Todos los días, prácticamente, se ratifica el carácter casi determinante de un tema: si habrá acuerdo con el FMI, y en qué condiciones.

El Presidente volvió a pedirle al organismo la autocrítica de haber otorgado un préstamo aborrecible, ¿insólito?, impagable según el cronograma impuesto y las posibilidades de la economía argentina.

Kristalina Georguieva, devaluada titular del ente tras que Washington le apuntara los cañones porque en un trámite habría favorecido a China, avisó en lenguaje no muy diplomático que todavía falta bastante para cerrar un “nuevo” contrato (¿le bajó el precio al optimismo que transmiten algunos funcionarios locales?).

Y llegó a Estados Unidos la misión de Economía y del Banco Central, que intentará avanzar en lo que Kristalina previno.

Puede apostarse doble contra sencillo: el Fondo no tendrá problemas declarativos para aceptar que cometió errores de adjudicación y seguimiento, pero es claramente improbable que eso suponga rever sus exigencias típicas de ajuste estructural.

El Gobierno, como se confiesa en voz más alta que baja, ya descartó que los plazos de pago puedan extenderse (los 10 años que se pretendían 20) y que se eliminen las sobretasas por haber accedido a un préstamo por encima de lo correspondiente (unos mil millones de dólares anuales).

Así, la gran expectativa se deposita en que la reducción del déficit fiscal sea progresiva. Los números finos de ese aspecto son el quid de la cuestión, junto con la emisión monetaria y la dichosa brecha entre los tipos de cambio. Sería una sorpresa que apareciera un conejo de la galera.

¿Cuánto y cómo habrá que sacudir los bolsillos en el esquema tarifario, por ejemplo? ¿Será posible segmentar? ¿La recaudación tributaria, a extraer de quiénes, llegará a compensar desde una economía recuperada la cantidad de divisas necesarias para sostenerla? ¿Aumento de las exportaciones o sustitución de importaciones? ¿Activación productiva sólo con los oligopolios?

Son preguntas básicas, entre tantas, que antes de saberes económicos requieren de sentido común.

También es interesante que, desde el “círculo rojo” y aledaños, haya algunos signos de que no todo el establishment comparte la idea de desestabilización impulsada por los gurkas mediáticos cambiemitas.

Por ejemplo, los dirigentes de la Asociación de Industriales Metalúrgicos (Adimra) se reunieron con funcionarios de Economía y acordaron que el tira y afloje con el Fondo no debe concluir en convenio alguno capaz de trabar recuperación y crecimiento (la distribución la dejamos para después…).

La carta de CFK sobre la negociación con el Fondo, como ya se expresó el lunes pasado en este espacio, resaltó cuatro aspectos centrales sobre los que, pareciera, es forzoso insistir textual y literalmente.

Dijo Cristina:

A) Que lo que se arregle con el organismo podría constituir el más auténtico y verdadero “cepo” del que se tenga memoria para desarrollar al país, si es que el crecimiento se pretende socialmente inclusivo.

B) Que la oposición está indefectiblemente atada a aprobar o no, en el Congreso y según la herramienta que sus propios legisladores votaron, la propuesta de acuerdo a que se llegue.

C) Que nadie está hablando de no reconocer deudas. Eso fue puesto por Cristina en primera persona del singular, precedido del exclamativo “¡y ojo!”, así, entre signos de admiración, como para que tomen nota quienes pretenden un volantazo de default que virtualmente nadie quiere ni en el Gobierno, ni en el Frente de Todos, ni en el FMI, ni en la oposición ampliamente mayoritaria ni, es presumible, entre grandes mayorías populares hartas de terremotos que acaban perjudicándolas.

D) Que la lapicera está en manos presidenciales, que nadie debe engañarse respecto de quién gobierna y que fue el propio Alberto Fernández, el pasado 9 de julio, quien afirmó que jamás deberá esperarse de él la firma de algo que arruine la vida del pueblo argentino, porque antes que eso --también dijo el Presidente, recordó CFK-- preferirá irse a su casa.

Este último señalamiento, en particular, fue destacado por la furiosa oposición mediática (es decir: la oposición conductora) como una muestra de narcicismo y ambigüedad.

Preguntan qué debe entenderse si Cristina subraya que la lapicera no la tiene ella porque gobierna “otro”, que deberá ser esclavo de sus palabras.

Pero no hay tal misterio interpretativo.

Por cierto, Cristina y quienes responden a su jefatura integran el Gobierno en parte fundamental.

¿Podría considerarse, entonces, que la vicepresidenta debió haber sido (más) enfática en su respaldo a las negociaciones del Ejecutivo?

No.

Ella y lo definido como cristinismo o kirchnerismo integran un Frente gobernante y no el Gobierno en su sentido implementativo, aunque tenga funcionarios que se deben al reparto precisamente frentista: esto para Alberto, esto para Cristina, esto para Massa, esto para los movimientos sociales y, post-PASO y 14N, esto para los intendentes del conurbano, esto para los gobernadores, ¿esto para la CGT?, su ruta.

Pero no hay un gobierno compartido ni en los asuntos dispositivos del cotidiano, ni en lo técnico, ni en cómo se encaró la campaña de las primarias y las legislativas, ni en cómo (no) se amalgaman las declaraciones oficiales, ni en cómo no hay una política de comunicación ensamblada, ni en las especificidades de --por caso-- las negociaciones con el FMI.

Sí debería haber una “mesa chica” frentista mucho más frecuente, sin tantas desconfianzas personales ni encuentros sólo bilaterales; algo tan elemental y que sin embargo no existe: juntarse las figuras principales, pongamos… una vez por semana; acordar grandes líneas de acción; trazar caminos que no expongan contradicciones permanentes. Etcétera.

Lo que se comparte son orientaciones generales y, a partir de allí, rigen matices superficiales o acentuados que, tomado el kirchnerismo, lo enseñan como lo más a la izquierda de la coalición.

Pero primero está que es eso, una coalición, y no que es preeminente lo situado a su izquierda.

Quien no lo comprenda, menos que menos entenderá por qué Cristina, como líder natural, indiscutible e insuperable de uno de los grandes espacios populares, debió entronizar a Alberto Fernández como dispositivo electoral ganador.

Si debió hacerlo, fue y es porque tiene la estatura política de interpretar que esta sociedad es la que es, con un componente gorila impresionante que las urnas demostraron invariable. Y no la sociedad que (se) dibujan los alquimistas de la categoría “pueblo”, como si se tratara de una entidad unívoca.

La cita de CFK acerca de que nadie habla de no reconocer la deuda debería ser registrada a dos puntas.

Hacia la derecha, tendría que aceptársela como signo de su responsabilidad institucional.

¿Qué más quieren? Cristina remarcó que de alguna manera hay que pagar.

Pero en lugar de eso, le endilgan un egoísmo que quiere sacarse al muerto de encima.

Y hacia izquierda, debería admitírsele que marcó la cancha para que quien ejerce el mandato “técnicamente” tome nota de que no está dispuesta a admitir cualquier arreglo.

Se verá si eso significa que llegado el momento se dispone a romper, lo cual es harto dudoso porque, justamente, sabe de los bueyes con que ara adentro y afuera.

Es probable que ella misma tenga esa incertidumbre.

Su imagen y alcance ya históricos, al igual que los de Kirchner, están ligados a saber confrontar, provocar, cruzar algunos límites (o varios, o muchos), pero dentro de los marcos locales y universales que impone un capitalismo despótico, productor de papeles pintados, racista, sin enemigo que siquiera lo amortigüe.

Quizás, es apenas una hipótesis, Cristina asimile que los tiempos dan para una épica hasta ahí. Es lo que trasuntó en su carta: que la apuesta debe ser a que el horror dejado por Macri no tiene solución mejor que la menos mala. Y que en eso no debe haber ni un paso atrás, por si a la Corea del Centro del gobierno que integra se le ocurriese descargar ajustes mayores sobre los ajustados eternos.

Son tensiones, son peleas, son marchas y contramarchas. Son a veces movidas hacia adelante, a veces para el costado, a veces en retroceso.

Es la política. Es el poder. No hay ninguna novedad.

La buena y reiteradísima noticia, sin tampoco perder de vista que el liderazgo tan parcial como enorme de Cristina no durará toda la vida y que debe prepararse su “sucesión”, es que se mantiene la disputa.

Nada más y nada menos.