La siguiente breve historia está basada en hechos verídicos. Ocurrió en el barrio del Abasto, allá por los años 90, más precisamente entre los años 1994 y 1997.

Es la historia de Sebastián, el de “la silla de ruedas”, como lo llamábamos para diferenciarlo de otro Sebastián que también formaba parte de la barra de “la cortada”.

La cortada era nuestro sitio de encuentros y desencuentros, allí nos juntábamos los niños/ adolescentes hijos de la convertibilidad, espacio que solíamos utilizar para jugar a la pelota.

La cortada todo lo tenía para que sea nuestro lugar en el mundo. Tenía una fábrica en próximo estado de abandono, árboles que funcionaban de postes, grandes portones que servían de arcos si jugábamos al 25 y vecinos que se molestaban por nuestros gritos eufóricos producto de la sangre caliente que solo pueden ofrecer los partidos de fútbol. Pero por sobre todas las cosas, lo tenía a él, a Sebastián quien había quedado inválido -así se decía entonces- luego de no sé qué enfermedad encefálica que lo afectaba progresivamente desde su tránsito por el preescolar. Resalto que no sabía cuál era la enfermedad, nadie lo sabía por entonces, y a nadie le interesaba saberlo. Éramos niños entrando en la adolescencia y en aquel entonces los niños que entraban en la adolescencia solo se interesaban por el fútbol, el Punk, los Guns y nada más.

Sebastián era el portador de la “enfermedad” que le chupaba el cuerpo y le agrandaba la cabeza. Siempre se rumoreaba que tenía fecha de vencimiento, pues todos la tenemos sin saberlo, pero él lo sabía y nosotros también sabíamos, con él, que la dama huesuda lo había tocado. Su fecha de vencimiento sería a los 20 o 21 años.

Por aquel entonces teníamos entre 10 y 13, Sebastián era el más grande del grupo, excedía ese límite pero no tanto. No nos preocupábamos de su fecha de vencimiento, esos 6 o 7 años para nosotros eran más que un océano de distancia.

Nuestro amigo más longevo tenía además la particularidad de poseer una eximia silla de ruedas, con dos velocidades, la velocidad tortuga y la velocidad liebre que le permitía formar parte de los partidos de fútbol al punto tal de festejar sus goles tocando la bocina. Y ¡ojo...! En el pan y queso, él era uno más, nada de reglas raras como:

*El equipo que juega con Sebastián va a tener un jugador más, y como va a tener un jugador más, que esté compuesto por los jugadores más ajenos al deporte del balompié.

*Sebastián no ataja porque la silla de ruedas ocupa mucho espacio.

*Los goles de Sebastián valen dos.

*Prohibido festejar con bocina.

*Prohibido que Sebastián participe de las palizas a quien la merezca.

Estas tontas reglas nunca fueron tenidas en cuenta, sólo existen en la imaginación de quien redacta esta verídica historia. De hecho, hasta solía participar de las golpizas de aquel miembro de la barra que así lo acredite, pisándolo con su silla de ruedas u oprimiéndolo contra la pared del galpón.

Era un gran goleador, sus goles eran bien de número nueve, la empujaba de cabeza o con la punta de sus zapatillas Nike que lucían casi como nuevas.

Era fácil jugar con Sebastián, se lo mandaba al área marcada por la baldosa levantada a medio metro del árbol -si era el primer tiempo- o contra el árbol grueso -en caso que sea la parte final del partido-, se pateaba un fuerte chutazo y ahí estaba él, para empujarla y salir a los bocinazos locos gritando un nuevo gol de su cuenta personal.

Acomodábamos su cuerpo, limpiábamos algún rasguño de su rostro provocado por el roce de la pelota y el partido seguía su curso normal.

Su fecha de vencimiento llegó cuando tenía el cabello largo hasta los hombros y 20 años de edad. LLegó, a pesar de su viaje a Cuba para postergar el anhelo de la huesuda mujer, pues si algo tiene esta dama es memoria y consecuencia con sus perturbadores deseos.

Jorge Luis Borges supo escribir alguna vez: “sin una eternidad, sin un espejo delicado y secreto de lo que pasó por las almas, la historia universal es tiempo perdido, y en ella nuestra historia”. Quizás cada grito de gol de Sebastián, acompañado de sus bocinazos, sea el espejo más fiel y delicado de lo que a su alma acarreaba.

Todavía sigo caminando casi a diario las baldosas de la cortada. Donde había un galpón de fábrica habita un edificio de tres pisos, los gruesos árboles fueron reemplazados y las flojas baldosas bellamente arregladas. Todavía camino por lo que eran las dos aéreas. Ya no hay niños en ella, los hijos de la convertibilidad crecimos y olvidamos el fútbol, el punk y los Guns. Todavía puedo escuchar el viento de otoño que a veces se presenta en verano mutando en forma de pregunta, ¿Quién lo ha visto pasar alguna vez en su silla de ruedas?

*Hoy es el Día Internacional de las Personas con Discapacidad