En la última columna escribí sobre un episodio de gerontofobia y eso me dejó pensando toda la semana. No solo por la gran repercusión que tuvo (que agradezco), sino también porque hizo que me replanteara muchos mambos internos que tengo.

Muchxs lectorxs se expresaron en comentarios y opiniones a favor de que las mujeres se liberen de ciertos mandatos y puedan, si lo desean, mostrarse de manera natural con sus canas, celulitis y sus diversos cuerpos sin escuchar las opiniones ajenas.

Paradójicamente, mientras leía y acordaba con ellxs, yo fui cuatro días seguidos esta semana al centro de estética. Con las fiestas pisándonos los talones y un verano pidiendo pista, me invadió una desesperación por enchufarme a 220. El tratamiento elegido fue el de una máquina con dos electrodos gigantes que tiran no sé cuantas pulsaciones por minuto, tratando de eliminar la grasa abdominal que tanto nos atormenta).

Lo comparto con ustedes porque, como les decía la semana pasada, si bien muchxs estamos conscientes de que somos presas de este sistema de consumo que nos machaca el cerebro para desear cuerpos perfectos y adorar a la juventud como fuente de éxito y poder, es muy difícil poder liberarnos de él.

Si bien la mayoría de sus opiniones fueron muy conscientes de esto y a favor de terminar con los prejuicios y los estereotipos, tengo la sensación de que aún no estamos preparadxs culturalmente para aceptar el paso del tiempo. En esta imposibilidad también está pesando una cuota aportada por el patriarcado. Virgine Despentes, escritora feminista, en su libro Teoría King Kong dice algo muy interesante sobre la belleza y los hombres: "La prueba es su tosca alegría cuando ven envejecer a aquellas mujeres que no han podido obtener o a las que les hicieron sufrir. ¿Acaso hay algo más rápido y previsible que la caída de una mujer que ha sido guapa? No hay que tener mucha paciencia para obtener venganza".

¿Cuántos "chistes" como este escuchamos? Un grupo de amigos ve a una mujer hermosa y bromea: "¡Ojo, fijate cómo es la madre!" Jamás escuché este comentario en una situación opuesta. Nosotras no nos preguntamos cómo será el padre. Es un claro ejemplo de la estructura machista: la mujer como un objeto bonito que mostrar o exhibir como un trofeo.

No creo que sea la única causa, pero este tipo de tensiones colabora para que nos volvamos dependientes de los cirujanos plásticos, los centros de estética y las dietas milagrosas. Este rechazo hacia la vejez, de todos modos, no se generó espontáneamente: la madurez puede ser maldita a veces, pero en otros casos, una virtud. De hecho, nuestra cultura occidental experimentó cambios sobre la percepción del envejecimiento y esta idea fue variando según la época.

Por lo general, ya desde las antiguas sociedades romana y griega, la vejez ha sido considerada como una etapa de decrepitud, mientras que la belleza, la fuerza y la juventud eran valoradas por encima de todo. Lo cierto es que griegos y romanos pasaron por distintas etapas políticas y que por momentos existió una visión positiva de los ancianos (varones) a quienes se les otorgaba una gran autoridad y recibían respeto, mientras que en otras perdieron los privilegios.

Según cuentan algunos historiadores, en la época de Aristóteles los atenienses se insurgían muy a menudo contra los ancianos. Sea cual sea el momento, lo que destacan los libros es que envejecer a lo largo de nuestra historia y en las sociedades que influyeron a nuestra cultura casi nunca ha sido igual para varones que para mujeres: las ancianas no han contado con el mismo respeto que el hombre, sobre todo, si estaban solas.

En definitiva, no se trata de intentar justificarnos, pero empezar a conocer la tradición y desarrollo de algunas de nuestras conductas, creo que es el inicio de un futuro cambio. Quizá no lo viva mi generación, quizá todavía tenga que correr mucho botox bajo el puente, pero ojalá las nuevas juventudes puedan experimentar y percibir sus cuerpos sin tanta carga y considerarlos solo como vehículos que nos permiten transitar las distintas etapas de la vida.