Estaba en El Náutico, el bar de playa donde voy todas las tardes a leer y escribir. Fue hace unas horas: Paula me lo escribió esta tarde de viernes, en whatsapp: “Se fue José hace unos minutos”. Lo que sentí, temor y temblor. Miré el mar, el oleaje calmo del anochecer, sentí el viento. Me dí vuelta, a unos cien metros, en una esquina, está el centro cultural donde despedimos a Juan Forn. No pensaba que una hora después de haberme instalado junto a una ventana, estaría escribiéndote esta carta que no vas a leer, pero la escribo igual. Siempre decíamos que uno escribe para ser leído. Y uno escribe también cuando pueda no serlo. Hemos escrito bajo la censura más oprobiosa, nos la ingeniábamos en la metáfora, escribimos porque confiábamos y confiamos que si bien la literatura no va a cambiar el mundo, puede empujar para que sea más justo. Te escribo de una, sin corregir. Perdón por la autorreferencia: vos lo hacías, también te incluías, comprometiéndote. En este punto, te sigo. El compromiso, un yo que no es onanismo narcisista, capitalista. El compromiso, término que no pudo devaluar la posmodernidad con su idea imperial del fin de la historia. Te reías de esta idea que el neoliberalismo quería imponernos.

Me resisto a entrar en la compasión y la autocompasión, sentimientos tramposos. Nuestra amistad siempre fue contra la mala fe intelectual. Con la intensidad que discutíamos, también nos dedicábamos libros, nos escribíamos y conversábamos hasta el fin de la noche. Pasión, digo. De la intensidad sin vergüenza de su propia naturaleza. ¿Acaso se podía, se puede sentir la literatura de otro modo? ¿Acaso se podía amar esta tierra sin putear contra su destino contrariado por los imperios y los cipayos? Y, si la puteada tenía un motivo, es porque vos dedicabas tu existencia entera y tu obra inabarcable a pensarla: ensayos, novelas, guiones. No conocí a nadie con tanto fervor y tanta lucidez en el análisis. Tal vez Horacio, tu gran compañero, con quien supiste polemizar y también coincidir en la focalización de un enemigo que se introducía en nuestro cotidiano pretendiendo minar la pasión.

Cuando te enfermaste, hace unos años, renegabas: Por qué, me preguntabas. En mi mejor momento, decías. El mal, conjeturabas, tenía que ver con el macrismo, el gangsterismo de los Newman que asaltaron el poder por la vía democrática. Vaya ironía: la democracia también había favorecido antes el surgimiento del nazismo. Ahora, acá, entronizaba los ladrones y la corrupción en todos los órdenes se dedicaba sin vergüenza a la entrega, el vaciamiento y la pauperización de la sociedad. Mientras la depredación se aceleraba, el tiempo de tu enfermedad transcurría lento, implacable. No obstante, le presentabas pelea. Cumplías voluntarioso con los ejercicios de recuperación. Desde la cama, hipermedicado, veías westerns. No podías escribir. Pero volviste a intentarlo, volviste a las contratapas. También a un grupo de estudio. Publicaste más libros, colecciones de artículos que podían ser leídos como diagnóstico de lo que vivíamos. Lo confieso: daba rabia que un tipo que se había dedicado a pensar la historia, la sangre derramada, se encontrara obligado a tipear con sólo una mano. 

“El tiempo se acelera y todo se vuelve pasado cuando aún creemos que vivimos en el filoso presente”, habías escrito en tu gigantesca “La filosofía y el barro de la historia”. “Hay una célebre frase de Heidegger: Cuando el tiempo sea sólo rapidez”. A propósito, reflexionabas: “Hoy es así. El tiempo ya no es lo temporal, ya no lo entendemos ni lo vivimos como acontecimiento histórico. Sólo es instantaneidad, un vértigo que anula el pensar, un zapping que despierta emociones y las anula enseguida pasando a otro tema, a otra cuestión, a otro lugar del mundo”. Contra esta idea del tiempo te rebelabas. Y no te equivocabas: la escritura vence al tiempo. Tu escritura, digo, estoy convencido, da pelea y vence al tiempo. En la página 797, sí, porque tu ensayo tiene esa cantidad de páginas, las sobrepasa, no es un libro, es un tratado y también la indagación de una vida, su historia en la Historia, y ahí decías: “Una ecologista joven que desborda certezas y ganas de vivir defiende la salud del planeta, lucha contra la tala del Amazonas. Alguien, hoy, todavía, pide remedios para el sida en África. Alguien, hoy, todavía, lucha por el sentido profundo de la vida, cree en Dios y le reza y da clases en una villa de emergencia, o es ateo y milita en una agrupación barrial y habla de la democracia directa y el contrapoder porque cree que no hay que dejarle todo a los políticos. Alguien, hoy, todavía, cree como creía Walter Benjamin, que “sólo por amor a los desesperados conservamos aun la esperanza”. Y, por fin, hoy, todavía, sabe que fue también Walter Benjamin el que le dijo a Theodor Adorno, cuando este lo urgió, en 1940, a emigrar a los Estados Unidos: “Todavía hay posiciones que defender en Europa”. Por tanto, vos concluías, asertivo: “Todavía hay causas que defender en este mundo”.

No te escribo, me doy cuenta, por melancolía. Dolor, sí. Y también con la convicción íntima de la verdad que hay en tu razón de ser, la escritura como herramienta pero también como goce y alegría. Ese gusto que da comprobar que las palabras tienen un sentido. Las tuyas, José querido, más vivas que nunca en el país que nos desgarra.