Antes de que el agua corriente llegara a las casas, mujeres madrileñas se arrodillaban a la vera del río Manzanares cada mañana para empezar la dura faena de fregar y fregar. Las lavanderas del Manzanares, como se les conoce, se dejaban la piel en largas jornadas que les reportaban un sueldito ínfimo, apenas tomándose un recreo para darle la teta a sus bebés. “Hasta que se abrió el Asilo de las Lavanderas, en 1872, tenían que llevarse a sus hijos con ellas”, recuerda la escritora y periodista española Victoria Gallardo sobre estas laburantes, que fueron representadas en sainetes y zarzuelas (por ejemplo, El chaleco blanco), también en obras pictóricas como Las lavanderas, de 1780, cartón para tapiz de Goya. Para el imaginario popular, señala VG, “la escena ha quedado como un momento alegre, bucólico: ‘¡Qué bonito cómo cantaban mientras limpiaban la ropa!’ Pero en verdad muchas morían literalmente de frío. Estremece la naturalidad con la que se menciona en los periódicos de época, en apenas una línea, como si fuera algo de todos los días”.

Expuestas a nevadas y lluvias, con las manos maltrechas por la lejía y las aguas heladas, con las articulaciones hechas trizas y sintiendo miedo constante a perder una prenda (que debían reponer de sus bolsillos) a causa de una crecida, entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX llegaron a haber unas 5 mil lavanderas ocupándose de los trapos sucios de Madrid. Muchas de ellas, asentadas en las cercanías, rentaban un cuartito por unos céntimos en el Barrio de las Injurias, un poblado de chabolas donde las condiciones de vida eran paupérrimas, pero que les permitía descansar tras 14 horas haciendo la colada (como le dicen por esas latitudes al lavado de la ropa).

“Sin nostalgia ni dulcificación”, con afán de justicia y memoria, a estas y otras trabajadoras dedica su libro la mentada Victoria Gallardo (Madrid, 1990), autora del libro Fuimos indómitas, que acaba de editarse en España. Se trata, como su subtítulo indica, de Un recorrido por los oficios desaparecidos de las mujeres de Madrid, que parte de 1850 y va hilvanando historias de aguadoras, castañeras, cigarreras, telefonistas, taquilleras de subte, modistillas (“que en las crónicas de época, aparecen reclamando novio al santo de turno en las fiestas populares, cuando lo que en realidad pedían eran mejores condiciones laborales”). Damas que salieron a ganarse en pan en ocupaciones marginadas, minusvaloradas, que hoy están extintas -o prácticamente extintas- por natural devenir: las costumbres que cambian, las tecnologías que avanzan… “Ellas mujeres fueron nuestras bisabuelas, abuelas y madres, pioneras en la subsistencia y en la voluntad de rompehielos, que son el sustrato donde las nietas florecimos”, son las sentidas palabras que dedica a Fuimos indómitas la periodista Ruth Díaz, colega de VG en el diario El Mundo.

Castañera de Madrid, dibujada por Doré, 1862

“Me di cuenta de lo poco que sabía de las vidas anónimas de las mujeres de mi ciudad. Apenas aparecen en los libros de Historia. Si lo hacen, es de soslayo, sin explicar que muchas eran cabeza de familia, madres solteras o viudas, ni cómo compaginaban sus oficios con el trabajo que esperaba en casa”, comparte sus motivaciones Gallardo, que no quiso “poner en boca de ninguna palabras que no hubieran dicho, o en su defecto, que no hubieran dicho sus hijas, nietas, bisnietas”. De allí que, además de zambullirse en hemerotecas durante dos años, fuera a fuentes directas. Y que, precisamente al faltarle testimonios de primera mano, dejase de lado otros oficios de antaño, mayormente ejercidos por mujeres, “como el de las piperas que vendían golosinas en la puerta de los colegios”.

Telefonistas

Entre los que sí visita en las páginas de su libro, están las telefonistas: operadoras que -con precisión y pericia- conectaban clavijas y accionaban conmutadores en centralitas, atendiendo y redirigiendo llamadas en días en los que pocos podían jactarse de tener línea fija. Una labor la mar de repetitiva que demandaba paciencia y extrema cortesía, además de otros estrictos requisitos: tener entre 18 y 27 pirulos, no usar anteojos, ser capaces de estirar los brazos -como mínimo- 155 centímetros. También era condición sine qua non que estuvieran solteras; al primer atisbo de boda, debían presentar la renuncia. “Se presuponía que, porque caían sobre ellas las cargas familiares y reproductivas, serían menos eficientes en sus empleos, impuntuales e inconstantes”, desgrana Victoria Gallardo Romero (que trae a colación que la gran Clara Campoamor fue telefonista, asimismo modistilla y dependienta de comercio, mucho antes de ganar la pulseada por el sufragio femenino). La misma -absurda- exigencia de soltería pesaba sobre las taquilleras de subte: expedir y marcar los boletos era, a consideración del Metro de Madrid, incompatible con el matrimonio, una premisa que se sostuvo… ¡hasta 1984!

Taquilleras

Entre las más icónicas, y mejor organizadas, cita a las cigarreras de la Fábrica de Tabacos, en Lavapiés, pioneras en la reivindicación de los derechos laborales, que lucharon a capa y espada: para terminar con las horas a destajo, cobrar licencia por enfermedad, conseguir casa de cuna para sus hijos, asilo para las jubiladas… “La importancia y el peso que tuvo este gremio dentro del movimiento feminista y del movimiento obrero fue brutal. Las redes de apoyo que se tejían dentro de las fábricas luego se trasladaban fuera”, resalta VG, y menciona un ejemplo ilustrativo: cuando a una le echaban la bronca por encenderse un pucho en el trabajo, las demás… se prendían un pitillo. Expresando además, a viva voz, su fastidio porque los tipos sí podían fumar en la fábrica.

“Cualquiera tiene en el imaginario, por caso, a la cigarrera de ojos negros y cuchillo en la liga, deslenguada y atrevida, mujer de ‘rompe y rasga’; sin embargo, nadie menciona que padecían problemas oculares y respiratorios a causa de las malas condiciones, la nicotina y el polvo de tabaco”, expresa VG, y pronto suma: “A todas ellas les debemos mucho más que el trabajo de sus manos: demostraron que solas no podemos, pero juntas, sí. Les debemos el relato real frente a aquel que tanto se ha romantizado en la literatura o los medios de comunicación”.