De la aleación de carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno se ha servido nuestro cerebro para crear la idea de eternidad, y de estos cuatro elementos también se compone el miedo, la culpa, el odio y la crueldad unida al instinto de supervivencia. 

En medio de la dureza del paisaje virtual donde navegan los secretos y miserias de la humanidad, sus perversiones, confidencias, sueños adolescentes, deseos inconfesables, se refugia el presente de esa eternidad envasada, atrapada para siempre en un centro de datos. Hoy el lugar que ocupan los dioses lo ocupa tu iPhone. Es tu conciencia. Lo sabe todo de ti. Duerme bajo tu almohada, pegado a tus sueños, a tu deseo de inmortalidad.

El iPhone de Messi ardió estos días. El “virus este de mierda” -palabras de fin de año- anidó de forma sorpresiva en el jugador argentino. Los dispositivos inteligentes del mundo se estremecieron, y en ese estremecimiento desmesurado se define hoy el núcleo de la modernidad. Serás lo que tu iPhone quiera que seas, y veas.

En 1976, Steve Jobs, fundaba Apple en el garage de su casa. Se sabe que todo buen emprendedor necesita de un garage. Forma parte de la leyenda épica del más famoso “innovador” de todos los tiempos. Desde su diminuto habitáculo californiano emprendió la “larga marcha” que sentó las bases del neocapitalismo feudal tecno-comercial de hoy que lo impregna todo. 

Hay que ver lo que rendían los garages en aquella época. Pronto se consolidó la idea de que el iPhone era un producto nacido de la invención de un cerebro privilegiado, y del emprendimiento exitoso e individual de un desarrollo privado. La máxima fue repetida por el mercado cada día de nuestras vidas. El modelo necesitaba de un relato. 

Tanta meritocracia de garage le resultó excesiva a la profesora de Economía de la Innovación en la Universidad College de Londres, Mariana Mazzucato. Fue entonces cuando la investigadora decidió tirar del hilo y se encontró con una madeja de aplicaciones utilizadas por el iPhone de Jobs, que eran en realidad el resultado de años de investigación pública sostenida con el dinero de los contribuyentes. 

“Toda la tecnología que hace del iPhone un teléfono inteligente es deudora de la visión y el apoyo del Estado”, declaró Mazzucato. Hoy sabemos que la pantalla multitáctil de Jobs -su cola más extendida de pavo real y su secreto mejor guardado- fue un proyecto de éxito de la Universidad de Delaware a través de la Fundación Pública Nacional para la Ciencia. El http, en sus siglas en inglés Hypertext Transfer Protocol, el alma gótica de internet y la base de cualquier intercambio de datos en la Web -documentos, imágenes, videos, scripts- lo desarrolló la Organización Europea para la Energía Nuclear (CERN), de Ginebra. 

La batería de ion de litio el Departamento Público de Energía. El GPS e Internet el Departamento de Defensa. Incluso la voz del asistente Siri recibió dinero del Estado. Las inversiones de alto riesgo y de elevado capital del último siglo nacieron bajo la liquidez del erario público. En su autobiografía Steve Jobs no menciona ni una sola página de aportación pública en su diseño del iPhone. Confesiones inconfesas de un ególatra solemne. Un mérito público convertido en un beneficio privado de cientos de miles de millones de dólares sin una redistribución equitativa de renta y de riqueza. Asombroso.

Y el relato continua. La narrativa nos sigue contando de que la parte dinámica y creativa la proporciona el sector privado, mientras que el Estado es un elefante ineficiente y obsoleto. Si hay algo que nos ha enseñado esta pandemia es que sin lo público somos insignificantes.

Cada época tiene sus ensoñaciones malsanas. Hoy sabemos que cuando Messi envía desde su iPhone un saludo de fin de año lo está enviando la educación pública. Es el cumplimiento de un deseo, de una búsqueda, de un camino. Un lugar sencillo, humano, con las puertas y las voluntades abiertas, donde concebir esa utopía del espíritu.

(*) Ex jugador de Vélez, y Campeón Mundial Juvenil Tokio 1979.