Apenas se supo de la búsqueda de Lauty Rosé, bajo el agua, al tanteo de los buzos en el lecho del Paraná correntino, la memoria trajo al presente una escena semejante, porque la memoria es eso, una red de recuerdos que hacen un contexto, que trae y lleva como una aguja que hila historia: buzos tanteando a ciegas pero en el lecho oscuro y fétido del Riachuelo, a 900 kilómetros y casi 20 años de distancia. 

Igual que a Lauty, en septiembre de 2002 buscaban a Ezequiel Demonty. Edades semejantes, misma extracción social, pibes, en el 4º año, o bordeándolo en el caso de Ezequiel, familias acostumbradas a protegerse de la inseguridad, la policial, que en la prensa hegemónica apenas si se vislumbra. Los buzos buscaban en la profundidad las consecuencias del verdugueo policial que se acostumbra en la superficie. A la vista de todos, pero invisibilizado bajo las justificaciones de mantener "el orden".

Lo llaman razzia, lo llaman persecución, lo llaman resistencia a la autoridad. Cómo lo van a llamar los medios si sus fuentes son las fuentes policiales. Cómo lo van a llamar las fuentes policiales, si son la voz de la misma mano ejectuora. 

A propósito del discurso policial, esa ráfaga de memoria trajo el comentario al pasar de un oficial de la comisaría 34ª, de la zona del Bajo Flores, con jurisdicción en la zona donde fue visto por última vez con vida Ezequiel, cuando se le consultó sobre qué data podían ofrecer en torno a las denuncias que los apuntaban. "Es un rumor, nadie hizo una denuncia. Estamos como Tarzán en el Día de la Madre", respondió el oficial de la misma comisaría a la que pertenecían los nueve policías que luego fueron imputados, y cinco de ellos condenados, tres a perpetua dos años después, en 2004. Se entendió que quiso decir "con ese tema 'estamos en bolas' ", pero también se podía entender que "es la ley de la selva".

Igual que con Lauty, la familia de Ezequiel, sus padres, Rodolfo y Dolly Sigampa, empezaron el incierto, angustiante, doloroso camino de búsqueda en casa de amigos, en hospitales, en comisarías. Y mientras las familias atravesaban ese umbral que nadie quiere atravesar, la policía respondía, en modo condicional indecente, que no se "habrían presentado denuncias".

Para lograr las cinco condenas, dos años después, fue necesario que se diera vuelta la información policial que intentó construir un remedo de investigación: el entonces jefe de la Federal, Roberto Giacomino, cuando el caso había empezado a "crecer" ordenó al comisario Pereyra, a cargo de la misma 34ª, que pusiera manos a la obra. O sea: la misma comisaría señalada comenzó una investigación de oficio sobre sí misma. Lo dicho: Tarzán y los monos con navaja.