“Forastero en el mundo/pájaro en pozos de aire/yo construí lo mismo/que un tajamar en el desierto/mi poesía”, escribió alguna vez Walter Adet, entre los versos de “La casa donde soy”, de 1984. Extraviado, o tratando de encontrarse en esta tierra, una de las voces más particulares de la cultura norteña, llegaba a la vida un día como hoy, hace 90 años, el 3 de diciembre de 1931. A nueve décadas de su natalicio continúa siendo una referencia indiscutida del NOA.

Nacido y criado en la provincia, el autor de El aire que anochece o Memorial de Jonás cursó sus estudios primarios en zonas de frontera con Chile y Bolivia, en escuelas de San Antonio de los Cobres y Campamento Vespucio. Lector voraz desde siempre, en su juventud trabó amistad con Juan Carlos Dávalos y se acercó a sus contemporáneos, como Miguel Ángel Pérez, Jacobo Regen o Luis Andolfi, entre otros. Con ellos integrará la fundamental Generación del ’60.

En esa década se inició en el periodismo y escribió en el diario salteño El Intransigente. Más tarde, se radicó por casi diez años en Tucumán, donde ejerció el oficio en los diarios La Gaceta y Noticias.

Walter y su hijo José Adet. 

Dueño de una lírica de inmensa hondura, en el prólogo de su poesía reunida, Leopoldo “Teuco” Castilla, asegura que Adet es “uno de los poetas más grandes y, también, más olvidados de su generación en el continente. Tal vez porque trabajó con una dignidad sin concesiones”, sentencia. Allí, el hijo de Manuel J., lo cataloga de “amigo enorme, hermano”, y rememora: “Cuando lo visitaba a las 4 de la mañana para mostrarle un descalabrado poema que acababa de escribir, él, con una paciencia infinita, me recibía noche a noche en el cuarto del fondo de su casa, donde yo sabía que inevitablemente estaría escribiendo poesía con un fervor incontenible. Hasta que amanecía. Así todos los días de su vida”, comenta e indica que leerlo es entrar en el desamparo, tan abismado como hermoso.

Un poeta, nada más

En esa misma línea, sobre la senda de la remembranza, en diálogo con Salta/12, Cristian Adet evoca a su padre: “Lo recuerdo como un hombre parco y austero, inmensamente tierno y violento, como diría el poeta Nicanor Parra 'un embutido de ángel y bestia'. Lo recuerdo robándole unas horas al día para acechar, como un tigre tras su presa, el verso que se escapa. Él me enseñó que vivir en poesía es el único modo de soportar la vida", recalca. 

Aunque también transita el cosmos de las letras, Cristian declara que escribe versos, pero no puede decir que sea poeta. En tanto, sobre su herencia de letras, manifiesta: “no continúo su legado porque cada cual ha de buscar su camino, y el apellido no me pesa, diría más bien que me eleva", relata al tiempo que confiesa: “hablo con mi padre, y me reprocha mi mala poesía”.

Por otra parte, sobre la labor literaria de su antepasado, Cristian Adet es contundente: ”Su obra, como toda obra auténtica, no envejece; renace siempre nueva en cada encuentro con la poesía verdadera”. En otro orden de cosas, en cuanto al reconocimiento fuera de la provincia, opina que “no ha trascendido demasiado, porque Walter detestaba la autopromocion de su obra, tan en boga ayer hoy y siempre de la mano de tantos 'payapoetas'".

Además, Cristian reflexiona y expone: “Me gustaría que se lo recuerde como lo que era: Un poeta, nada más se puede decir”. Finalmente, se detiene ante los versos intensos de su padre y sentencia: “mi poema favorito será siempre su mirada”, pero luego amplía y se decide por “Trapo negro”, un puñado de vocablos que hacen sentido en El Hueco, la antología póstuma que se editó en Salta y en Madrid, en 1992. Entre sus estrofas se lee: “Voy a los costurones del mendigo/donde la luz es de hueso molido/y me hundo en él a preguntarle cuándo/se le quedó el camino,/por qué estoy en su manto desfondado/mientras la noche siembra/ sus carbones de olvido”.

La contingencia del vivir

Más aún, en la primavera de 2007, al reconstruir su mapa de puño, tinta e intensidad, durante la presentación de“Walter Adet. Obra Literaria”, en Tucumán, la profesora María Eugenia Carante, compiladora del volumen, señala que en sus páginas “está presente el drama del hombre en general, del hermano que enfrenta la contingencia del vivir; por lo que en alguna oportunidad la crítica ha estimado su poesía como'poesía solidaria'”. Asimismo, la catedrática añade: “En ella, las imágenes de una realidad social de exclusión: ciegos, presos, ancianos, pobres, etcétera, permiten ser interpretadas en sentido ontológico: el hombre es un ser marginado, que padece injusticia porque no tiene acceso a la perpetuidad, a la inmortalidad de los dioses. Su condición lo ubica en un centro inamovible, sin esperanza de salida: la muerte”.

Tal vez por esa encrucijada, Walter Adet eligió su final y se quitó la vida el 9 de octubre de 1992, a los 60 años, “después de decirlo todo”, según el Teuco Castilla. Tal vez hoy, desde algún rincón del cielo el responsable de la icónica “Cuatro Siglos de Literatura Salteña. 1582 – 1981” comprenda que su poesía descarnada es, de algún modo, un boleto a la eternidad. Y que aún, en cada uno de sus versos, sus palabras repican, como el eco insistente que desprenden las personas indispensables.