Además de cantautor, Pablo Dacal es un hombre de ideas. Su abanico de registros proviene en gran parte de una profunda curiosidad que lo hace intervenir –en manifiestos, en debates en las redes, en documentales como Charco o, como ahora, en libros- como un tábano de la cultura popular. El arte de Ignacio Corsini siempre fue un secreto para el público no tanguero, un rumor metálico de radio AM. Asociado con la fulgurante figura de Carlos Gardel –más que una analogía, casi un contrapunto-, Corsini fue un cantor criollo nacido en Italia que se construyó a sí mismo en la pampa argentina, estudiando la voz de los pájaros y viendo y desempeñando tareas rurales. Su vida, surcada por el misterio y el decoro, destaca por detalles al menos singulares: la cuna en Sicilia, la asimilación del saber de payadores, boyeros y artistas de circo criollo, un repertorio de valses federales que consagró a la dupla compositiva de Héctor Blomberg y Enrique Maciel, un matrimonio para toda la vida. Cuando tempranamente murió su esposa, “El caballero cantor”, como lo llamaban, se sumió en una tristeza abismal. Muerto en vida, se alejó para siempre de la música y se refugió en su casa de la calle Otamendi, a metros del Parque Centenario.

Pablo Dacal toma diversas aristas de su trayectoria, pero básicamente lo que lo moviliza es cierta identificación. Corsini, como Dacal finalmente, fue muchas cosas. Pero esencialmente fue un trovador. En él, escribe el músico, nada es lo que parece. “Cuando esperábamos un cantor de tangos, encontramos un cantor criollo. Cuando lo creemos pampeano, su ascendencia sicialiana se hace presente en su voz; en esa manera tan particular, de empujar y retrasar las figuras de una melodía ternearia”. Dacal enhebra un relato trepidante, en el que va de citas de Borges y Martínez Estrada a Jean Cocteau y Osvaldo Baigorria. Elabora teorías desde un atalaya que cubre todo el siglo XX. Arriba a conclusiones que, en contexto, se leen en su medida y armoniosamente. “Fueron las voces de Elvis Presley, Buddy Holly, Gene Vincent y Bob Dylan las que permitieron que madure un canto universal como el de John Lennon. Asimismo, fue la conjunción de los payadores pampeanos, los pájaros camperos, José Betinotti y Carlos Gardel, la que permitió un canto atemporal como el de Ignacio Corsini”, escribe.

Al haberse forjado en la cultura rock, Dacal se permite una refrescante libertad al escribir, por fuera de las tenazas de la ortodoxia tanguística. Es la mirada del extranjero, y así Por qué escuchamos a Corsini (parte de la extraordinaria colección de Gourmet Musical, “Por qué escuchamos a…”) se erige por sobre los prejuicios del género. No es herético, prioriza siempre el rigor, pero en otros ámbitos algunos pensamientos pueden tomarse como osadías. Algo similar ocurrió con Por qué escuchamos a Troilo, de Eduardo Berti. Paradójicamente, el recorte –que muchas veces es capricho intelectual- define en sus irreverencias más nítidamente los perfiles del artista analizado. Con una prosa elegante, Dacal se desliza con tranco lerdo entre una multiplicidad de registros: la investigación histórica, la ficcionalización, lo verosímil y lo verdadero, los intertextos, los mónologos interiores. “Optar por un solo camino me resultaba insuficiente y demasiado formal –dice a Radar-. Algo parecido a lo que hago con los géneros y estilos musicales, que los entremezclo y pongo al servicio del azar hasta que brote algo que parezca nuevo. No caí en ningún pantano: la historia siempre empujaba para adelante y aparecían nuevos datos que rearmaban todo de nuevo. Fue un viaje muy vital”.

El rescate de Corsini forma parte de un ambicioso proyecto de Dacal, que incluye un disco y un documental dirigido por Mariano Llinás y Agustín Mendilaharzu, como si fueran miembros de una especie de logia de la ancha llanura argentina. Dacal ejerce un fanatismo que mezcla lo detectivesco y lo sentimental. Se identifica e involucra hasta el tuétano. “Con sus verdades y supuestos, la investigación está sobre la mesa –dice-. Lo que verdaderamente busqué es encontrar el tono: cuando apareció, todo se fue acomodando. Mucho de lo que Corsini experimentó yo lo viví de primera mano, con el repertorio en los dedos y la guitarra al hombro por las rutas del país. Lo escribí caminando por Almagro, en las mañanas de Caballito y frente a las sierras cordobesas: los paisajes tienen su historia y hay muchas en el libro. El territorio cambió, la época es diferente, pero el andar trovador tiene un recorrido mucho más largo que el de Corsini y el mío. Sé lo que se siente al viajar solo y llegar a un pueblo, que te duela la garganta o estés cansado y tengas que cantar igual; que la moda y el pueblo tiren para un lado que no te guste demasiado; o esa necesidad, obsesiva y consecuente, de reescribir y cantar una canción mil veces porque no terminás de hallarla. Podría decirte que en este punto Corsini soy yo: ya se ocupará él, dentro del texto mismo, de mandarme al diablo”.

Ignacio Corsini nació el 13 de febrero de 1891 y murió el 26 de julio de 1967. La última vez que se lo vio fue en 1959, en un ciclo de televisión dedicado a la nostalgia titulado Volver a vivir, que conducía Blackie. Las imágenes del programa desaparecieron, pero cuentan que Blackie se sentó al piano y tocó los acordes de “La pulpera de Santa Lucía”. Corsini, dicen, entonó los primeros versos y luego se quebró. Hay que ver cómo fueron las cosas en realidad, pero seguramente los recuerdos desatados por el valsecito fueron como puñales. Nunca se supo mucho de él; ahora se sabe algo más. Dacal persiguió por años la estela de un fantasma, “una sombra escurridiza que recorrió el Río de la Plata con su andar sencillo y silencioso”. Esta biografía analítica es el resultado de la pesquisa: sensible, anacrónica, modesta. Es, al fin, como una declaración de principios, una carta. Unas líneas reverenciales para un cantor que fue un caballero, que tuvo todo para ser una leyenda, pero que eligió la soledad, el pudor y el renunciamiento por amor.