Ni siquiera el fanático más acérrimo puede negar que Bruce Willis ya no es la superestrella que supo ser. Y no hay subjetividad que valga: hace un buen rato que el héroe de Duro de matar viene encadenando, salvo contadas excepciones, papeles menores en películas ídem con cameos o participaciones secundarias en grandes producciones, ubicándose así bien lejos de las luces mediáticas que antes marcaban el surco de su carrera. Ancladas en un tiempo definitivamente más pródigo y venturoso para el cine de género volcado al relato antes que a la espectacularidad, las películas de robos a bancos también andan de capa caída, y se han vuelto cada vez más eventuales en la cartelera comercial. La principal sorpresa de El gran golpe –traducción de saldo del Marauders original– es que la unión de dos elementos venidos a menos da como resultado un film que no será muy bueno e incluso se olvida apenas se encienden las luces, pero que al menos entiende y sabe bien cómo contar –muchas veces con imágenes– lo que quiere. El problema en, en todo caso, es qué cuenta. 

El pelado no tiene el protagonismo que los trailers y afiches invitan a suponer. Un poco viejo para andar pisando vidrios descalzo, ahora le toca en suerte un trabajo actoral secundario, literalmente de escritorio, interpretando a un poderoso dueño de un banco llamado Hubert y que sufre el robo de dos sucursales en un par de días. Robos que este tal Steven C. Miller (con varios antecedentes de thrillers de bajo presupuesto, todos inéditos aquí) muestra con claridad y un montaje veloz pero no frenético, que permite que se entienda qué sucede y dónde se desarrollan los distintos focos de la acción, algo básico pero que nueve de cada diez grandes producciones suele olvidar. En ambos casos, los enmascarados dan el golpe exhibiendo armamentos y coordinación dignas de... los militares. Si a eso se le suma que antes de irse se cargan a un gerente y que van directo a una caja de seguridad con material “comprometedor” para un senador, la teoría de un grupo de ladrones comunes y corrientes cae por su propio peso. 

El caso será investigado por un agente del FBI viudo a raíz del crimen de su mujer a manos de un poderoso narcotraficante. Lo secundará un joven novato que, claro está, aspira a que el caso sea la plataforma para el despegue de su carrera dentro del Bureau. Por ahí también anda la policía local, con un comisario cuya esposa agoniza en casa por un cáncer terminal, como si a Miller le interesara conformar una cofradía de hombres aquejados por sus circunstancias que encuentran en el robo un motor para seguir adelante. La investigación los irá llevando hasta un pasado en común entre todos los potenciales sospechosos. Que son varios, dado que los guionistas se pasaron de rosca incluyendo varias subtramas a resolverse de forma algo desprolija, volviendo a la última media hora de metraje en un berenjenal de nombres, cargos y vínculos. Quizá Bruce, ya cansado pero con la cara inmutablemente fruncida e inclinada, ate los cabos sueltos en una próxima película.