidades para la supervivencia en un mundo que la mayor parte del tiempo nos resulta imposible. La pregunta está ahí, a la espera que algunx de nosotrxs al fin se de cuenta del ruido que hace entre lo impronunciable. En medio de las discusiones, de los abrazos, de los lamentos, de las fiestas, de las despedidas familiares. La pregunta está suspendida en el aire hasta que, de tanto inhalarla, a alguien de pronto se le acumula de más en los pulmones. Comienza a trepar por el pecho, a darle una nueva forma a la lengua, a la espera de que la pronuncien para sí. Hay un velo que se corre, las tablas del escenario se vuelven quebradizas y sin embargo más reales. Los nudos detrás del tapiz, la fragilidad de la trama, la irregularidad de la historia. La pregunta se alimenta dentro nuestro, se desarrolla y crece hasta los huesos, hasta convertirse en secreto familiar que pende de un hilo. Y ese hilo que soporta tanto peso será la columna vertebral, el recorrido de quien empuñe la pregunta en su mejor devenir: pregunta - secreto - literatura. De la sombra familiar al mundo de los espejos con lectores agradecidos. Es que la literatura comprende mejor que ningún otro arte el riesgo y la fortuna de la revelación. Una escena ilumina otra que se le parece en sus variaciones, un fractal que resuena en el inconsciente colectivo de una comunidad. Así como el secreto familiar está codificado por los acontecimientos, los códigos y las tensiones políticas de una época, la narración de la Historia como punta del iceberg, se sostiene con las migas bajo el mantel de la mesa de la humanidad. La primera novela de Mónica Zwaig, Una familia bajo la nieve, parte de esas migas donde el secreto es causa y motor del recorrido de su protagonista: “Empezar el lunes a la mañana con una audiencia de lesa humanidad es un privilegio que tienen pocos turistas. Pero yo no soy turista, soy detective. Yo busco. No paso por Retiro para tomar un micro en dirección a las Cataratas de Iguazú. No me siento entre el público en la sala de audiencias y tejo crochet. Yo me siento en el recinto, del lado de la acusación y desde ahí busco en la palabra de cada sobreviviente las cosas que no cuentan mis padres.” 

Harmónica, la narradora, concentra en esta autodefinición -construida sobre el beneficio de las negaciones- los puntos cardinales de un relato que resuena en la biblioteca nacional de nuestra literatura sobre la dictadura y el exilio. Sin embargo no es sobre estos dos grandes temas que la historia se va construyendo, sino en la siempre frágil persistencia de los vínculos y las herencias familiares, sobre todo en la herencia fundadora de una primera identidad: la lengua materna.

Una familia bajo la nieve está compuesta por padre y madre de pasado argentino setentista, exiliados en los monoblocks parisinos que no es lo mismo que decir París. Más tarde podrán comprar una casa grande dentro del mismo barrio, donde poder enterrar la patria y continuar el largo camino del destierro. En medio de esos suburbios y de disfuncionalidades de todo tipo nacerán y crecerán Harmónica, sus hermanxs y de alguna manera también su abuela qom, quien a los sesenta años tiene que aprender un nuevo idioma para poder salir a limpiar oficinas. No hay heroísmo, ni bronce ni amigos de la intelectualidad exiliada en esta historia de gente que, como la madre de Harmónica, lo único que quería era tener una vida común y corriente. En el destierro, la lengua es lo primero que estos padres abandonan. Harmónica y sus hermanxs no conocen la lengua materna, no pueden entonces espiar siquiera lo que está siempre vivo en el pasado, lo que podría arrojar luz sobre los silencios, el desamor, el abandono y la ausencia. La narradora vive la lengua materna como una visa negada, en un presente endeble que la convierte en detective de una filiación lingüística reclamando justicia. Traza hipótesis, busca pistas por donde puede, ya sea en los síntomas del cuerpo familiar o en los discos de Julio Iglesias, esas letras en español que canta su madre y que tal vez le expliquen algo sobre su manera de amar: “La protagonista está todo el tiempo como desterrada desde el idioma. Por eso Julio Iglesias aparece como el héroe de la novela. Creo que ella viaja a la Argentina para buscar el idioma materno, para poder también entender a esa madre, entender cómo el idioma te construye y cómo el idioma te abandona. Hay algo de eso cuando se pregunta “¿Cómo puede ser que yo no hable la lengua de mis padres?” Creo que la gran fractura es esa.”

La protagonista llega a Buenos Aires buscando la historia familiar tras el exilio de los padres, y de alguna manera esto hace que la novela sea leída dentro de ese género argentino de exilio y dictadura. Sin embargo va mucho más allá de eso.

-Me parece interesante que se haya leído así, porque si bien es parte de la historia de esta familia, cuando escribía yo la pensaba en clave de sobrevivir. El padre y la madre son sobrevivientes, ella es hija de sobrevivientes. De hecho hay sobrevivientes que se quedaron en Argentina, por ejemplo los liberados. Pero la vida del sobreviviente a veces pasa desapercibida, es lo mismo que los refugiados que vienen a Europa ahora, en general es gente muy callada y muy humilde. Van, laburan, están agradecidas porque encontraron un lugar dónde vivir y lo único que quieren es salir a flote. Entonces en general esas personas son más silenciosas. Y salir de ese silencio era algo que me gustaba. Y más que la idea de exilio creo más en el desarraigo, en ese no pertenecer a ningún lugar. El desarraigo no tiene punto de partida y no tiene punto final. Es permanente y es un tema que yo quería tocar, mucho más que el tema del exilio, que es un aspecto más dentro del desarraigo de los protagonistas.

CUARTO INTERMEDIO

Mónica Zwaig es actriz, dramaturga, traductora y abogada. Nació y vivió en Francia hasta que se recibió y luego viajó a Argentina para trabajar junto al CELS en los juicios de lesa humanidad. De esta experiencia surgió Cuarto intermedio, una obra que escribió junto a Félix Bruzzone a quien conoció durante los juicios mientras el escritor, hijo de desaparecidxs, realizaba la crónica de una audiencia de la causa ESMA. Estrenada en el 2018 bajo la dirección del cineasta Juan Schnitman, la obra busca las zonas delirantes, incomprensibles y absurdas con las que la maquinaria judicial se imprime sobre los hechos más oscuros de la historia reciente. Al igual que en la obra, el humor es parte fundamental en la escritura de esta novela. Ni turista ni observadora en el país de los padres, Harmónica será también una sobreviviente del dolor, no solo gracias al coraje de la búsqueda sino también porque sabe encontrar en los pliegues del lenguaje, el antídoto del humor. Una familia bajo la nieve es una novela dura que provoca risa, tal vez la única manera de proseguir por momentos el derrotero de una hija buscando a su madre dentro de un relato familiar encriptado entre lenguas, con una única certeza como brújula: la opacidad con la que se erigen las grandes verdades.

¿Cómo fuiste construyendo el humor y el tono de la novela entre estas dos lenguas?

-El tono más irónico y más áspero me viene del francés. De mi identidad francesa me sale esa cosa más desapegada. Me ayudó que el proyecto lo empecé en francés y luego lo traduje. En ese momento, cuando empecé a escribir la novela mi castellano era todavía más débil y más infantil. Muy ligado a la infancia, entonces necesitaba mi identidad como adulta para poder aprovechar de ese límite que tenía con el castellano y ahí me ayudó mi identidad construida en francés. Es muy complicado para mí. No tengo las bases teóricas como para entender cómo interviene el idioma número uno que sería el francés en la construcción de la escritura en el idioma número dos que sería el castellano. Por otro lado, a mí me interesa la búsqueda del humor en las cosas que escribo porque es algo que me ayuda a vivir. Reírse es lo más lindo que hay en el mundo. Desde un lugar chiquito, no busco una cosa grande, pero una palabra mal dicha y ya es un montón en una frase.

¿Es posible el arraigo? ¿Vivir desarraigado tiene sus beneficios?

-Sí. Toda la vida me pregunté cómo era la vida de una persona que tiene un solo país o un solo idioma. Sobre todo en estos años que estuve más conflictuada y que experimenté el desarraigo voluntario. Había días que me decía cómo me gustaría tener un solo país y un solo idioma en la cabeza. Me re gustaría porque esto es agotador. Cuando era más chica lo vivía como algo más rico, no me hacía tantas preguntas, para mí era normal que uno tuviera padres de otro país y estaba rodeada de gente que también tenía padres de otro país y lo veía como algo que sumaba.

¿Y por qué cambió eso?

-Cambia cuando te enfrentás a las instituciones nacionales de un país. La Argentina es un país re nacionalista y Francia es un país nacionalista también. Tienen una identificación identitaria bastante fuerte en la que no puedo participar. Yo me siento francesa por la cultura, por el idioma, porque está mi familia en Francia y porque viví 26 años de mi vida ahí, pero no tengo una historia familiar francesa y de hecho lo que sí quería demostrar en la novela es de qué identidad argentina hablamos cuando ves que las familias acá están compuestas por gente que viene de todos lados. Por otra parte creo que las familias también se construyen sobre tragedias que se acumulan. La familia es una acumulación. Uno no puede empezar a construir a partir de algo virgen, construye a partir de todos los traumas.