EL CUENTO POR SU AUTOR

Cuando me toca hablar de Castillo cuento siempre la misma anécdota. Lo entrevisté en vivo, vía telefónica para la radio, en 2012. El mejor-peor momento de la charla fue cuando le pregunté el porqué de la presencia de la religión cristiana en su obra (El otro judas, El Evangelio según Van Hutten, Sobre las piedras de Jericó). “¿Leíste los tres libros?”, repreguntó. Tres segundos de silencio en radio son un siglo. “El Evangelio según Van Hutten, solamente”, respondí. “Entonces es una pregunta que, si hubieras leído los tres libros, te tendría que hacer yo –dijo Castillo-: Un escritor no sabe de qué está hecho ni por qué recurre permanentemente a ciertos temas”. El mundo se me vino abajo, pero al final Abelardo me echó un centro y salí a medias indemne del atasco.

Leí “La cuestión de la dama en el Max Lange” varias veces. Sentía que ahí faltaba algo, algo que no se le había escapado a Castillo, sino que Castillo, claramente, había decidido dejar afuera. Hasta que me di cuenta: ¿qué sucedía con el amante de Laura, aquel que la amaba pero, en contra de su voluntad, habría de matarla? No sólo en la perspectiva de su pasado, sino también una vez finalizado el cuento. ¿Por qué Castillo no le había dado voz? Porque no hacía falta; porque era, apenas, una pieza más en el mecanismo de relojería que el personaje-narrador había construido. Algo así plantea Paul Auster: qué sucede con los personajes una vez concluida la ficción. La confluencia de esos dos argumentos me llevó a “Peón dama”.

Hace un par de meses fui a pescar a una isla sobre el río Baradero, no muy lejos de Ramallo, donde sucede el relato. Un isleño apareció de la nada a la hora de la siesta, en busca de unos caballos que se le habían escapado. Usaba gorra y borceguíes, llevaba un facón en la cintura, se movía con muleta y bastón y tenía un ojo deforme. En un momento de la charla comentó que tenía 82 años y que hacía cincuenta que vivía en la isla. No pude evitar preguntarme qué había hecho los treinta y dos años restantes, y tampoco me costó imaginarme -aunque, claro, eso forma parte de la ficción- si no sería éste aquel hombre que había vengado a su Laura para volver a su rancho de tronco, barro y paja, al monte, a los lanchones, a ser uno más de los que viven escapando de la justicia.

Me pregunto qué diría Abelardo si leyera este cuento. No lo sé. Lo único que yo quisiera es salir indemne de su lectura. 



PEÓN DAMA

“Yo a usted lo detesto, y por lo tanto quiero saber

durante mucho tiempo que está vivo”

Abelardo Castillo

El hombre que ahora trepa el muelle para abordar una lancha de pasajeros es delgado, macizo, tiene el pelo largo y desmarañado y los ojos de un marrón turbio. Los años de isla le han instalado en el rostro un gesto oscuro. Ha olvidado su nombre por no ser quien era, y va camino a cumplir con una venganza que se ha cocido en él a fuego lento. Ese hombre, diré, soy yo, y subí a esa lancha con un destino preciso, además del simple deseo de transitar, una vez más, ese río que ya forma parte de mi carne. El mismo río que tantas veces vi crecer y bajar, arrastrar camalotes –incómodos inquilinos pasajeros–, alimañas, náufragos y barcas viejas, llevarse consigo el tiempo como sólo un río puede llevárselo en forma de noches y de días. Lengua amarronada, sinuosa e inquieta en la que perecen mujeres y varones, animales y niños, sea en su cauce o sus orillas, y por la que avanzan y desde la que engullen un pedazo de mundo los grandes barcos extranjeros.

La lancha despegó de la costa y avanzó lento, buscando no dar de lleno contra el oleaje que despedía un buque de carga. Se hamacaba, sí, como se hamacan las hojas de un sauce con la ventisca. Es un mecerse que se mete en el cuerpo y cambia el eje, el concepto de verticalidad, lo desafía. Alrededor, el verde asfixiante de la vegetación, el revoloteo de los pájaros en busca de los peces. Nada a lo que yo no estuviera acostumbrado.

Fueron años de encierro al aire libre, hachando, calando el monte, timoneando lanchones, guiando pescadores, rogando que ninguno me reconociera, en un ranchito de tronco, barro y paja que un lugareño –el Laucha Flores, Dios lo tenga en la gloria– me ayudó a levantar a fuerza de fe y de ingenio. Años de estar guardado como en una madriguera, que me sirvieron para aprender el uso de las armas y conocer gente que escapa de la justicia, obreros a los que el dinero apenas si les alcanza para el mendrugo diario, mujeres e hijos abandonados, linyeras del agua, ricachones que caen los fines de semana para el simulacro de sobrevivir con lo que madre tierra les obsequia. La amistad de los parroquianos en el bar de la Isla del Este: González, borracho por unanimidad; los hermanos Gutre, bisnietos de irlandeses, que venían escapando de Brasil; el sueco Swerberg, que había caído para trazar un canal como maquinista de draga y, después de sobrevivir a una picadura de yarará, decidió bajarse del proyecto y se quedó a buscar revancha contra las alimañas del monte; el viejo Rojas, renegado como pocos, pescador como ninguno, el único que bien sabe cuándo un pique es de dorado, de pacú, de surubí o de tararira, o cuándo, para su desgracia, porque las detesta y las teme, de raya. Una fauna humana que jamás hubiese conocido si no hubiese sucedido lo que sucedió. Años pensándome en tercera persona, porque es cierto que verse a uno mismo desde afuera es siempre una trampa estúpida o una quimera, pero es también una forma de medirse con lo que se ha sido y con lo que, ingenua y tenazmente, se sospecha que se podrá ser.

Quizás por eso no pude enamorarme de Elena, isleña también ella, a pesar de que estuvimos arrimados en el rancho por un buen tiempo. No podía explicarle, no pude explicarle nunca a Elena que, al morir Laura –al haberla matado, al haber estado obligado a matarla como lo hice–, el amor había muerto también en mí. Ebrio soñaba con Laura, su cuerpo desnudo, lo que ese cuerpo desnudo me obsequiaba y lo que yo le obsequiaba en cada encuentro: arrebatos, sudores, jadeos, palabras sucias, amparados en la tenue luz de la clandestinidad. Pero en aquellos sueños aparecían, también, su cara desfigurada, el impacto involuntario de la bala. Laura, yo, y el monstruoso mentor de su muerte. Era como vivir en dos escenas distintas al mismo tiempo, inconcebibles las dos, irreales de tan reales: en una, yo mataba a mi amante; en la otra, mataba al hombre que me había obligado a hacerlo. La primera ya había ocurrido; la segunda estaba por cumplirse.

Bajé de la lancha apenas atracó en el muelle y fui directo al baño del club de pescadores. Abrí el bolso, saqué los harapos que cuidadosamente había seleccionado y me cambié. Puse unos pocos trastos en un morral –revólver, pistola, guantes, apuntes, documentos falsos, una muda de ropa–, salí y tiré el bolso con el resto de las cosas en un cesto de basura.

Me pregunté cómo estaría el pueblo después de tanto tiempo, cómo habría hecho para seguir asimilando y reproduciendo su propia vulgaridad, esa vuelta al perro que parecía ser el centro de su existencia. Yo tendría que convivir, al menos por un tiempo, con ese ritmo apretado, su idiosincrasia, la abúlica repetición que me había pertenecido y de la que, indulgente, había sido parte. Sólo que, esta vez, nadie más que yo lo sabría y de mí dependía que no lo descubrieran. Para ellos sería un ciruja más de los tantos que abundan en el mundo.

El río, desde la barranca, parecía otro y el mismo. Las islas eran ahora un paisaje de fotografía, una imagen indefinida entre el oro y el barro, propia de un suplemento de turismo. En ellas había vivido en los márgenes de la civilización por necesidad; en la ciudad lo haría por elección. Me había ido como prófugo; volvía como linyera.

Los primeros días boyé por el pueblo con el doble propósito de reconocer y ser reconocido. Tantear el terreno y hacerme ver, generar acostumbramiento en los vecinos. Al principio, como era de sospecharse, hubo miradas recelosas. Un linyera no aparece, así como así, de la nada, en un lugar donde todos se conocen, y pasa desapercibido. La irrupción de ese tipo de personajes se vuelve notoria y la primera imagen, siempre, es de rechazo. El resto no había cambiado tanto; era una ciudad chica y lo seguiría siendo. Pero de a poco fui haciéndome parte del paisaje.

Frecuentaba los kioscos de la Avenida San Martín y otros comercios de la Avenida Savio. En una rotisería de barrio se apiadaron y me ofrecieron de comer. El andrajo en que me había convertido daba sus resultados. Tuve suerte de que la policía nunca me detuviera ni registrara mi bolso. Caminaba por la costa cuando el sol era tibio, me guarecía de la lluvia en cajeros, obras en construcción y galerías, aprendí a dormir en lugares insospechados. Mentí y me reduje, como el peón que sabe que debe sacrificarse para, en el futuro, salvar a la reina.

Mientras tanto, en mis vagabundeos, recorría los tres lugares que serían fundamentales para ir por mi objetivo: el Círculo de Ajedrez; la casa del ingeniero Gontrán, aquel al que habría de matar; y la del profesor de matemáticas, al que culparían de ese asesinato. Ese hombre, que había subestimado mi inteligencia, al que yo odiaba con toda mi sangre, la futura víctima de mi venganza, seguía viviendo en el mismo chalet de tejas rojas y ladrillo a la vista en el que Laura había pasado sus últimos años, atada a un tipo feroz y frío que apenas si la quería y la trataba como a una propiedad más, y cuyo único orgullo era jactarse de haberle dejado ganar aquella partida al ingeniero Gontrán con el solo fin de castigar un amor. Luego, en el Círculo de Ajedrez, con el pretexto de beber unos vinos y guarecerme del desamparo de la noche, fue que me enteré de que el profesor de matemáticas había abandonado la competencia, seguramente refugiado en esa derrota que él creía un triunfo. Por último, sí, el turno del ingeniero Gontrán, el inocente que había quedado como el gran y equívoco ganador de aquella partida histórica contra el profesor de matemáticas y que ahora debía pagar con su vida para justificar un desagravio ajeno.

Con él, el trabajo debió ser más delicado.

Una o dos veces por semana acudía a su casa para pedir algún mendrugo, solicitud a la que este pobre sujeto se prestaba con la mejor de las voluntades. Fui creando algo cercano a la confianza, dialogando sobre temas varios, a cuál de ellos más irrelevantes. Hasta que un día le pregunté, como al pasar, si gustaba de jugar al ajedrez –un macetero con forma de alfil en el jardín del frente me dio el pie perfecto–, y fue esa la frase que me abrió las puertas de su casa. Quiso enterarse, antes, de cómo un hombre como yo conocía las reglas de ese juego, qué me había llevado a vivir en la calle, si no había pensado en retomar las formas convencionales de la civilización. Inventé una vida, mentí sobre derivas, frustraciones, errores propios y traiciones. Nada que no me generara una culpa congénita, diré, pero que no lograba desviarme de mi propósito final. Quedamos en que al día siguiente pasaría para disputar algunas partidas. Mis visitas eran siempre diurnas; aquella, la última, sería nocturna.

Se entraba a la casa del ingeniero Gontrán por un largo pasillo que conducía a una recepción en penumbras, apenas amueblada con un par de mecedoras de mimbre y una alfombra descolorida sobre la que dormitaba un gato. De allí pasamos a un comedor, desde el cual se vislumbraban la cocina y el baño, y luego a su estudio: una inmensa biblioteca de pared a la izquierda, un escritorio de espaldas al ventanal, dos sillones de pana verde y la mesa con el tablero en el centro. Imaginé a ese individuo solo, en un caserón de ese tamaño, durante décadas, repitiendo sus rutinas de una manera fatal.

Me quité el morral y saqué el fajo de apuntes.

-Descubrí cómo resolver la cuestión de la dama en el Max Lange –dije.

La sorpresa que generaron esas palabras en su rostro, propia del mediocre que sabe que su pasión supera a su conocimiento, fue menor al momento en que me vio sacar el revólver.

-Perdone, ingeniero.

Di unos pasos hacia él y le disparé a quemarropa.

La culpa, sabemos, es un veneno, y su mejor antídoto es el odio.

Levanté el teléfono y marqué el número que bien guardaba en mi memoria. El profesor de matemáticas atendió al tercer o cuarto timbre. Traté de imitar la voz del ingeniero y fui directo al grano

-Habla Gontrán. Descubrí cómo resolver la cuestión de la dama en el Max Lange –. La sola pronunciación de esa frase, sabía, era como una daga en el centro de su vanidad-. Lo espero en mi casa en una hora. Entre nomás, usted ya conoce, estoy en el estudio –y corté.

Me calcé los guantes, acomodé el cuerpo en el sillón de pana verde frente al tablero, apagué la luz principal y encendí una lámpara de pie, limpié la empuñadura del revólver y me puse la segunda pistola, que todavía guardaba en el morral, en un bolsillo del pantalón.

Luego desparramé los apuntes, busqué una máquina de escribir –todo ingeniero debía tenerla–, los transcribí en dos copias, con papel carbónico, guardé las copias en el morral y abandoné las supuestas cartas del profesor de matemáticas, como al azar, sobre el escritorio, junto al revólver. Me quedaron unos pocos minutos para limpiar la escena, fumar un cigarrillo y ordenar los pensamientos.

Minutos después lo oí atravesar la recepción, el comedor y entrar a la biblioteca. No encuentro palabras para describir su expresión al verme de pie, en la habitación, pistola en mano, bajo la penumbra de la lámpara, y al advertir, acto seguido, al ingeniero Gontrán ensangrentado, el agujero de bala aun fresco en su cabeza.

-Tome asiento –le dije, señalando el otro sillón de pana verde con la pistola-, y no intenta nada, porque de nada le servirá.

Fue a sentarse en silencio, los ojos descomunalmente abiertos, un leve temblequeo en la boca.

-Muy bien. Ahora me toca hablar a mí. ¿Tiene tiempo? Imagino que sí. De todas maneras, tendrá que tenerlo. Así que comencemos por el principio. Usted mismo me deseó, aquella noche, una vida en las islas o viajando en trenes de carga. Pues bien, le hice caso en una de ellas. Pero no llegué a ser perseguido por la policía de la provincia, supe sortearlo, y acá me tiene. No sé qué sentido habrán tenido para usted todos estos años; yo me encargué de sobrevivir con el único objetivo de que esta, la segunda noche, fuera una realidad. No voy a explicarle cada detalle. Usted podrá descubrir algunas cosas solito, y la policía se encargará del resto. Por ejemplo, estas cartas –con la pistola señalé el escritorio– llenas de rencor y desprecio, donde usted le pide a Gontrán, durante años, una nueva oportunidad, lo desafía reiteradamente mientras él ni siquiera se digna a responderle. No le queda otra, entonces, que definirlo como un pedante, un engreído que nunca aceptó el desquite de aquella famosa partida, y amenaza con matarlo. La soberbia, ay, falsa y dulce superioridad que usted tan bien conoce.

Encendí un cigarrillo, pité hondo.

-Repetiré sus palabras: ¿vio las cosas que es capaz de hacer un cretino de inteligencia apenas rudimentaria?

Intentó hablar, pero me bastó amartillar la pistola para que se callara.

-Ya ve: en esta historia siempre mueren los inocentes. Primero Laura, ahora Gontrán. Éramos cuatro en este juego: ella, el ingeniero, usted y yo. A partir de hoy sólo quedan dos. El mundo entero ignorará la verdad sobre quién mató a quién, y cada vez que la busque dará con una respuesta equivocada. Una vez más, ejecutor y asesino se confunden.

Me acerqué y le puse la pistola en la cabeza.

-Toque el cadáver con sus manos.

El asombro de su rostro lo dijo todo. Vi como su orgullo se derretía lentamente.

-Haga lo que le digo, tóquelo, o también usted muere. Llénese las manos con la sangre del ingeniero Gontrán, como si fuera la de Laura.

Lo vi acercarse, tembloroso, al cuerpo, frotar sus manos contra el rostro cada vez un poco más frío.

-Más.

Las manos se le tiñeron de rojo. Disfruté al verlo: el sujeto más deleznable del mundo revolcándose en el barro de su propia miseria.

-Más.

Me prometí nunca olvidar ese momento.

-Ahora agarre el revólver que está sobre la mesa. Y no se le ocurra ninguna loca idea. Está descargado. La única bala que tenía ya hizo lo suyo.

Una vez lo tuvo en la mano, me calcé el morral:

-Usted me la quitó –dije-. Usted me hizo matarla y pagar por ello. Ahora es su turno.

Lo golpeé en la nuca con el mango de la pistola; cayó al suelo, aturdido.

Llamé a la policía y dije que alguien había matado al ingeniero Gontrán en su casa. Aguardé unos minutos, para cerciorarme de que el profesor de matemáticas no se levantara, y salí a la calle. El pueblo, a esa hora, era un paraje yermo y oscuro.

No queda mucho que agregar. Sabía el horario en que partía la primera lancha de la mañana desde el club de pescadores. Sabía que en la isla me esperaban el rancho de tronco, barro y paja, el monte, los lanchones, los parroquianos del bar, los que, como yo, viven escapando de la justicia.