La mentira ha dejado de ser una ocasional estrategia y una condición concomitante a la estructura misma del lenguaje y pasó a instalarse como la regla general que ya no sonroja a quienes la practican en forma deliberada. Nada hay que explicar ni fundamentar. Ninguna excusa, ningún arrepentimiento o pudor son ya necesarios. Se miente a sabiendas, intencionalmente, a jornada completa, aun cuando toda mentira conlleva una verdad: al menos es verdad que se está mintiendo o que se intenta mentir u ocultar. En definitiva la mentira dice sobre aquellos que la vierten, mucho más de lo que ellos creen. En ese sentido no hay mentiras por más mentiroso que pueda ser un individuo.

Pero no vamos ahora a horrorizarnos por la proliferación mendaz. Sabemos que la mentira existe, usando una trillada expresión, “desde que el hombre es hombre”, es decir, desde que los sujetos hablan. La estructura del lenguaje introduce el engaño y la tergiversación de la verdad desde el momento en que no existe una correspondencia o lazo natural entre el significante y el significado, que no hay fijeza entre ambos términos sino deslizamiento, metáfora, metonimias, etc., o sea, que se puede decir una cosa diciendo otra muy distinta. Aún más, un lenguaje en sentido simbólico, como sostenía Jacques Lacan, recién comienza a partir de la posibilidad de engañar, no sólo a los otros sino al mismo sujeto que emite sus enunciados que no coinciden la mayor de las veces con sus enunciaciones.

No complicaremos las cosas con especificidades teóricas en un texto de difusión, sólo diremos que desde que existe el lenguaje, y por lo tanto el engaño, la mentira fue instrumentada a través de las épocas como método de acción sobre los otros y como invalorable herramienta política destinada a torcer y encauzar las voluntades. 

“Miente, miente que algo quedará” decía el ideólogo y criminal nazi Joseph Goebbels. En relación con la mentira como acción política pareciera hoy, tiempos de rebrotes neofascistas, haberse dado un paso adelante y la consigna sería, supongamos un ejemplo: “miente, miente, porque la mentira es la única verdad inamovible e irrefutable”, o, “miente, miente, porque sólo la mentira es realidad y no hay otra cosa”. La mentira y el engaño han devenido en cierto modo en una supra-realidad, una meta-realidad, sin límites ni diques de contención.

Esto que atañe a una parte de la política actual, puntualmente a las políticas y lógicas neoliberales, tiende a extenderse a otros planos de la cotidianeidad y a teñir al conjunto de los individuos a quienes, en nombre de las proclamadas “libertades individuales”, les han inculcado que la verdad ya no interesa y que solamente la mentira es creíble y verdadera. La mentira devenida en verdad hasta en los ámbitos judiciales. Casi podríamos decir que la condición del tan pregonado “éxito”, es no creer una sola palabra de aquello que se pregona, aunque luego se termine tomando los embustes por verdad y los embusteros se auto-convenzan de que lo que dicen realmente existe.

Esa “realidad” paralela que ha suplantado hoy a la “realidad subjetiva” de antaño, está amasada con diversos ingredientes que contribuyen a conformar un universo imaginario sin puntos de referencias ni abrochamientos de la significación, una galaxia de fantasías que se impone a través de medias verdades, construcciones engañosas, noticias falsas, auto engaños, la supremacía de los semblantes, etc. 

Cualquiera puede inventar en las redes sociales “triunfos” y realizaciones personales sin necesidad de contrastación ni verificación de índole alguna. No se necesita de las legitimaciones, de las autorizaciones simbólicas ni de los recorridos previos. El simulador sabe que nadie se tomará el trabajo de andar averiguando si tal o cual cosa es o no es cierta, y que si alguien descubre el engaño, a la postre poco importa. No hay nada para descubrir o indagar, el saber está devaluado, hay una creciente pasión por la ignorancia y cada cual vive su día, sin memoria y sin historia. Lo que en la literatura universal, como en el caso del Quijote de la Mancha, fue la fantasía o el delirio, hoy ha devenido en la única certeza para muchos, y no porque lean novelas de caballería precisamente. Ya no se trata de la mentira como instrumento de acción política, sino de la psicosis al servicio de un proyecto totalizador.

Ello no es casual, sino que responde en parte a las lógicas neoliberales de desregulación en todos los ámbitos de la vida cotidiana, aun cuando existan al mismo tiempo severos controles sobre las personas. Se trata de la contradictoria promesa neoliberal de libertad en la masificación. Hoy la uniformización y la colonización mental vienen empaquetadas en las cajas de la diversidad y las libertades individuales. Es el mandato actual a ir hacia un goce sin límites, un goce mortífero que conduce al predominio de la pulsión de muerte y sus vastos estragos. En síntesis una posición paradójica y contradictoria que por un lado establece la tiranía de mercado, el totalitarismo neoliberal con sus férreos controles sobre los individuos, la manipulación de la subjetividad, y, por otro lado, la invitación que ese mismo totalitarismo formula, en nombre de las libertades individuales, a transgredir todas las normas y consensos civilizatorios. Con la proclama de defensa de la libertad individual, se ha instalado en los sujetos una supuesta legitimación para realizar cualquier acción sin reparar en los derechos y las libertades de los otros. Todo lo que refiera a la idea de Estado ha sido intencionalmente denostado: las leyes, las normas, las reglas, etc., y sobre todo la ley simbólica que, si bien porta un componente perturbador y no pocos padecimientos y constricciones para los sujetos, es inevitable a la hora de un abrochamiento de la significación y de evitar su deslizamiento infinito y la psicosis. ¿Puede vivir el sujeto humano sin ley?, ¿podrá acaso cada cual auto-regularse respetando los derechos colectivos o lo que sobrevendrá será el caos, la destrucción, la disolución del entramado social?

He escuchado últimamente con azoro hablar en contra de los acuerdos y la convención social, tanto desde la derecha como desde algunos sectores de las izquierdas y de los llamados “progresismos”, que al fin y al cabo coinciden, sin saberlo, en ese punto caro a las estrategias neoliberales. Podríamos recordarles que si no hay convención, si no hay acuerdos simbólicos como los de la lengua, lo que aguarda no es una mayor libertad sino la destrucción del lazo social, la expansión de las mafias y las hordas apropiadoras de planeta. Y curiosamente esos pedidos de abolición de la convención se acrecientan en la Argentina, país en donde si hay algo que está ya bastante abolido es precisamente la convención y donde ni siquiera son mayormente respetadas las normas más elementales del tránsito. ¿Cómo se puede pedir entonces la abolición de algo que no existe? Lo que ocurre es que se coloca todo en la misma bolsa: las acciones represivas contra las protestas ciudadanas, la manipulación de las subjetividades, los totalitarismos y tiranías económicas a la par del consenso de la lengua y la ley simbólica, paridad que lleva a muchos a considerar la educación escolar y las instituciones del Estado sólo como un “disciplinamiento” y como instrumentos de control y vigilancia. Mientras tanto el neoliberalismo se relame al comprobar que muchos de sus mismos detractores están paradójicamente situados de su lado. De ahí su completamiento y su potencia.        

*Escritor y psicoanalista