En su biografía publicada hace pocas semanas, Mariah Carey, comparte un recuerdo surrealista. Los Ángeles, 1993: la cantante que figura en el Guinness por su registro vocal de cinco octavas va camino a un concierto. En el asiento de atrás del auto se acomoda los rulos y unos aros de platino. A esta altura de su carrera ya era conocida internacionalmente, se la había deslizado como la sucesora de Whitney Houston y su disco Music Box estaba cerca de ser uno de los más vendidos de la historia

Mariah llega al lugar del concierto y ve que hay hordas de personas que la esperan, detrás de vallas montadas por la policía. Gritan, lloran, se desmayan. Hasta entonces su marido Tommy Mottola, presidente de la discográfica Columbia/Sony, a quien conoció cuando ella tenía 18 y él 43, la había llevado siempre muy rápidamente del trabajo a la casa: del escenario a la mansión, de la mansión al estudio de grabación. Mottola evitaba así que Carey se encontrara directamente con las masas que se habían convertido en sus fanáticxs. Ella casi nunca lxs veía, apenas sabía de su existencia. 

"Ahí estaba yo de nuevo, por dar otro concierto, y en un punto no tenía ni idea de que era famosa", escribe Mariah. "Debido a que nunca estuve sola, ni podía moverme libremente, no comprendía el impacto que mi música y yo causábamos en el mundo exterior... ¿Sabía Tommy que yo sería más fácil de controlar mientras ignoraba el alcance total de mi poder?"

Free Britney, presente en la Marcha del Orgullo argentina. Foto: Sebastián Freire

En esta anécdota tomada al azar, entre las decenas de tácticas de encierro sin llave ni orden judicial que cuenta Carey, resuena algo de la historia de la pelea de Britney Spears contra la tutela de su padre, en la que le costó más de trece años llegar a un final feliz. Porque la saga del FreeBritney no es un caso aislado, sino sólo uno de los más resonantes en el mundo de las dinastías pop de los últimos tiempos. 

Lxs fanáticxs organizadxs fueron quienes primero leyeron entre líneas los posteos sobre pájaros y cascadas y frases evangelistas de Britney y captaron que algo no andaba bien. Pero ni siquiera del rol de lxs fans como rescatistas de su diva puede decirse que sea un elemento inédito. Es que en el eslogan "Free Britney" resuena todo un linaje de estrellas pop femeninas que tuvieron que dar peleas para lograr tomar decisiones básicas sobre sus patrimonios, sus cuerpos, sus discos, sus vidas. En muchas de esas historias el público ha tenido roles que van de aliado en red a testigo ante el Tribunal, pasando por distintos grados de incidencia en el desenlace.

Taylor Swift: la revancha

En 2016, por ejemplo, se popularizó la consigna "Free Kesha" en respuesta a una denuncia por abuso sexual y manipulación que la cantante había hecho contra su manager y mentor Lukasz Gottwald, más conocido como Dr. Luke. En este caso el objetivo no era liberarla de una tutela, como a Britney, sino de los lazos legales que la ataban a su sello, Kemosabe Records, de Sony Music. 

La indignación estalló sobre todo después de un fallo de la Justicia norteamericana que dictaminó que la cantante y compositora -autora de temas de Katy Perry, Miley Cyrus y la misma Britney- debía seguir grabando discos -como mínimo seis- con el hombre al que acusaba de haberla violado. Ante el estrado Dr. Luke había demostrado ser “comercialmente razonable”, así que los negocios debían continuar…

Taylor Swift encontró un truco para liberarse de un trato abusivo con la discográfica

En ese entonces, Taylor Swift, le donó a Kesha 250 mil dólares para ayudarla con los gastos del juicio. Hoy, a Swift le toca protagonizar a ella misma un episodio en esta línea. Pero en este caso la fábula tomó otro color, que se aleja del drama mientras se acerca a la obra de un Andy Warhol o a un Pablo Katchadjian. Esta historia que detonó en 2019 y empieza a cerrarse, ahora, cuando la cantante logra vengarse de sus captores comerciales con un gesto a la altura de una bienal de arte conceptual.

En su adolescencia, recién salida de la incubadora de Disney, Taylor Swift, firmó con un sello independiente en Nashville llamado Big Machine, dirigido por el empresario Scott Borchetta. Después de varios discos, Taylor se fue con un sello más grande, Republic Records. Pero a medida que se hizo más popular, su catálogo anterior, que era propiedad de Borchetta, aumentó su valor. Entonces Swift intentó comprar sus grabaciones originales. Pero en vez de sugerirle una cifra, Borchetta le preparó una cama: el trato era que ella podría rescatar sus originales si volvía con Big Machine, y por cada nuevo disco que grabara con ellos, podría recuperar el control de uno antiguo. Swift se negó, entonces, Borchetta se vengó vendiendo Big Machine, y los ¡seis! discos de Taylor, a Scooter Braun, un manager que había manejado la carrera de su archienemigo de todos los tiempos Kanye West. Swift tenía un historial terrible con Scooter Braun, a quien ya había denunciado por hostigamiento y extorsión, entre otros delitos.

Pero a Swift, la rubia que no tiene un pelo de tarada, se le ocurrió volver a grabar sus seis discos. Nada le impide volver a registrarlo todo, nota por nota. Primero lo hizo con Fearless y después con Red (Taylor's Version). Y el plan sigue. Las nuevas grabaciones no están pensadas para rediseñar ni mejorar su música. La intención es reemplazar a los originales y, de ese modo, hacer caer su valor. Este contragolpe es obviamente un proyecto que requiere de dinero y paciencia, y que solo podría llevar adelante alguien con los recursos de Swift y… con una base de fans incondicionales y sentido de la justicia.

Mariah Carey: jaula de oro

Ya a fines de los años 80 Janet Jackson había dejado al descubierto –con sus declaraciones además de las alusiones en su disco Control- situaciones a las que se veía sometida por un marido con doble comando: el de su vida privada y el del dinero que ella ganaba. 

Similar fue la historia de Beyoncé: que terminó despidiendo a su padre-manager. Es casi increíble cómo una misma trama se va repitiendo con variaciones cada vez que se mezclan ídolas pop, fama, fortuna, sexismo. Los relatos parecen calcados… como el de Mariah Carey.

Mariah Carey y Tommy Mottola en los 90

Ahora en sus memorias, que salieron a la luz a fines de septiembre, Carey revisita experiencias de racismo, clasismo y violencia en sus orígenes como hija de un padre afrodescendiente y una madre blanca, criada en Long Island. La música, dice en el libro, si bien le permitió despegar de esas circunstancias, no le dio una autonomía instantánea. En la segunda parte de El significado de Mariah habla de su relación con Tommy Mottola.

Entre los dos construyeron una casa descomunal, a la que Mariah se refiere como “Sing Sing", es decir, el nombre de una cárcel muy famosa de Nueva York, un hogar lleno de cámaras, porteros y vigilantes para regular cada movimiento. Mariah, “por su propia seguridad", no podía salir sin avisar, ni hablar con nadie fuera de agenda. “No podía ni moverme libremente en mi propia casa. El cautiverio y el control vienen de muchas formas, pero el objetivo es siempre el mismo: romper la voluntad, matar la autoestima y borrar la memoria". La respuesta de Mottola, en referencia a declaraciones similares de Mariah sobre este tema, había sido: "Si parecía que estaba controlando, me disculpo. ¿Era obsesivo? Sí. Pero ésa también fue parte de la razón de su éxito".

A mediados de este año cuando pidió que se la liberara de la tutela, Britney Spears dio a conocer elementos muy crueles de cómo fueron estos años marcados por la figura legal de la conservatorship: además de vivir en modo “prisión domiciliaria" -como Mariah Carey-, a Britney le habían prohibido casarse, sacarse el DIU para tener otro hijo, debía dar shows bajo amenaza y era obligada a tomar medicación. No estaba autorizada a usar su propia tarjeta, su teléfono ni su pasaporte, prácticas que comparó con la trata de personas.

En situaciones como ésta o como la de Kesha, que tuvo que elegir entre dejar la música o seguir trabajado con la persona a la que había denunciado por violación, hay mucho más que paternalismo. Son violaciones de los derechos humanos. 

Los puntos de contacto entre estas historias se multiplican y no parecen coincidencias sino pistas de cómo la industria estadounidense moldea fetiches de botox y purpurina para después castigarlas ante el menor gesto de autoafirmación. ¿Un poco más de pop para divertirnos?