La historia del documental Escuela trashumante –que se estrenará mañana en el CINE.AR Sala Gaumont– empezó a gestarse antes de que sus protagonistas lo supieran. En 1984, después de soportar el peso del exilio, Orlando “Nano” Balbo viajó a la localidad neuquina de Huncal con el objetivo de concretar un proyecto de alfabetización de adultos mapuches. Sus compañeros de aventuras eran Pedro Vanrell y Alejandra Martínez, quienes se harían cargo de la escuela primaria del lugar. Lo que no sabían era que esa institución llevaba más de siete décadas sin un solo egresado, ya que los ciclos de pastoreo de las chivas y las ovejas –principal sustento económico de la zona– obligaban a los pobladores a adoptar un modelo de vida trashumante; es decir, a pasar una porción del año en Huncal y otra en la localidad de Cajón Chico, a 70 kilómetros. Entonces pensaron que si los chicos no podían ir a la escuela, la escuela tendría que llegar hasta ellos. El resultado fue la creación de un modelo educativo que acompaña ese desplazamiento, desdoblando las clases en dos edificios y con un calendario lectivo adaptado a las necesidades de la población que incluye, entre otras cosas, un receso en septiembre por “parición” y otro en diciembre por “trashumancia”.

El director Alejandro Vagnenkos (Jevel Katz y sus paisanos) recuerda que su primer contacto con Balbo fue a través del libro Un maestro, de Guillermo Saccomanno, y que ni bien lo leyó supo que quería hacer un documental en derredor de su figura y su historia. “Pero cuando llegamos a Neuquén con mi productor, Víctor Cruz, conocimos los edificios, nos interiorizamos en el proyecto, vimos la despedida de Pedro, que justo estaba por jubilarse, y nos dimos de que la película no iba a ser sobre Balbo, sino que él iba a formar parte de una historia mayor, que era la de la escuela”, explica. Filmado durante cuatro años, el segundo largometraje de Vagnenkos muestra el día a día de esta particular institución, centrándose tanto en la cuestión académica como en la interacción entre el cuerpo docente y la comunidad, dos sectores que muchas veces tienen intereses contrapuestos. “Me parecía que había algo muy interesante en la idea de una escuela en conflicto. En todos los espacios educativos se producen cosas así, pero acá era latente y visible, y la gente quería hablar sobre eso. Estaba todo dispuesto para laburar no desde el pasado, más allá de alguna breve referencia al nacimiento, sino viendo qué pasó con ese proyecto treinta años después”, dice.

–Usted es Licenciado en Ciencias de la Comunicación, y uno de los temas de la película es justamente el vínculo entre la comunidad y los docentes. ¿Cómo definiría esa dinámica?

–Con el sector docente fue muy simple, parecía que hablábamos el mismo “código”. Con la comunidad, mucho más complejo, tanto para los docentes como para nosotros. Lo que más hacen ellos es escuchar. En general, dicen muy poco, y uno tiene que tener la habilidad de interpretar eso que muchas veces llega a través de gestos. Estamos muy acostumbrados al poder de la palabra, más en el sector docente, donde es “La” palabra. También fue muy interesante lo que pasó respecto a la película: nosotros les contábamos cuál era la idea y qué estábamos haciendo, pero el único registro audiovisual que tenían era el televisor de la escuela, que para cuando llegamos recién le habían instalado la TDA.

–En ese sentido, la escuela también parece funcionar como un espacio de contención social. ¿Es así?

–En un principio, era una de las pocas construcciones de la zona consolidadas ante catástrofes naturales, así que cuando había problemas se convertía en un refugio seguro. Con el tiempo, las casas mejoraron y perdió ese rol. Ahora en Huncal hay dos lugares de reunión, la Escuela y la Cooperativa, así que se volvió un lugar abierto a la comunidad, algo que no era originalmente. Pedro siempre cuenta que, cuando asumió la dirección, los pobladores aplaudían en la puerta, esperaban afuera y no querían entrar. Ahora no sólo entran, también opinan, reclaman por sus derechos y conversan, porque hay una capacidad de escuchar enorme. Las reuniones con los padres pueden durar tranquilamente seis o siete horas.

–¿El proyecto funciona por la vocación de los docentes?

–Descreo un poco de la cuestión vocacional. Ellos son trabajadores que están ahí por un sueldo, y hay algunos apasionados y otros no tanto, como en cualquier oficio. Sí creo que funciona porque en los últimos años existió una conducción que marcó un camino, un equipo –y no sólo una persona– que supo lo que quería, que fue por un lugar claro y que escuchó para, a partir de eso, reformular la manera de enseñar. Como pasa siempre en todos los trabajos, unos se comprometen, otros no, algunos sí pero por un tiempo y después se van... Me parece que todo es respetable, no creo en los compromisos eternos.

–La escuela se fundó en 1911, pero recién tuvo sus primeros egresados a mediados de los ‘80, cuando se introdujo la dinámica trashumante. ¿Por qué se sostuvo tanto tiempo un modelo que no funcionaba? ¿Desidia, desinterés, falta de ideas?

–Las tres cosas. A los docentes, que creo que son los primeros responsables, no les importaba. Es más, sacaban provecho porque trabajaban cinco meses, la comunidad se iba, ellos cerraban porque no había pibes y seguían cobrando sus sueldos. También estaba la idea de que con esos chicos no se podía, que no tenía sentido enseñarles, que no valía la pena intentar retenerlos. La verdad es que los despreciaban. Si uno lee el Libro Histórico –al que tuvimos acceso y ahora estamos digitalizando, porque nos parece un material buenísimo para los docentes–, ve que la idea de civilización y barbarie está escrita de puño y letra. Los comentarios son terribles y los chicos aparecen retratados como salvajes, como unos retrógrados sin ganas de estudiar ni de ir a la escuela, con padres que los hacen trabajar. Ahí uno entiende que no hubo egresados no porque los pibes no fueran capaces, sino porque no tenían la oportunidad de hacerlo. 

–Además, había un Estado totalmente ausente. 

–Sí, todo esto habla de un Estado ausente que fundó la escuela y se olvidó, como si la educación fuera una cuestión de poner ladrillos, hacer funcionar la calefacción y formar una planta docente. Lo mismo le cabe a los supervisores: ¿nadie se daba cuenta de que no había alumnos y que nadie se egresaba? Nadie hizo nada, hasta que llegaron Balbo y compañía.

–Balbo reconoce que tuvo que dejar a Freire de lado para adaptarse a las circunstancias...

–Sí, se ha estudiado mucho el modelo de la escuela. Al principio, venían a investigar porque veían que algo estaba pasando, y lo que estaba pasando era que los pibes aprendían. Ni siquiera ellos podían explicarlo. Después, con el tiempo empezaron a pensar y se dieron cuenta que podía deberse a los nuevos métodos de enseñanza que aplicaban a partir de lecturas, o directamente improvisaban sobre la base de la prueba y el error. Fue un lugar de ensayo permanente y lo sigue siendo hasta hoy.