“Ser sobreviviente de una tragedia es mucho más que sobrevivir”, dice la narradora de Lo que aprendí de las bestias (Literatura Random House), la primera novela de la cineasta y escritora Albertina Carri. El regreso de la hermana mayor, que vuelve al país a vivir con sus hijas, enciende los recuerdos de las formas infinitas de un dolor que la acompaña: la infancia interrumpida por el asesinato de sus padres, el desapego y abandono de la familia, ese “polo tóxico” que a veces representa formas del afecto y otras es tan solo “una organización económica del mundo, o una disposición exquisita para la depredación y la destrucción de lo singular”.

La escritura de esta primera novela empezó en 2015; pero en el camino Carri (Buenos Aires, 1973) filmó dos películas: Cuatreros (2017) y Las hijas del fuego (2018). Retomó y abandonó el texto muchas veces porque “no le encontraba el cauce a la historia”, cuenta la directora de Los rubios, Géminis y La rabia sobre las idas y vueltas de una trama que “conjura la orfandad de la muerte, ya sea de un caballo, una serpiente o un chajá”, precisa la escritora Gabriela Massuh en la contratapa del libro. “Hasta que apareció algo de humor y a partir de esa pequeña llama, pude reconciliarme con el texto”, confiesa la coautora de Retratos ciegos, un libro escrito a “cuatro manos” el año pasado, que incluye las cartas de Carri y los dibujos de Juliana Laffitte, integrante del colectivo de artistas Mondongo, publicado por Mansalva en mayo de este año.

-A propósito de la frase “Vea por dónde ve” que aparece al principio de Lo que aprendí de las bestias, ¿qué importancia tiene la mirada en la escritura de tu primera novela? Ese “vea por dónde ve”, ¿es una mirada descentrada y abismal al mismo tiempo?

-Es uno de los temas de la novela; la mirada, el punto de vista y las maneras de mirar. Ese juego que hace con la autoficción también se trata de la mirada. De las dimensiones de realidad que se pueden interpretar dentro de una ficción. Eso con respecto al punto de vista. Pero también está el asunto de por dónde se ve, como una puesta en escena del cuerpo. Por momentos la narradora ve con los pulmones y a veces con los huesos, pero una caricia le modifica la visión. La pregunta sobre lo sensible que hay en la mirada, más allá de lo figurativo que tiene la imagen, circula a lo largo de toda la novela. Y esa mirada descentrada y abismal, que mencionás, es la que la hace ir descubriendo su propia voz. Voz y mirada tienen una relación inexorable en el libro. Ella recupera su voz a través de lo que ve.

-Ante la desaparición de los animales, la narradora no llora y dice que había decidido no hundirse luego de ese golpe. Que no les entregaría “mi pena”. Se podría entender esto como una voluntad manifiesta de salir del dolor de la víctima, ¿no?

-Sí, es una voluntad manifiesta. Un punto de vista que trabajo en toda mi obra de distintas formas. Esa voluntad de no victimizarse está en Los rubios, La rabia, Cuatreros y en Las hijas del fuego. No creo que desde el lugar de la víctima se pueda construir comunidad. La vida es un drama para todes y víctimas somos todes. Por supuesto hay situaciones, cuerpos, geografías, psiquis, más vulnerables y más vulneradas, que otras. Por supuesto hay quienes ejercen sus privilegios como derechos divinos, sin reparar en vulnerabilidades ajenas. Pero el asunto no es la tragedia, sino lo que se hace con ella. En ese sentido, puede ser un gran disparador para la ficción. Y la ficción, puede ser un gran disparador para la reflexión y el movimiento.

-Algo que aparece con mucha insistencia, a lo largo de la novela, es que tanto la hermana de la narradora como ella misma, después del asesinato de sus padres, se convirtieron en un cheque. ¿Por qué para esta narradora “ser un cheque” le salvó la vida?

-De no haber sido un cheque, la hubiesen dejado tirada en la calle. No parece haber a su alrededor mucha gente disponible para dar afecto. Ser un cheque, al menos le aseguró tener casa, comida y educación. Un combo que no salda la ausencia de afecto, pero sí garantiza la supervivencia.

-¿Qué marcas o consecuencias deja algo que compartís (creo) con la narradora cuando dice que la primera patada del primer tipo que entró a la casa de Castelar rompió “la posibilidad de ser niñas”?

-No sé cuáles son las consecuencias porque, sí, comparto esa desgracia con la protagonista. Soy grande desde muy chica; mi infancia se interrumpió muy pronto y lo que siguió fue un gran desorden. Creo que en la novela hay una insistencia sobre la infancia. Tanto en las infancias partidas como las de las hermanas, como luego, en unas infancias protegidas por el afecto, contadas a través de las sobrinas. Lo pregnante que tiene esa etapa de la vida es uno de los ejes del libro. Por eso el campo tiene tanta fuerza en la historia; porque es una experiencia que la protagonista vive en la muy temprana infancia y ese territorio se vuelve algo posible, dentro de lo imposible que es el mundo a su alrededor.

-En Lo que aprendí de las bestias, hay un cuestionamiento a la familia, a ese “concepto de una complejidad inexorable”. Hay un emblemático verso de un poema de Fabián Casas, “Hace algún tiempo”, que dice: “todo lo que se pudre forma una familia”. ¿Por qué te interesa explorar y deconstruir el concepto de familia?

-¿A alguien no le interesa? (risas). Creo que la novela también se trata sobre el lenguaje y en ese sentido lo que rastrea la protagonista es qué se está diciendo cuando se dice familia. Ese verso de Casas lo conozco y me fascina, siempre que lo evoco veo una familia de hongos alrededor de un tronco. Es extraño, porque es un verso crítico, pero que a mí me trae una imagen bella o esperanzadora. Creo que esa es justamente la potencia de la ficción. Esa capacidad disparadora. También está el gran libro de Gustavo Ferreyra, La familia, sobre lo podrido que guarda o conserva ese concepto. Por otro lado, todas venimos de ahí, en ausencia o en presencia, son el disparador para que los hongos comiencen a desarrollarse y a armar su propia saga de lazos, con los lastres de lo anterior. En el caso de la familia que narra Ferreyra, la vergüenza parece ser el alimento de los líquenes. En cambio en Lo que aprendí de las bestias, es la violencia, la que habrá que depurar generación a generación.

-¿Por qué a la narradora la obsesiona el éxodo judío, contado por la Biblia con la épica de los traidores? ¿Qué encuentra en esa épica de la traición?

-La obsesionan los dilemas éticos que trae la supervivencia. Y las narraciones épicas que se organizan alrededor de decisiones mezquinas o cobardes. Narraciones que fueron decoradas con palabras graves, como traición. Hay una frase en el último libro de Rachel Cusk, que dice “una cosa es el relato y otra la verdad”. Creo que esa idea se aproxima a los pensamientos que tiene la narradora sobre los relatos bíblicos; considerados como relatos de origen. Lo que la obsesiona es cómo quien acusa de traición es quien está traicionando.

-Una de las preguntas que se hace la narradora es ¿cómo se expone el tiempo?, un gran tema que atraviesa el cine y la literatura. ¿Qué respuesta tenés como cineasta y escritora?

-No creo tener la respuesta, pero la ficción es una herramienta muy poderosa para pensar en la metáfora del tiempo. Y el cine tiene ciertas técnicas que generan la ilusión de estar narrando el tiempo, o exponiéndolo, como en las fotos en blanco y negro, que describe esta novela en un viaje al campo. Cuando se hace esa pregunta sobre el tiempo, está jugando con la doble acepción de exposición. Lo expuesto como algo que se exhibe, pero también en su utilización fotográfica; ese necesario espacio de tiempo, para que la imagen se imprima sobre la placa o en el papel sensible. ¿Cómo se expone el tiempo? También es una pregunta sobre qué se expone, cuando se expone el tiempo sobre un territorio sensible. Se expone a la experiencia que se vive con el cuerpo. El tiempo va pasando como un refinador de experiencias. Las emociones a través de ese carrete sensible, que es su cuerpo, se vuelven pensamiento y a veces acción. Personalmente creo que las formas de exponer el tiempo son infinitas, con resultados variados. Si me paso del tiempo de exposición, la imagen se quema, pero da paso a una nueva imagen, tal vez más abstracta, menos figurativa, pero más poética.

El pensamiento de la mirada

En Lo que aprendí de las bestias, la narradora, que revela que está escribiendo su tercera película, comienza a jugar un juego con los objetos que hay en la mesa y en la casa. “Un pomo de pastas de dientes se convierte en mi hermana, los chocolates son la casa del campo, el teléfono inalámbrico es mi padre, un ejemplar De lo espiritual en el arte es mi madre. Un salero consigue mi papel, el pimentero se convierte en la película, mis anteojos son mi abuela paterna”, enumera la narradora de la novela este juego que se puede conectar con la representación de los playmóbiles animados en Los rubios.

-¿Cuál te parece que es la diferencia entre el dispositivo cinematográfico y el narrativo-literario para indagar en la representación?

-Son dos medios de expresión muy distintos. No es lo mismo escribir “cuenco con ojos de vaca”, que ver realmente un cuenco con ojos de vaca. ¿Cuántos ojos? ¿Cómo es el cuenco? ¿Lo hacemos con ojos reales o llamamos a un realizador? Todo eso preguntaría el equipo de rodaje, hasta realizar esa imagen. Verlo, ponerlo en escena, implica el pensamiento de la mirada, ¿cómo lo filmo? ¿qué de el asco que da al leerlo quiero conservar sobre la imagen? ¿o suavizo esa imagen para que el espectador no se desmaye? La imagen queda pegada a la retina por unos segundos, de las palabras puedo seguir, depende qué haya pasado en mi cerebro al leer la frase, tal vez se formó la imagen o tal vez fueron solo palabras. En cambio, en una película, a no ser que te tapes la cara, el cuenco con ojos de vaca es algo concreto: tres ojos, diez ojos, un cuenco repleto, un cuenco medio vacío ¿tiene manchas de sangre? ¿representamos los músculos oculares desgarrados alrededor del glóbulo? El dispositivo literario es mucho más abierto que el dispositivo cinematográfico. Escribir y leer se parece más a la actuación, a ponerse un disfraz y vivir la vida de esos personajes por un rato. El dispositivo narrativo del cine es un poco más esquemático. Aunque hay películas muy particulares que rompen con las reglas más aristotélicas sobre la representación y se entregan a experiencias más parecidas a la literaria, como Tren de sombras, de (José Luis) Guerín, el cine de (Pier Paolo) Pasolini y el de (Jean-Luc) Godard, o algunas películas de (Luis) Buñuel. O la reciente Titane, una película que trabaja sobre los géneros -cinematográficos y sexuados- con reglas muy específicas y se vuelve un juego de representaciones fantástico y súper lúcido.

-¿En qué sentido la orfandad gana por “cansancio o por desidia”, como plantea la narradora?

-Hay algo de paria, de monstruo, de salvaje; de marca indeleble que deja la orfandad temprana. Los super héroes siempre son huérfanos. Es una condición monstruosa que subvierte las formas de los vínculos. Tanto los primarios -al no haber padres hay una ley que ya ha sido corrompida-, cómo luego los comunitarios -se aprehendió el mundo desde esa condición de ausencia-. En ese sentido es que la orfandad “gana”. Es que es una marca identitaria y tiene sus propias lógicas.

-La narradora parece fantasear con abandonar el cine para siempre algún día. Ahora que publicaste tu primera novela, ¿pensás en dejar el cine?

-No, para nada. Al contrario, tengo muchas ganas de volver a filmar. Fueron muchos años de hablar conmigo misma. Necesito seres humanos que me respondan antes que mi cabeza y también necesito crear imágenes y trabajar para ellas.

-En la novela aparecen varios caballos, los perros Favorita y Tres y al final el gato Kozer. ¿Qué te interpela de los animales?

-Creo que la protagonista encuentra una identificación en los animales. Ella se siente tan vulnerable como esas bestias que nombrás. A través de la relación con los perros y los caballos, aparecen en la niña la dimensión del afecto, la voluntad, el equilibrio, el duelo y la complicidad. Los animales son, para este personaje, una de las maneras de aprehender el mundo. En Tras el rastro animal, Baptiste Morizot escribe: “¿Qué pasa en el terreno y en el fuero interno cuando rastreamos un viviente? Ver con los ojos de otro. Un instante de indistinción entre especies”. Esa indistinción es una potencia vital que la niña absorbe en la infancia a fuerza de abandono, pero que luego reivindicará en su vida de adulta, como un rasgo para sobrevivir a las verdaderas bestias con las que comparte especie.