Desde Londres

Boris Johnson no encuentra refugio para el escándalo que sacude al Reino Unido desde principios de mes sobre los trabajos extra parlamentarios de los diputados. En su comparecencia de los miércoles ante la Cámara, durante el famoso Prime Minister Question Time, balbuceó más que de costumbre frente a las acusaciones que le lanzaba el líder de la oposición, Sir Keir Starmer. “La mitad de su gabinete terminó pidiendo perdón a la nación por el error que cometieron siguiendo sus órdenes. ¿Va usted, como primer ministro, a hacer lo mismo y pedir disculpas?”, dijo Starmer. Johnson admitió que se había equivocado, pero no pidió disculpas, así que Starmer arremetió con otra estocada en una cámara de los Comunes que, pandemia o no, estaba abarrotada, aunque con barbijo obligatorio. “Usted no pide disculpas porque no es un líder: es un cobarde”, le espetó que negó confundido agitando su voluminosa y caótica melena rubia.

Código de conducta

Unas dos horas después Johnson tuvo que comparecer ante el comité parlamentario multipartidario que analiza la conducta pública de los diputados y el código de conducta que debe regirlos. Johnson admitió nuevamente que había cometido un error al intentar cambiar las reglas para salvar a su amigo, el diputado Owen Patterson, pero se excusó con dos argumentos: uno humanitario, otro político. “Me dijeron que había consenso con el resto de los partidos para cambiar las reglas y ampliar el derecho a la apelación a una suspensión. Dadas las circunstancias personales del diputado, pensé que podía hacerse. Pero en realidad no existía consenso con las otras fuerzas”, dijo Johnson.

Eran circunstancias personales de peso: el año pasado la esposa de Patterson se había suicidado. Pero nadie creyó que, por más dramático que fuera, ameritara un cambio de reglas o explicara que un año más tarde el diputado siguiera recibiendo unas 100 mil libras anuales por asesorar a cuatro compañías y hubiera hecho una intervención directa en el parlamento en representación de dos de ellas (algo expresamente prohibido en el código de conducta). Ante el furor mediático y social que creó su anuncio de un posible cambio de las reglas, Johnson dio marcha atrás y dijo que el Código no se tocaba. Para ese entonces había quedado al descubierto que unos 200 diputados conservadores tenían arreglos tan ridículamente lucrativos como Paterson con empresas con las que ganaban miles y miles de libras por escasas horas de trabajo semanales o mensuales o por sentarse a una reunión de un directorio en el que hacían poco y nada más que mostrar la cara: una tercera parte de la Cámara de los Comunes, estaba potencialmente a la venta.

Este código de conducta fue reformado unas tres veces en las últimas décadas ante distintos escándalos de corrupción desde el “cash for questions” de los 90 (cobrar para hacer preguntas en la Cámara en representación de una compañía) hasta el cobro de dietas y beneficios especiales para ejercer la labor parlamentaria que terminaban siendo usados en remodelar la propia casa, pagar la hipoteca de un nuevo hogar y otras ventajas, grandes o miserablemente amarretes y sublimemente ridículas como reclamar una devolución en efectivo por el recibo de compra de la jaula de un canario.

El único consuelo para Johnson fue que al final de la jornada los diputados rechazaron la propuesta de Starmer por un estrecho margen (231 votos a 282). El líder laborista había propuesto una reforma radical del código que incluía la prohibición total de los segundos empleos y nuevas reglas para que los diputados ministros encargados de la regulación de un sector de la economía no pudieran formar parte del directorio de compañías del sector al otro día de dejar su cargo, práctica más que corriente desde la privatización de los 80 y que suele llamarse conflicto de interés o “revolving doors”. Con una enmienda Johnson consiguió que la cámara le aprobara una reforma mucho más liviana que la oposición no pudo rechazar porque representaba un pequeño paso adelante. Victoria pírrica. En horas se supo que la enmienda solo afectaba a 10 de los 200 diputados implicados.

Torcer la oreja

Las denuncias de las dos últimas semanas sobre el financiamiento de los partidos y de las campañas individuales o los bolsillos de los diputados con dinero de empresarios o banqueros que esperaban ser favorecidos con contratos, títulos y otras gracias se ha convertido en un interminable goteo diario. Este miércoles el The Guardian reveló que un donante del partido conservador que apoyó la campaña de Michael Gove para ser el nuevo líder conservador obtuvo un contrato por 164 millones de libras con la Covid. Cada denuncia es una saga que continúa varios días. Como un maestro del manejo de la prensa, Alastair Campbell, ex encargado de la relación con los medios del laborismo, señaló los escándalos de corta duración no tenían impacto a largo plazo porque la memoria era corta, pero "si un escándalo dura más de nueve días queda impregnado y tiene impacto electoral".

Así las cosas, el Parlamento vive hoy en una ola de paranoia. En declaraciones televisivas, radiales, mediáticas muchos diputados conservadores se justifican o se acusan o se defienden diciendo que no tienen nada que ver con eso y que rechazan esas practicas y que solo se dedican a su trabajo de diputados. El jefe de los estándares parlamentarios, el laborista Chris Bryant, dijo que denunciaría inmediatamente a cualquier diputado que se le acercase “to have a quiet word, to bend my ear”.

El Lobbying a la británica se hace así, con susurros casi románticos en la oreja de un diputado a favor de una compañía, sea en la Cámara misma o en los bares, pubs y restaurantes adyacentes: “Chris, can I just bend your ear”. No hace falta siquiera decir de qué se trata: basta con el verbo “bend” (Torcer, doblar) para entender que no hay nada recto en juego. Además si no hay testigos, si nadie escucha el hecho no existe. El problema es que ahora nadie puede detener las filtraciones que están salpicando a medio mundo: el secreto es público

A Johnson le llueven viejas y nuevas historias. Este fin de semana una ex amante suya, Jennifer Arcuri, reveló al The Guardian que cuando era alcalde de Londres, había favorecido sus negocios y había forzado en el gabinete a que la privilegiaran en la entrega de contratos. Hay dos investigaciones parlamentarias más en curso por hechos más recientes como la redecoración de su departamento por más de 200 mil dólares pagados por otro donante del partido y por una reciente vacación de superlujo pagada por otro multimillonario, colega conservador.

La punta del iceberg

Los escándalos de corrupción, tráfico, de influencias o de inmoralidad en la conducta pública terminan de deslizarse a la vida privada como una prueba más, para ese espíritu puritano que habita en el fondo del corazón británico, de que la decadencia es total. Stanley Johnson, padre de Boris, fue acusado esta semana por una diputada de manosearle el trasero, denuncia que hizo saltar otra de acoso a una periodista. Stanley dijo que no recordba nada. 

En los 90 pasó algo similar con John Major. Con una victoria y mayoría propia en el parlamento en las elecciones de 1992, continuador de 12 años de Thatcherismo, se vio inundado en los años siguientes de tantos escándalos personales y de corrupción, que en 1997 el Nuevo Laborismo de Tony Blair obtuvo una victoria aplastante, con una mayoría absoluta de 100 diputados. Desde ya que este hecho no es una guía infalible del futuro que augure un pronto cambio de gobierno, pero viene acompañado de un dato que preocupa a los conservadores: por primera vez en dos años, el laborismo está por delante en las encuestas y el inteligente, pero robótico y nada carismático Keir Starmer, tiene un nivel de percepción positiva mayor que Johnson.

Por el momento lamentablemente el debate se limita a los políticos. La frase en inglés sobre eso es lapidaria: “it takes two to tango”. Y, sin embargo, los que piden favores o aprovechan conexiones políticos o invitan a fastuosas vacaciones o cenas, generalmente empresarios o financistas, no aparecen con nombre y apellido como si estuvieran libres de culpa y cargo no solo ante la justicia sino ante la opinión pública. Además, en realidad, la torcida de oreja es apenas la punta del témpano (tip of the iceberg): ¿qué pasa con la enorme corrupción de los paraísos fiscales, con la City que abre sus puertas a mafiosos de todas partes del mundo, con empresas que evaden impuestos en todos lados? De eso, mucho más impactante y demoledor para el conjunto de la sociedad, se habla por ahora poco y nada más allá del revuelo temporal que puedan causar escándalos como los Papeles de Pandora.