Sobre la muerte, sabía muy poco. Solamente la desgracia de Pancho, mi perro salchicha, quien terminó sus días bajo las ruedas del interno 38 de la línea E. Nunca había llorado tanto como el mediodía en que lo enterramos junto a las vías, detrás de la casa torre del guardabarrera. Regresé a mi casa con la pala de punta en mi mano derecha, el brazo de mi padre sobre mi hombro izquierdo y su voz en mis oídos intentando consolarme con un cuento. "Dicen que los perros tienen un cielo con cuchas de nubes. Se divierten corriendo estrellas fugaces, ladrándole a una luna inmensa, cavando pozos en el aire, escondiendo miguitas de arco iris. Los seres que amamos nunca mueren, sólo se convierten en recuerdo.  Se quedan con nosotros para siempre", Resistió tres meses postrado en la cama. Vi crecer su barba junto a mi impotencia. Mis dibujos parecían aliviarlo. El juego era simple, me nombraba clubes de fútbol en códigos futboleros los cuales debía descifrar antes de pintar sus escudos con témpera en cartones. La Niña, La Pinta y La Santa María eran sinónimo de Colón de Santa Fe. Un taladro, la divisa de Banfield. No me resultó fácil traducir su último pedido, "Los Pincharratas". Visitas raras, parientes desconocidos, se fueron adueñando de mi patio. Un malestar constante, corrido como cortinas invisibles, me impedía el paso a su habitación. Precipicios de silencios generados por mi presencia entrecortaban frases inentendibles. "El último ataque lo dejó sin defensas...", escuché en una oportunidad el comentario de su infaltable amigo, Enrique Bustos. Lo asocié con la última discusión que presencié del enfermo en el club de bochas. "No sé viejo, digan lo que digan, Zubeldía consiguió la fórmula. Con una buena defensa y un solo tipo en el ataque está a punto de jugar la final del mundo... ¿ Qué me Contursi?". Esperé al comentarista en la esquina: "Don Bustos, ¿usted sabe a quién le dicen Pincharratas?".  Con el orgullo propio de los que saben, me contestó de inmediato: "A Estudiantes de la Plata". "¿Y por qué le dicen así?", repregunté. Después de apoyar su enorme mano sobre mi cabeza y antes de humedecer sus ojos achinados, me dijo: "No lo sé, hijo... no tengo ni idea". Los adultos eran seres extraños, solían llorar sin evidencias. Nosotros siempre lo hacíamos acompañando narices rotas, rodillas raspadas o chichones en la cabeza. Desfilaron médicos y curanderos, cada uno con sus respectivas fórmulas. Me alegré la tarde que, regresando de la escuela, divisé la bicicleta roja con guarda polleras amarillo apoyada sobre el árbol de la puerta de casa. Me ilusioné en un milagro escondido debajo de la sotana del padre David.  No me quise dar cuenta. A pesar del abrazo asfixiante de mi madre después de darme la noticia. Ni de los hombres de negro ingresando porta coronas y tarjetero en el comedor. Ni siquiera cuando introdujeron el cajón en un oscuro nicho en las alturas. Justo a él, hijo de la tierra, los pájaros y los amaneceres. Miré todo lo acontecido con ojos de espectador. Como quien mira una película de pie. La realidad me atropelló de golpe. En el justo momento en que llevé el emblema rojo y blanco hasta la cama vacía. Allí me di cuenta de todo. Nunca más partidas de damas, viajes a la cancha, cuentos inventados de la nada. Para no inaugurar mi primer llanto sin pruebas, inicié una carrera hacia la calle con el papel pintado hecho un bollo en el bolsillo. Sentado en el umbral fui la imagen del desamparo. Por la vereda de enfrente un grupo de escolares festejaba un flamante campeonato cantando: "Si ve a una bruja / volando en una escoba / ese es Verón, Verón / que anda de moda...". En ese instante aprendí que la vida es una moneda de dos caras. El alma de un pibe es tan permeable a la alegría como a la tristeza. Aquella canción fue como un canto de sirenas. Como náufrago desesperado que se aferra a una canoa que lo lleve río arriba, lejos del estuario de la muerte, me subí imaginariamente a la comparsa para no bajarme más. Soporté estoico el cartel de vendido que me colgaron mis amigos ante el cambio de camiseta. Esquivé sistemáticamente mi visita a la ciudad de las diagonales. La cancha del Pincha siempre la imaginé en el cielo. Seguí cada partido por diarios, radio, televisión o revistas deportivas. Levanté un altar mundano en el cuartito de la terraza con trofeos, camisetas, álbumes, figuritas de chapa, redondas y cuadradas, posters de ídolos inmortales, amuletos todos, que rodean a mi primer dibujo enmarcado detrás de un vidrio. Aprendí a respetar a quienes no gustan del fútbol aunque me apenan aquellos que piensan que se trata de veintidós hombres corriendo detrás de una pelota. Nunca me detuve a explicar el origen de mi preferencia. Admiro a las personas que abrazan distintos sueños tan inexplicables como sorpresivos que no provengan de un mandato familiar. Cada 16 de octubre me tomo un tiempo para estar conmigo mismo. Sigo eligiendo la alegría para conmemorar mi pena hecha flor. Con una voz gastada y en ritmo de tango entono el mismo himno de siempre, el que mantiene vivos todos mis recuerdos,  "Si ve una bruja / montada en una escoba...."

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