Hay un gusano en el piso de mi baño. Al principio no me di cuenta, pensé que era una ramita, un palito que estaba por ahí, como una basurita. Después, sentada en el inodoro, no sé por qué fijé la vista en él. Y ahí vi que se movía. No soy muy buena con los ojos; aunque los ojos no tienen problemas, el desmedro está en la vista. Pequeñas maniobras que la vida te va enseñando. En fin, como sea, volvamos a mi gusano. Chiquito. No más de un centímetro de largo, y muy fino. Delgadísimo. Apenas arqueado me permite confundirlo con una pequeña rama. Fijo la vista en él y me doy cuenta de que se mueve. Me da asco. Me dan asco los gusanos. Ese andar cansino, ondulante, que parece decir "no importa lo que hagas, yo llegaré a mi destino". Y ese es el problema con ese gusano. No tiene destino, por eso lo sigo mirando. Repta unos milímetros para un lado, se detiene, se repliega, se contrae. Queda inmóvil por unos segundos y ahí arranca para el sentido contrario. Tiene un problema ese gusano, me digo, de esa forma es imposible que llegue a cualquier lado. ¿Adónde querrá llegar? Tal vez ni él lo sabe, y así no se puede ser un gusano. No hay manera. Los gusanos tienen que saber a dónde quieren llegar, porque si no se los lleva la corriente. Ah no, eso le pasaba al camarón, descubro al pensarlo, y entonces dejo de estar pendiente del gusano. Agarro el papel higiénico, un pedazo nomás, y ahí, mientras lo tengo en la mano, vuelvo a mirar al gusano. Al gusanito. Que ahora vuelve a reptar, ondulante. Y me pregunto qué voy a hacer con ese gusano, ahora que lo vi, que me di cuenta de que es un gusano, y que está en el piso de mi baño. Está donde no debería estar, y aún peor: no sabe adónde va, adónde quiere ir. Ahora el problema es mío: qué tengo que hacer con ese gusano, qué quiero hacer. El no sabe que yo existo, que lo estoy mirando y que estoy pensando en su destino. Él sólo se mueve, sin ton ni son encima, y se mueve. Tal vez si estuviera un poco más decidido, no sé, si ondulara con decisión hacia algún lugar, eso le permitiría desaparecer de mi vista con rapidez y no quedar expuesto a mi mirada, a mi decisión, a mi deseo. Pero no, el muy estúpido está indeciso. Y se demora. Me da el tiempo para mirar el papel higiénico, blanco, en mi mano. Mi vista va del papel al gusano. Del gusano al papel. Y decido que no me queda otra opción que agarrarlo con el papel y tirarlo al inodoro. Apretar el botón y chau gusano, arrastrado por una ola de agua. Lo que más me impresiona es que cuando acerco mi mano para levantarlo él no sabe que yo lo estoy haciendo. No sabe que le quedan apenas unos segundos de vida. No sabe, ni se imagina, que ahora está ahí y dentro de unos segundos no estará más, que ya no tendrá sentido ni importancia que no sepa adónde ir. Porque ya no tendrá a dónde ir. Que estará en mis manos, irremediablemente, cayendo hacia el agua del inodoro.

Mi mano lo agarra a través del papel. Mi brazo lo levanta. No quiero mirarlo, me da asco. Pero también me da pena. Pobre gusano, al final él no tiene la culpa de nada, no es responsable. Tiene que morir nomás, porque es este el momento y no otro. No quiero mirarlo. Pero al final lo miro. Como pasa siempre: da asco pero atrae. Y saber que va a desaparecer acicatea mi morbo, así es. Es tan chiquito, tan inocente gusano, asqueroso, arqueándose por entre el papel, suplicando por su vida.

Cae, desaparece, llega el agua y lo arrastra. Acá no hubo gusano, no hubo sentido, no hubo nada. Ya ni siquiera hay un blanco papel.

Y en ese preciso momento, en el momento justo en que estoy apretando el botón me pregunto cuánto faltará para que un enorme papel higiénico me envuelva y me tire a un torrente de fuego de algún inodoro.