La realizadora salteña Daniela Seggiaro vuelve al largometraje casi diez años después de su ópera prima, Nosilatiaj. La belleza (2012). Al igual que aquélla, Husek –que se estrena este jueves en el Cine Gaumont y en la plataforma Cine.ar Play bajo la modalidad Estrenos– indaga en el choque cultural entre la cosmogonía wichí y la de un mundo occidental cuyo vínculo con la naturaleza está atravesado por la búsqueda del lucro y la idea del cemento y asfalto como sinónimos de avance. 

Un choque que vivencia en carne propia Ana (Verónica Gerez), una joven arquitecta empleada pública que viaja hasta un pequeño paraje en el Chaco Salteño donde conoce a Leonel (Leonel Gutiérrez) y a su abuelo y cacique Valentino (Juan Rivero). La relación empieza con el pie izquierdo: la comunidad objeta el proyecto urbanístico de los funcionarios locales, y estos últimos no parecen dispuestos a entablar un diálogo sincero. Ana, desde su lugar de engranaje en un sistema que la excede, comienza a observarse a sí misma como eslabón de un vínculo desigual y a distanciarse de las certezas de su propia cultura.

Estrenada en el reputado FIDMarseille, donde se llevó una Mención Especial, y parte de la Competencia Nacional del último Festival de Mar del Plata, Husek tuvo su génesis durante una visita de la directora al Chaco salteño para realizar un trabajo para la Universidad de Salta. Allí escuchó la historia de un fuerte que, luego de una batalla muy grande, fue abandonado por las comunidades locales: no podían convivir con los recuerdos traumáticos que despertaba esa construcción ruinosa. “En un momento estaba preparando un documental sobre la lengua wichí, y apareció la idea de una película vinculada a pensar qué pasa en esos momentos en los que se proyectan espacios que son como irrupciones en un territorio donde la gente no está del todo de acuerdo. Y qué pasa en la conversación, en ese vínculo. Era muy clara la importancia de ese lugar en la reconfiguración del espacio y la habitabilidad”, recuerda Seggiaro ante Página/12.

-Si bien gran parte de la película tiene una impronta documental, el relato se enmarca en una ficción. ¿Cómo manejaste ese balance?

-Filmamos todo de una misma manera, pero ciertos espacios y cuerpos imprimen su impronta. Por ejemplo, todo lo que filmamos en la Municipalidad de Salta también está cerca de algo documental, porque filmamos sin que los trabajadores frenaran. Pero los espacios citadinos son menos considerados como documental que las imágenes de lo indígena. De todas formas, queríamos hacer una ficción filmada como documental. Si bien hicimos retomas y está todo muy construido, la forma de filmar da esa sensación.

-Más allá de la construcción ficcional, puede suponerse que mucho de lo que ocurre está basado en situaciones reales. ¿Es así?

-Los protagonistas están representando personajes. Hay situaciones basadas en cuestiones reales, pero todo trabajado desde la ficción. Juan Rivero, por ejemplo, hizo una composición para hacer de cacique. Desde el casting buscamos actores que tuvieran la energía de los personajes, pero realmente están todos componiendo. De hecho, hay ropa que Lionel no se pondría nunca, y le costaba ponérsela. Después le gustó porque se dio cuenta que no era él sino otra persona.

-En Nosilatiaj había una tensión entre el ideario wichí y el del resto de la sociedad. Aquí, en cambio, la tensión es con el Estado. ¿Qué te interesó de esa relación?

-Me parecía interesante ubicarnos en otro lugar. Creo que ninguna de las dos películas habla solamente sobre el mundo wichí o ciertos personajes "blancos", sino que tratan de pensar qué pasa en ese encuentro. Quería encontrar una zona que involucrara un poco más a la clase media y profesional, vinculada a roles estatales y la toma de decisiones: ¿Qué pasa cuando a alguien le toca ser parte de un engranaje y toma decisiones que exceden a esas personas, pero a la vez las afectan? La película se propone observar eso. No se plantea como respuesta ni tiene una construcción binaria del Bien y el Mal, sino que muestra ese encuentro, ese diálogo. Me gustaba ver, por ejemplo, qué le pasaba a Ana, que queda atrapada, pero a la vez es su trabajo.

-¿El arco dramático que recorre Ana refleja una toma de conciencia sobre la verdadera dimensión del problema?

-No sé si es una toma de conciencia o más bien empezar a perder las certezas de que las cosas son de una determinada manera. ¿Por qué son así? ¿Por qué se van a encontrar con topadoras? ¿Tiene que ser así? Es necesario perder un poco las certezas para pensar otras formas, porque estamos hablando de un territorio en emergencia y es urgente que se recomponga el diálogo. Se arrastran prácticas históricas, y la idea de que las cosas son así es una construcción. Lo que empieza pasarle a Ana es eso. Además, creo que en general no es una mujer muy convencida, si deconstruimos un poco al personaje. En ese no convencimiento puede entrar la duda y empezar a disolver certezas que, en realidad, son construcciones muchas veces injustas.

-Recién mencionabas "emergencia", y es una emergencia de múltiples aristas: habitual, social, económica...

-Totalmente. Pero hay grandes luchas dadas que van dando sus frutos. Es fundamental la apertura de un diálogo más sincero y real, además de incluir el punto de vista indígena en las narrativas, en las políticas, en todo. Más aún para tomar decisiones sobre un territorio y las personas que viven ahí. Esa era un poco nuestra intención: pensar esos elementos, ponerlos a funcionar y verlos. No buscábamos cerrar conceptos, sino armar algo donde se pueda observar y observarse. Y si en algún momento alguna escena ayuda a repensar el lugar que nos toca, buenísimo.

-A diferencia de lo que ocurría en tu primera película, que tenía una protagonista más sumisa que se adecuaba a ese status quo, aquí hay una voluntad en los wichís de luchar por lo que creen que es suyo.

-Mientras pensábamos la película, hablamos mucho sobre una generación de personas wichí que hoy rondan los 50 o 60 años, lucharon por sus derechos y consiguieron muchas cosas, aunque otras tantas quedaron relegadas. Nos gustaba la idea de hacer un homenaje a esa generación. En general, los hombres estaban como caras visibles porque muchas mujeres no tenían incorporado el castellano y quedaron como las que sostenían desde otro lugar. Creo que es una dimensión que a veces no se ve. Se ve solo la falta, pero no el esfuerzo por abrir ese diálogo. Si no, queda la idea de sumisión o que no se quiere hablar ni acordar, pero conociendo un poco la zona y a las personas me parece que es todo lo contrario, que hay una voluntad de encontrar puntos de encuentro para que todo sea un poco más justo. De hecho, estos años de pandemia fueron muy fuertes y generaron un cambio muy grande: muchos de esos líderes murieron y se vino un cambio generacional que ya se estaba preparando y que la película ya insinuaba.