Los infanticidios como fenómeno tienen kilómetros de tela para cortar. Pero me gustaría dejar asentadas algunas cuestiones básicas antes de empezar: maltratar y someter a unx niñx de 5 años y golpearlx hasta la muerte es moral, ética, socialmente repudiable. Empecemos por lo básico, porque los ánimos están tan caldeados que cualquier análisis del hecho (lo único que podemos hacer desde los medios, pareciera, porque de prevención ni hablar) puede sonar a justificación. Lo que se conoce del caso indica que los abusos contra Lucio Dupuy eran constantes, que la familia paterna había solicitado la tenencia y se la negaron, que había ingresado numerosas veces al sistema de salud pública con traumatismos y que aun así seguía bajo la guarda de su mamá biológica y su novia. Al periodismo le alcanzó con revisar sus redes sociales para hallar un botín de oro: el marco de una foto de perfil -la tan trillada “nací para ser libre, no asesinada”- y unas fotos con pañuelos verdes. La aberración entonces era triple: infanticidas, lesbianas y feministas. Con esos elementos, imposible no construir un linchamiento ejemplar.

Matar a un padre o a una madre es uno de los delitos más monstruosos en el imaginario popular. Pero nada se compara con dar muerte a unx hijx: el filicidio o infanticidio es leído como “antinatural” por defecto, y ante ese tipo de crímenes suele reinar la consternación total. Nadie lo esperaba, nadie lo puede creer. Hace unos años me tocó cubrir un infanticidio que quizá -permítanme dudar- les suene: se llamaba Ciro, tenía 10, fue asesinado de dieciséis puñaladas por su padrastro en la ciudad de La Plata. Aquella mañana vi cómo lxs vecinxs se debatían entre el shock y el “diario del lunes”: algunxs recién identificaban que lo que había en esa familia era violencia. La mayoría no entendía por qué ella -la madre- le había permitido al homicida vivir en la casa. Los medios titularon amarillo y directa e indirectamente cuestionaron a la mujer, que era víctima de violencia de género, por “permitir” la atrocidad. Las mujeres, aún en esos contextos, seguimos siendo las culpables, las señaladas por inacción o abandono.

Mis hijos son míos, míos, míos

Pero de nuevo, intentemos salir del determinismo. Lo cierto es que el maltrato hacia las infancias trasciende el género de lxs adultxs que la ejercen: hay sobrados casos en el mundo de parejas -mayoritariamente heterosexuales, digámoslo- que suelen ponerse de acuerdo increíblemente seguido en cosas como maltratar a unx hijx hasta matarlx. Quemaduras de cigarrillos, inanición, humillaciones, abusos sexuales y golpes; hay patrones que se repiten y dan cuenta de un fenómeno que va mucho más allá del género y las orientaciones sexuales: es el poder de lxs adultxs (adultxs que crían) frente a la vulnerabilidad concreta de los seres humanos a los que deben proteger. Es abuso de poder, ese paraguas amplio y repleto de interseccionalidades que los feminismos se proponen desentrañar desde la praxis y la teoría. El abuso contra las infancias es una constante en la sociedad humana que nadie con un poco de memoria histórica puede desconocer. Es una de las violencias más naturalizadas, basada en la creencia de que todx hijx es, básicamente, un poco propiedad de sus xadres (en última instancia eso pide la proclama “Con mis hijos no te metas”).

Y si “los padres saben mejor” que nadie, entonces las madres más. Algunas ideas conocidas: la madre es el pilar de la crianza, el lecho de amor por naturaleza para todx niñx, el refugio primario. La mirada romantizada de las mujeres-madres, que en definitiva les niega humanidad (y con ello la capacidad de hacer cosas aberrantes, como cualquier otra persona) es parte del problema. Y ni hablar del punitivismo, esa demanda social de que las violen, las golpeen y les “cobren” el crimen con la misma moneda. El Estado respondió muy decorosamente a ese pedido, avalando que otras presas de un penal de San Luis, adonde fueron trasladadas las acusadas, las acribillen a golpes. Hicieron el trabajo sucio y la sociedad lo festejó en redes: un alivio hipócrita y clasista.

La doble traición

Quizás en los ministerios de Seguridad y Justicia de la Nación exista algún registro de infanticidios, pensé. Pero no hay nada. La estadística se abomba en “homicidios dolosos” (intencionales), o a lo sumo se afina en agravados por el vínculo, cifra que también incluye femicidios. Ni hablar de la identidad de género de lxs homicidas: tener esa información nos permitiría, como sociedad, al menos hacer un diagnóstico. Pero estamos lejos. En cambio, entre el shock social y las acusaciones de monstruosidad, se fueron filtrando -a veces a cuentagotas y otras a chorros- la misoginia y el sexismo. Pocos infanticidios se mediatizaron tanto como el de Lucio, pero eso no alcanza para argumentar el lesboodio que inundó los medios y las redes sociales. Lo que queda de fondo es la eterna (sobre)exigencia de moralidad impoluta a la que nos someten, social y jurídicamente, a las mujeres y personas LGBT+. Creer que por su identidad de género una persona es incapaz de maltratar, o de cometer un crimen, es lisa y llanamente sexismo. Pero la acusación de la opinión pública persiste: encima de lesbianas, malas madres.

La “doble traición” cometida por la mamá de Lucio y su pareja (leída desde la heteronorma como la fuga de la heterosexualidad y a la vez el rechazo hacia el “instinto” de maternar) parece pesar más que cualquier femicidio vinculado, que cualquier otro infanticidio cometido por hombres o parejas heterosexuales (y son tantos…). Por eso desterrar la idea de la maternidad obligatoria es un paso fundamental para pensar y desarmar la violencia adultocentrista. Poco y nada se puede lograr con jueces de Familia que duermen sobre las causas, o que asustadxs de que lxs tilden de machistas, fallan siempre y por las dudas a favor de la mujer. Menos que menos aún con una sociedad que se horroriza (mucho) más de los crímenes cuando los cometen personas LGBT+: esa doble vara latente, agazapada en los inconscientes, siempre lista para aprovechar la oportunidad.