Las recientes “colecciones crucero 2018”  celebradas mediante desfiles consecutivos por Chanel, Prada, Vuitton y Dior ya en un decorado parisino que simuló Grecia, en Milán, en Japón y en Los Angeles, ejemplificaron los artificios y las nuevas estrategias de parte de las marcas de lujo para imponer más deseo y más caos en los estilos indumentarios. Desde su origen las colecciones resort fueron comercializadas en tiendas de playas o en locaciones exóticas para complementar atuendos de las usuarias en sus vacaciones. Pero ahora parecieran cobijar percheros arbitrarios y superfluos en sus modos de uso, a medio camino entre lo lista para usar y los arcones de la alta costura. A comienzos de mayo,  Chanel presentó su línea crucero en París pero en un decorado que recreó las ruinas del Partenón y el Templo del Poseidón. Ante una primera fila rodeada  de once columnas griegas, los tailleurs y los tweeds mutaron en túnicas y faldas cortas, abundaron las gargantillas, las tiaras, las cintas de tela urdidas con hojas de laurel; las modelos llevaron sandalias gladiadoras con tiras multicolores. Acerca de la coartada para su colección, Lagerfeld argumentó ante la revista Vogue: “La realidad no me interesa. Uso lo que me gusta y considero que los criterios de belleza de la Antigua Grecia siguen siendo válidos para representar la belleza”. 

El 8 de mayo la firma Prada debutó en la categoría estética “Moda crucero”, pero lo hizo en el Observatorio Prada, nueva y complementaria locación de su Fundación de Arte, situada en la galería Vittorio Emanuele. Allí se indagó en nuevas versiones de la clásica mochila negra, replicada en abrigos y en nuevos accesorios, matizados con efectos y cuentas de marabú. En  California y en Calabasas, un poblado al norte de Santa Mónica donde entre muchos otros films transcurrieron escenas de Lo que que el viento se llevó, el 12 de mayo la diseñadora Maria Grazia Chiuri, creativa en Christian Dior, trazó una colección folk, rica en ponchos, caftanes y sombreros, y decidió presentarlas en una puesta al aire libre, entre decenas de carpas y globos aerostáticos. Acerca de la exótica locación –que in situ tuvo la puesta en escena del Estudio Betak–, la creadora italiana que llevó las remeras con slogans feministas a Dior, destacó haberse inspirado en una colección de Dior de 1951, referida a las pinturas rupestres halladas en las cuevas de Lascaux, en el sur de Francia. Pero su reversión 2018 la trasladó a seda y a rafia, le sumó estampas rescatadas del tarot que predica la chamana y experta Vicki Noble, y las aplicó a una línea de remeras y a los bolsillos de pantalones de cuero, y además los coronó con sombreros de Stephen Jones, inspirados en Georgia O’ Keefe. Nicholas Ghesquiere, el diseñador detrás de la dirección creativa de Louis Vuitton, llevó el 14 de mayo a las modelos y a la prensa a Japón, y lejos de los formalismos de la marca célebre por sus carteras y logos, sugirió ropas más cercanas al animé, la tradición japonesa y al kabuki aunque con recursos glam. La principal inspiración de las ropas presentadas en el Museo Miho fueron los diseños de Kansai Yamamoto, más conocido por sus extravagantes vestuarios de los comienzos de David Bowie (de catsuits tejidos para cubrir una sola pierna a trajes de ciencia ficción). El diseñador de Vuitton develó que había comprado varios de los originales de Yamamoto pop (no confundirlo con Yohji, el de las siluetas austeras) en una subasta y que luego decidió convocarlo para colaborar en algunas piezas de la colección. El destacado de la colección fueron los sacos de gamuza con diversidad de tonos, del blanco al negro y al marrón o con sumatorias de animal print; al blazer leather que ofició de rector de la colección, se sumaron ineludibles camisas largas a rayas sobre leggins y botas cortas y texanas.