Escrita en 2016, recién salida de imprenta en su tercera edición por la colección Andanzas de Editorial Planeta, tras una primera edición argentina en 2018 y una segunda en España, la primera novela de la narradora rosarina Mariana Travacio atrapa desde el título (cargado de sugerencias) y no nos suelta hasta el último muerto. Por los polvorientos caminos de llanura que andan los desangelados personajes de Como si existiese el perdón, se cruzan los ritmos, el paisaje y los códigos del locro-western con los temas de la literatura gauchesca, en el parco y a la vez poético relato de una historia que se enmarca en una de las cuatro posibles, según Borges: una de venganza. Hay una relación inversamente proporcional entre diálogo y atmósfera, como propuso Lovecraft; estos gauchos medio borgeanos de muy pocas palabras nos ayudan, con sus hondos silencios, a situarnos en una pampa deslocalizada, tan inmensa y llana como opresiva.

Mariana Travacio (Rosario, 1967), pasó su infancia en Brasil y vive en Buenos Aires. Es licenciada en Psicología por la UBA y magister en Escritura creativa por la UNTREF. Enseñó Psicología forense en la UBA y publicó trabajos en su ámbito profesional. Ganó el premio Juan Rulfo (Francia, 2012) y obtuvo distinciones en España y Estados Unidos. Su primer libro de cuentos, Cotidiano (2015) fue publicado en Rosario por Baltasara Editora. El trauma y la extrañeza, la muerte y otras pérdidas, las obsesiones y los odios absurdos eran motivos recurrentes en sus relatos, y reaparecen en esta novela, dedicada a la memoria del padre. De la locura y la obsesividad también tratan los cuentos de su segundo libro, Cenizas de carnaval (2018), publicado por Tusquets. 

La novela viene dejando a su paso, ya desde sus primeras ediciones, un tendal global de reseñas favorables donde plumas críticas autorizadas sueltan, entre elogios justamente merecidos, nombres como el del mexicano Juan Rulfo (cuyos campesinos taciturnos y vengativos en un paisaje árido son lo primero que viene a la mente al leerla) o como el de la argentina Gabriela Cabezón Cámara, quien viene reescribiendo (en al menos dos de sus obras) ese monumento a la épica gauchesca que es el poema Martín Fierro, de José Hernández. En la novela de Travacio, la epopeya condenada del neo-western ocupa el primer plano, sobre un mar de fondo de injusticia (los campesinos explotados por el patrón de estancia) que funciona como móvil de la acción, pero que no ocupa (como en Hernández) el centro del relato. Aquí, a diferencia de Cabezón Cámara, no hay gestos paródicos ni posmodernos ni mundos urbanos que perturben el verosímil de género, salvo un pequeño detalle: el permiso que se da el héroe y narrador de dibujar a sus objetivos bélicos. La ékfrasis de Travacio es vivida, y nos invita a imaginar los trazos crudos e ingenuos con que Manoel, el narrador, retrata a la familia de opresores que tiene en la punta de su cuchillo: los Loprete. "Sólo dibujo el rencor", se excusa cuando le piden un retrato. Las fulgurantes instancias de poesía corresponden a procedimientos de singularización y a una estética vanguardista del extrañamiento: "Antonio era carpintero. Sin él no hubiéramos tenido dónde jugar a las cartas, ni dónde dormir".

Hay una congruencia feliz entre este universo de hombres desdichados que no tienen nada (nada excepto, como los cowboys en el cine de John Ford, el honor) y el lenguaje minimalista en que Travacio los representa, concisión que suma vigor a su eficacia narrativa. Desde las primeras páginas se plantean la atmósfera y los personajes principales: un "nosotros" que abarca a Manoel, al Tano y a Juancho. Brevemente, se perfilan el estilo y la mirada, de una poesía escueta y alucinada; enseguida, aparece el crimen. Será casi un accidente, borroneado en el recuerdo por la ginebra, desatado por un malentendido que comprenderemos a medida que avance la acción, tan violenta como inexorable: una genuina catacresis trágica clásica, que se cargará a casi todos los personajes en un entrevero campal. El nombre de Cormack McCarthy (una de cuyas novelas inspiró el film No Country for Old Men, de los hermanos Coen) recurre en otras reseñas críticas del libro. A la hora de establecer paralelos literatura-cine, no podemos olvidarnos de un clásico del western latinoamericano, Dios y el diablo en la tierra del sol (1964), del cineasta brasileño Glauber Rocha; como la novela de Travacio, empieza con la imagen de los campos resecos, sin agua. La primera mención que se hace en Como si existiese el perdón es al viento norte, casi un culpable cósmico de todas las desgracias. 

"Allí, donde viviamos, venía el viento norte. Era un viento de calor que nos cercaba despacio hasta instalarse como un perro hambriento". Así comienza el primer y eficaz párrafo, a renglón seguido del cual se presentan el intruso y la Helena de esta Troya, cuya identidad de literal hembra se sabrá demasiado tarde y cuando la maquinaria de la venganza ya no pueda parar. La lluvia aparece como otro de los personajes naturales del relato. Su escasez letal o su abundancia catastrófica funcionan como correlatos del desequilibrio que cunde en este universo de extremos: la orfandad radical y la miseria material, por un lado; por el otro, la locura y el odio desbordantes, caras todas de una misma moneda. La estructura de la obra es un círculo infernal pero perfecto, cuya frase final reitera la del título, pero empapada con sabiduría y sangre amargas. Habremos oído un relato de crímenes desde la voz de su instigador, quien lo ha perdido todo. Y, si en la portada se negaba la existencia del perdón desde la sed de venganza, el final la niega desde una conciencia agobiada de culpa: quien no perdonaría termina siendo quien desesperadamente desearía ser perdonado, buscando una redención en el amor.