Para Pere Sureda, que inspiró este relato

En lo que queda de las selvas de El Impenetrable, cuando se hace noche, hasta las linternas se vuelven inseguras de su haz. Los ruidos de la selva parecen infinitos y, aunque uno los conoce, algunos no son fáciles de identificar. Pero uno sabe que la fauna sabe que la presencia humana es indeseada y que buenas razones tiene el bicherío para ello.

Aquella víspera de Nochebuena íbamos a cenar bagres al vino blanco preparados por Moncho, el morrudo wichí de mirada siempre alerta que era uno de los lugareños que vigilaba el campamento y oficiaba de cocinero y guardián durante el día, cuando todos salían a cumplir sus tareas: reconocimiento territorial, revisión de cámaras trampa, análisis de huellas y guaridas, relevamientos fotográficos. Para el día siguiente, Moncho había prometido una tallarinada con salsa de hongos locales.

Se salía al alba y de a dúos, a veces tríos y con diferentes rumbos. Casi nunca solos, salvo en las inmediaciones del campamento, que era una carpa grande bajo la que había un horno de barro, estantes con provisiones, el generador de luz, una mesa larga y varias sillas de plástico blanco. Alrededor había tres carpas pequeñas con catres de campaña.

Apenas clarear y bien desayunados, facones en cintura y escopetas al hombro que se sabía que jamás debían usarse salvo emergencias, cada pareja o trío se adentró en la selva para trabajar en lo suyo mientras en el campamento, a orillas de la laguna, quedaban Moncho y un par de entomólogos que se pasaban horas clasificando insectos, uno de los tesoros de esas selvas.

Cada quien hacía su tarea en la vasta extensión –más de cien mil hectáreas– de lo que años más tarde sería Parque Nacional. Y al caer la tarde cada dueto o trío regresaba al campamento y era una alegría colectiva compartir observaciones y experiencias. También se hacían colas conversadas para ducharse bajo el tacho agujereado que colgaba de un par de horquetas altas y que todos manteníamos lleno de agua traída de la laguna. Después, intercambiados los hallazgos y con generalizado buen humor, se organizaba un truco de cuatro, o de seis. Marquitos y Romina, entomólogos de la Universidad de La Plata, eran la pareja a vencer desde hacía varias noches. Sergio y María Inés disputaban su habitual partida de ajedrez. Y yo tras limpiar mis cámaras y clasificar fotografías, leía hasta dormirme.

Nunca fui regular en mis viajes al Impenetrable, pero mi emoción es grande cada vez que recorro los casi 500 kilómetros de distancia desde Resistencia, y sobre todo el último tramo, desde Miraflores, que es donde termina el pavimento y empiezan los huellones, guadales o barros impasables hasta Nueva Población y Nueva Pompeya. La carretera abraza lentamente a lugareños y visitantes con su paisaje de quebrachos, urundayes e itines, entre decenas de especies devastadas por la codicia de los repudiados "empresarios" que abaten árboles centenarios y se los llevan en camiones repletos de troncos, espectáculo que desde niño aprendí a despreciar cuando todos los meses y con mi papá al volante de su Ford de ocho cilindros, atravesábamos la selva subtropical chaqueña que ya el "progreso" empezaba a destruir inexorablemente.

Aquella noche antes de servir los bagres, Moncho puso cara de contrariedad a la hora del recuento. Aunque nadie tomaba asistencia en el regreso –éramos catorce en el campamento– de pronto todos advertimos que faltaba Marquitos Sarabia. Nunca supe si era baqueano experimentado o novato como yo, pero sí conocía su currículum: veterinario y docente en una universidad cordobesa, solía venir a investigar el comportamiento de los tapires en manada. Agradable y silencioso, llegaba cada dos meses y esa mañana se había marchado muy temprano rumbo al Bermejito, que es un afluente torrentoso donde había siempre dos kayacs que sólo usaban los muy expertos, sobre todo cuando en temporadas de deshielo en Bolivia y Salta el Bermejo viene sobrado de aguas turbulentas. Todos sabían que de ninguna manera habría cometido el desatino de navegar en soledad en esas aguas.

Pero el hecho cierto era que Marquitos faltaba y eran casi las once de la noche y habíamos cenado, silenciosos y mustios, y cada quien empezaba a mostrar su inquietud. La ausencia de Marquitos era tan evidente como insoportable.

Romina y Sergio fueron los primeros en salir a gritar su nombre en la noche y sólo recibieron como respuesta el eco del silencio, que en la selva es compacto y siempre presagioso. Entonces Sergio, que era su adjunto en la cátedra, anunció que iría a buscarlo. No hubo manera de convencerlo de que era un disparate. Romina se soltó a llorar y quiso acompañarlo, pero no la dejamos. La discusión subió de tono, hasta que Charly, jefe del campamento, dijo que Marcos no era zonzo y sabría sobrevivir, y que si algo malo pasaba sería porque estaba escrito, que es lo que sucede en la vida.

Yo vi la contrariedad estampada en la cara de Sergio, que se calzó el machete bajo la faja, se puso el chambergo de alas anchas, llenó de agua una cantimplora y dijo, con rudeza:

—Nada está escrito —y salió a la noche y se hundió en la espesura.

—Está loco —dijo Charly mirándonos, sorprendido—. De noche no lo va a encontrar y si Marcos no respondió a los gritos es porque está muy lejos.

Pasada la medianoche María Inés y Federico le hacían el aguante a Romina, que no paraba de moquear. Rodo hacía crucigramas y Charly y Moncho mateaban en silencio, sombríos, resistiendo al sueño. Y yo pensaba en Sergio atravesando la selva de noche y a los gritos, decidido como un toro, y entonces me acordé de una escena memorable de una vieja película, "Lawrence de Arabia", en la que Peter O'Toole hace de oficialito inglés, soberbio y archiseguro, y le dice al jefe árabe, Omar Shariff, que su más fiel asistente se retrasó y entonces irá a buscarlo porque andará perdido en la cruel inmensidad del desierto.

Shariff replica que está loco y es inútil que vaya porque "todo está escrito". Entonces Lawrence hace girar su camello y se lanza al desierto mientras todos dan por hecho que las arenas los tragarán.

Pasan las horas y el sol es inclemente. El árabe extraviado camina hasta que se derrumba, justo cuando Lawrence cree verlo en la arena infinita. Azuza al camello, que da tímidos pasos. Se detiene. Mira. Y espolea al animal, que sale al galope. ¡Es su amigo!

Moribundo y de grupas sobre las ancas traseras del camello, el árabe parece partido en dos, pero está vivo. Y con él doblado sobre la grupa, Lawrence vuelve al campamento donde toda la caravana los recibe con gritos de victoria. El camello se echa al suelo y Lawrence desciende. El jefe árabe le pasa un odre con agua y Lawrence bebe, sin quitarle la mirada, y dice: “Nada está escrito".

 

Esa madrugada Sergio encontró a Marquitos dormido, exhausto, bajo un enorme yuchán. Regresaron y esa Nochebuena Moncho cumplió con su promesa.