La Maga y Oliveira juegan a perderse y encontrarse por las calles de París. “¿Cómo explicar la simpatía mutua, eso que habitualmente la lengua resuelve con cierta simpleza como ‘se cayeron bien’?”, se pregunta Luis Gusmán en “Dos sombreros”, en el que narra la coincidencia entre Bouvard y Pécuchet, los dos copistas de la novela de Gustave Flaubert. A veces las palabras iluminan la oscuridad de un ascensor. O un beso puede sellar un encuentro o una despedida. Quizá una frase de Walter Benjamin podría condensar el trabajo del escritor y psicoanalista en su nuevo libro Flechazo (Emecé) como rastreador de momentos únicos, donde dos personas o personajes se sienten unidos por secretas fibras: “La huella es la aparición de una cercanía, por lejos que pueda estar lo que la dejó atrás. El aura es la aparición de una lejanía, por cerca que pueda estar lo que la provoca”.

El subtítulo de Flechazo fue idea de la editora Mercedes Güiraldes: Encuentros, desencuentros, despedidas. Las citas de los epígrafes, Arthur Schopenhauer, José Lezama Lima y Paul Géraldy, pueden alumbrar los rastros de la sensibilidad de un escritor que funciona entablando conexiones inesperadas; una especie de maquinaria asociativa inagotable que ensambla circunstancias de su vida con la literatura y lo leído. O viceversa: cualquier lectura puede ingresar por la ventana de su anecdotario existencial. “Todo encuentro casual es una cita”, dice Schopenhauer en el primer epígrafe del libro, que se presenta este miércoles a las 18.30 en la Librería del Fondo (Costa Rica 4568), con Maximiliano Crespi.

Todo lo cercano se aleja

“La literatura está llena de encuentros, no siempre de los mejores”, aclara el novelista, ensayista y cuentista, autor de una obra voluminosa y diversa que empezó con El frasquito (1973), un texto disruptivo que fue prohibido por la dictadura cívico militar, “un libro dictado por esas voces de las sesiones de espiritismo a las que mi madre me llevó y donde yo esperé que bajara el espíritu de Gardel”; y continuó con Brillos (1975), Cuerpo velado (1978), En el corazón de junio (1983), La música de Frankie (1993), Villa (1996), Ni muerto has perdido tu nombre (2002), El peletero (2007), Los muertos no mienten (2009), La casa del Dios oculto (2012) y Hasta que te conocí (2015), entre otros libros, que incluye también textos autobiográficos como La rueda de Virgilio (1989) y ensayos como La ficción calculada y Epitafios. El derecho a la muerte escrita (2005).

Flechazo, dedicado a su hija Margarita, está organizado en tres partes: Encuentros, Desencuentros y Despedidas. En Gusmán (Buenos Aires, 1944) ninguna división o clasificación funciona a rajatabla. Más bien es el tipo de escritor que sabe que en lo ambiguo está el gran capital literario, nunca en la certeza que borra las tensiones subyacentes cuando se exploran las complejas relaciones humanas: los flechazos amorosos, pero también el intenso impacto de las amistades. “Quizá en los encuentros hay desencuentros y ahí está la frase de Géraldy: ‘El más difícil no es el primer beso, sino el último’. Entonces empecé a ampliar la idea de encuentro porque en cada encuentro puede estar implícita la despedida también. Así se me fue armando un poco el libro”, cuenta el escritor a Página/12.

El libro cierra con un texto extraordinario, “Todo lo cercano se aleja”, que recupera lo que dijo Jorge Luis Borges en 1957, cuando se dio cuenta de que se estaba quedando ciego: “La revelación fue piadosamente gradual. No hubo un instante inexorable en el tiempo, un eclipse brusco. Pude repetir y sentir de manera nueva las lacónicas palabras de Goethe sobre el atardecer de cada día: Todo lo cercano se aleja”. Gusmán confiesa que en el texto sobre el padre de María Moreno, “El loro de Forero”, escribió en el comienzo una frase que no deja de asombrarlo: “A la protagonista se le ha muerto el padre. Lo ha visto agonizar con un dolor laico, hecho de gestos pudorosos”.

“¿De dónde me salió lo de dolor laico? Después me quedé pensando y creo que hay una mímesis, un contagio, cuando leés buenos textos. Cuando estás en relación con una frase de Borges, algo te contagia, porque si no esa frase no me salía”, asegura Gusmán. Uno de los textos que más le gusta de Flechazo es el que tiene como protagonista a Nina Berberova en París. “Lo hermoso es que Berberova ve a Simone de Beauvoir en un café y dice: ‘Está esperando a Godot’. Anna Ajmátova se va de París a Moscú y Berberova, que va a despedir a un amigo que se va a Suecia, sube al camarote y cuando la ve a Ajmátova le dice: soy la Berberova. ‘¿Por qué no vino antes?’, le dice Ajmátova. Se despiden y se cierran herméticamente los camarotes. Berberova le había comprado un perfume para Ajmátova para que su amigo se lo diera. Pero él, que estaba en otro camarote, nunca se lo pudo dar. Es un desencuentro impresionante”, lo define el escritor, como si estuviera volviendo a vivir ese instante en que el camarote cerrado clausura la posibilidad de que un aroma llegue a las manos deseadas.

Uno de los desencuentros más traumáticos, que no está en el libro, fue con un jugador de fútbol, Rubén Sosa (1936-2008), apodado “El Marqués”. “Yo lo seguía a todos lados, yo era un ‘mosca’ de Sosa, como se decía entonces –admite el escritor-. Íbamos a ver un partido de fútbol y después comíamos asado con los jugadores. Un día fuimos a la cancha de Vélez y yo iba con Sosa. Él pasó el molinete y se produjo un aglomeramiento y yo me quedé afuera. Nunca pude ver ese partido y perdí las fotos que tenía con él, en la sede de Racing”. La sonrisa atraviesa su cara como si de pronto recordar, inventar, fabular y hasta imaginar fueran verbos nacidos de un mismo humus, en el mismo barro de Villa Perro, en Avellaneda, el lugar en el mundo donde vivió Gusmán su infancia y parte de su juventud. Sonríe el escritor, una vez más, feliz por haber sido nombrado en 2021 personalidad destacada de Avellaneda.

El fantasma del escritor

La experiencia del servicio militar la padeció en Campo de Mayo, donde se tuvo que cuadrar a las órdenes del teniente Mattiuzzi. “Yo era un inútil”, confirma el escritor, orgulloso de esa inutilidad para cualquier entrenamiento que implicara ejercicios físicos del tipo “cuerpo a tierra” o disparar armas. “Yo entré a trabajar en el Ministerio de Bienestar Social durante el gobierno de (Arturo) Illia, estaba a cargo de las ambulancias, era como un jefe de guardia que iba una vez por semana; el resto de los días trabajaba en la librería Martín Fierro. El 24 de marzo de 1976 apareció un militar en el ministerio y me dijo: ‘¿cómo le va Gusmán? Nunca me olvido la cara de un soldado’. Era el teniente coronel Mattiuzzi. Yo había salido en el libro El mito peronista (de Roberto Aizcorbe) como guerrillero, homosexual y drogadicto. Nadie sabía quién era yo en el ministerio; no sabían que escribía”, aclara el escritor.

Entre los clientes de la librería Martín Fierro que a Gusmán le llamaba la atención estaba “Mister Chasman”, el nombre artístico de Ricardo Gamero (1938-1999), el ventrílocuo más popular del país. “Me fascinaba Chirolita porque yo era gemelo y mi gemelo se murió a las horas de nacer. Mi abuela me llevaba al cementerio y yo le preguntaba dónde estaba mi gemelo y ella me decía: ‘en aquel nicho’ y señalaba un lugar muy alto. Yo encuentro una frase de Borges que explica cómo trabaja mi cabeza: Todo ventrílocuo es un mellizo fracasado. ¿No es extraordinaria la frase?”.

-En uno de los textos de “Flechazo”, “El fantasma del escritor”, recordás que Barthes en su juventud se preguntaba ¿a cuál de sus contemporáneos quería copiar? ¿de cuál quería ser el fantasma? ¿Y en tu caso? ¿Barthes era tu fantasma cuando viajaste a París en el 79 y quisiste conocerlo?

-Nunca lo había pensado...era la primera vez que viajaba a París y creo que había muerto hace poco la mamá de Barthes y él estaba en duelo. Una amiga me preguntó a quién quería conocer. Y le dije a Barthes. Arreglamos un encuentro, pero finalmente Barthes lo canceló porque desde que había muerto su madre decía que no salía de su casa. Íbamos caminando con mi pareja de entonces por la calle y nos pareció ver a Barthes. Lo empezamos a seguir, lo paramos, y le preguntamos: ¿Usted es Barthes? “No, no soy Barthes, pero no es la primera vez que me confunden”. Mercedes Güiraldes me dijo: ¿Y si te mintió? El final es de ella... Pero volviendo a la pregunta, no creo que quisiera parecerme a Barthes.

-¿A qué escritor querías imitar en la época de “El frasquito”?

-A nadie...jugando al fútbol trataba de imitar al Marqués. Yo empecé a escribir a los 18 y (Ricardo) Zelarrayán me hizo un reportaje muy lindo en el que me preguntó por qué me dediqué a escribir y le dije porque no sabía bailar, porque para conquistar a una chica tenías que saber bailar. Más que a los escritores, me quería parecer a los personajes. ¿Quién a los 18 años no quiso ser Raskólnikov (Crimen y castigo, de Dostoievski), Meursault (El extranjero, de Albert Camus) o El rufián melancólico (Los siete locos, de Roberto Arlt)? Yo fui de Avellaneda al centro por el escritor Fernando De Giovanni, que integraba la revista Vuelo y había publicado la novela Keno, en la editorial Jorge Álvarez. Él fue quien me presentó a Germán García y después conocí a Osvaldo Lamborghini y a Ricardo Piglia. Primero trabajé en una librería de usado, Astral, sobre Corrientes entre Montevideo y Rodríguez Peña, y después en Martín Fierro. Cuando salió El frasquito (1973) se transformó en un best seller por una nota de Osvaldo Soriano en el diario La Opinión.

-¿Qué encuentros fueron decisivos para vos como escritor?

-Son distintos momentos y ahora que lo pienso todo encuentro puede ser el cuento del tío. Yo estaba en la puerta de la librería que estaba en Santa Fe y Agüero, y me encuentro con alguien que me dice que fue profesor mío de literatura en cuarto año: “¡Eliot!”, le digo yo. A Eliot le di a leer el pre frasquito, que era una mezcla de (Elías) Castelnuovo con (Georges) Bataille y el tipo me citó en el Jockey Club y me dijo: “usted es un escritor”. Eliot me dijo que andaba mal porque tenía HIV y yo le di toda la plata que tenía en ese momento. Cuando entré a la librería, los chicos me dijeron: “te hizo el cuento del tío” y me preguntaron: “¿Quién dijo el apellido?”. Yo lo dije. Después me encontré con Rafael Bielsa y me contó que andaba por todos lados haciendo el cuento del tío. Al Eliot que fue mi profesor nunca me lo encontré, si no era ese. Salvo mis pares, Osvaldo (Lamborghini), Germán (García) y Piglia, me dejaste pensando qué escritores fueron decisivos para mí... Manuel (Puig) era amigo. Quizá el primero que fue decisivo fue (Augusto) Roa Bastos, que venía a la librería y yo no le había dicho que era escritor. Cuando salió Brillos en el 75, en La Opinión salió un texto de Germán (García), Roa lo vio y me dijo: “¿cómo no me dijiste?”. Pero supongo que al primer escritor que quería conocer era a Borges.

-¿Lo conociste?

-Sí, estuve varias veces con Borges, siempre a través de Zelarrayán. La primera vez fuimos a la casa de Borges con Germán y Zelarrayán. La segunda fue cuando vino el psicoanalista francés Daniel Sibony y la tercera cuando lo fui a buscar para llevarlo a la Escuela de Psicoanálisis. Borges tenía una relación tan particular con la lengua... Cuando entramos a la Escuela de Psicoanálisis, Borges me dijo que estaba nervioso y que quería tomar algo. “Maestro, ¿qué quiere: vino tinto o blanco?”, le preguntó un amigo. “Me da lo mismo, si soy ciego”. Esas cosas se le ocurrían a Borges en el momento. A otras personas le adivinás la ironía. Esa vez estuve charlando un montón con Borges y yo le preguntaba de todo. “Jovencito, pensar que usted me leyó tantas veces”, me dijo.

El niño peronista

“Los pasos perdidos de un chico peronista de ocho años: fue en julio de 1952, cuando muere Evita. Nunca voy a entender ni a saber por qué mi madre me llevó a la CGT a despedirla. No lo pude entender, porque tanto ella como mi padre eran profundamente antiperonistas”, revela Gusmán en “Los pasos perdidos”, un texto que se conecta con un relato del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, que también fue llevado por su madre al velatorio del ajedrecista José Raúl Capablanca. “Como muchos chicos ante semejante momento, inventé una historia. El General estaba presente en ese momento y fue él, y no mi madre, el que me alzó en brazos para que pudiera despedirme. Con el tiempo, hasta yo terminé creyéndolo y verdaderamente no sé si pasó”.

-¿Por qué tu mamá te llevó al velatorio de Evita si ella era antiperonista?

-No lo sé...porque era Evita, supongo. Lo único que invento en el texto es que me levantó Perón para que yo le pudiera dar un beso a Evita. ¿Cómo podés saber que Kafka le dijo al médico: “si usted no me mata es un asesino”? Yo creo que a pesar de que mis padres eran antiperonistas para mi madre la figura de Evita era fascinante. Y yo era un niño peronista.

-¿Cómo fue tu flechazo con el psicoanálisis?

 

-No puedo decir que (Oscar) Masotta fue mi maestro porque era mi amigo. Masotta me dijo: “Osvaldo y vos se tienen que dedicar a la literatura”. Yo empecé en el psicoanálisis analizándome en los años 70 y en la década del 80 pasé a ser analista. Jorge Panesi una vez señaló que lo sospechoso en mí es la ausencia del psicoanálisis en mi literatura. Y tiene razón. Yo padecí mucho el hecho de que pudieran hacer comparaciones y me quería sacar de encima el peso del psicoanálisis en la escritura. A veces reprimo escribir más libremente; pero en mi literatura no vas a encontrar nada de psicoanálisis.