¿Qué puente puede trazarse entre la actualidad y aquél diciembre?

Hay una parte, la más obvia, que parece estar saldada.

Es la del diagnóstico de cómo se llegó al estallido.

Pero ocurre que en esa diagnosis, justamente, se encierra la pregunta renovada de cuáles aspectos del presente no se parecen casi en absoluto a la situación de entonces, y cuáles otros presentan desafíos similares.

Hacia mediados del segundo lustro noventoso, el menemato mostraba síntomas de decadencia, paulatina, ligadas a su imagen de corruptela generalizada.

Era una percepción que, sobre todo, atendía a figuras individuales. No podría hablarse de que rigiera una conciencia ampliamente mayoritaria acerca de las características estructurales de la corrupción. Es decir: que esa podredumbre de negociados a diestra y siniestra respondía al objeto de seguir liquidando al país, mediante el proceso que sólo unos pocos habían designado como el remate de las joyas de la abuela.

Un tema era lo urgente de eficientizar empresas estatales anquilosadas, ineficaces, imbancables; y otro muy distinto era ejecutar su extinción en medio, además, de una orgía de exhibicionismo ricachón, grasuliento, perpetrado por funcionarios protagonistas y “adscriptos” menemistas.

Es por allí que fue colándose la perspectiva de probar electoralmente con, digamos, otros elementos figurativos.

Pero, a pesar de advertencias como el efecto Tequila de 1995 y las devaluaciones brasileñas, que revelaban condiciones internacionales adversas ya propiciadas por la etapa financierizada de la producción capitalista, virtualmente “nadie” se cuestionaba que permanecer en la Convertibilidad era un suicidio de concreción inminente.

Visto con una retrospectiva que hoy debería ponernos demasiado colorados (¿lo hace?), una inmensa, enorme o determinante mayoría de los argentinos continuó creyendo, o queriendo comprarse, que un peso puede ser igual a un dólar.

Como señala Sandra Russo en la nota, que desde el título trazó el eje del peso que nunca fue un dólar, un pasaje alude a aquellas imágenes de la fiebre por los viajes a Miami, la gente regresando con exceso de equipaje, las pieles bronceadas que daban efecto de placer y la divisa estadounidense asimilada como moneda propia, hasta para pagar golosinas en un kiosco o comprarla en una farmacia.

Ese delirio era análogo al de los cuatro años iniciales de la dictadura: la tablita de Martínez de Hoz produjo iguales efectos alucinógenos mientras el país perdía centenares de miles de puestos industriales, hasta que en marzo de 1980 cayó el Banco de Intercambio Regional (BIR, el más importante de los bancos privados) y arrancó el fin de la plata dulce para culminar a la sazón con una de las tantas frases inolvidables de un ministro de Economía, en este caso Lorenzo Sigaut, remitiendo a “quien apueste al dólar, pierde”.

Llegaron las devaluaciones sucesivas y los militares acabarían redoblando la apuesta con ese otro delirio que fue la aventura de Malvinas. Podría afirmarse, en términos de historia social, que se trató de la precuela de diciembre de 2001.

Bajo esa ensoñación del 1 a 1, surgió la fantasía de que era probable persistir con el mismo modelo sólo que extrayéndole la corrupción (aquí cabe personalizar, como para que no se piense que el recordatorio está formulado desde algún pedestal esclarecido: uno también votó al Frepaso y después a De la Rúa/Álvarez).

El experimento duró lo que tenía que durar, Cavallo redivivo fue víctima de su propia criatura y corralito/corralón fueron, en primerísimo lugar como simbología política, el estallido de las expectativas de consumo de la clase media. Con el hambre, como efecto, en los sectores populares.

Sin embargo, y siempre sin perder de vista que seguimos a grandes saltos, a partir de ahí hay una división en dos segmentos claramente diferenciados.

Uno es que la lucha era una sola entre piquete y cacerola.

Las patas cortísimas de esa consigna no merecen mayores consideraciones, excepto por haberse ratificado, ahora e inclusive con expresiones de ultraderecha, que en las franjas medias no quieren identificación alguna con el abajo de la pirámide.

En cambio, el Que se Vayan Todos ofrece un reto algo más complejo que, desde ya, excede a esas otras ensoñaciones acerca de un país entero en estado asambleario, cual soviets que podían contar con la toma del poder al alcance de la mano.

Si se lo aprecia de manera nominal, terminaron quedándose más que los que se fueron.

Pero el espíritu que convocaba a que se fueran todos resultó leído y ejecutado por Néstor Kirchner de un modo impecable e inclusivo de los movimientos sociales paridos por la crisis, de los organismos de Derechos Humanos, de las medidas que se necesitaban para recrear confianza y semblanza de jefatura indubitable. Apenas asumido.

No tiene mucho sentido la discusión todavía vigente acerca de si pudo hacerlo porque el interinato de Duhalde/Remes Lenicov ya le había ajustado en la economía cuanto era menester, y porque el precio de los commodities volaba hacia las nubes.

Bajo condiciones similares, sobran ejemplos de que las circunstancias favorables no se usaron para repartir sino a fines de acentuar la desigualdad.

Esa anomalía kirchnerista se prolonga hasta hoy en su aspecto de que es posible transgredir aun en los marcos del salvajismo neoliberal triunfante. Y mantiene terreno en disputa a pesar de que ya no hay, ni de lejos, el entusiasmo o la aceptación colectivos de aquél debut de lo impensado.

Por el contrario, respecto de esto último, hay la fantasía resucitada de que la derecha todavía tiene herramientas capaces de mejorar la vida popular. Y el drama, el plus a su favor, es que eso sucede a dos años de haber partido tras el fracaso estrepitoso de que podían ser “desarrollistas”; de que no les hace falta robar porque tienen la tarasca a buen resguardo; de que habrían de integrarnos a “el mundo” ése que ahora reclama cobrar la fiesta que se pegaron.

¿Cómo es posible que suceda esto, a nada más que 20 años de haberse reproducido los “errores” de hace 40?

¿Sólo se explica por las memorias populares cada vez más cortas, debido a la lógica del presente perpetuo que instaura la revolución tecnológica (esa sí que permanente…) y su conquista de las subjetividades masivas?

Uno cree interpretar que no.

Cree que hay cosas a las que el denominado “campo popular” debe adecuarse. Y que podríamos estar viejos, o cansados, o indispuestos, para (terminar de) asumir categorías sociológicas, filosóficas, comunicacionales, que quedaron dadas vuelta y ya hace rato.

Pero hay un “clásico” que no cambia: finalmente, sigue pasando que la fortaleza en la conducción política es lo único que, aunque sea, puede mantener a raya lo más bruto del dictado neoliberal.

Esa enseñanza de Kirchner es lo sobreviviente, por la positiva, de diciembre de 2001.