A Guadi y Carme por la ternura, siempre.

 

En la década del ‘80, mi madre tenía lo que se decía un “Polirubro” -que no es sinónimo de Minimarket, si es que los sinónimos existen- en el que podías encontrar desde galletitas sueltas hasta ropa interior, así como también, el mapa y el compás que te había pedido la maestra. Todo había comenzado con una ventanita pequeña con celosía de metal. Mi padre había construido un banquito que le permitía, a les más peques, alcanzar el umbral de la ventana. De un día para el otro, -para mí fue como un acto mágico porque no sé cuándo ocurrió- apareció la vidriera y la persiana. Más tarde, llegó el cartel con la letra caligráfica de don Rosales, un letrista que trabaja para una conocida marca de gaseosas.

Había fechas, como el 6 de enero, que el kiosco se convertía en la Galería La Favorita. Días antes, mi madre armaba una gran vidriera que decoraba con guirnaldas y luces. Pasaba varias horas mirando qué ponía en cada lugar, qué combinaba, qué era estratégico, qué de todo lo “caro” que había comprado, era conveniente que se viera antes de entrar. Todos los cinco de enero, parte del negocio, salía a la puerta y tomaba sol durante toda la tarde, arriba del tablón o colgado de un soga que iba de una punta a la otra de la vidriera. Cada cosa tenía un cartelito con el precio en australes. Eso ayudaba a que la gente pudiera pensar y decidir mientras mi mamá atendía a alguna otra persona.

Esos días, mi abuelo se sentaba en la puerta, con el respaldo de la silla para adelante como trabando el cuerpo. La mallita blanca quedaba recortada por los barrotes y el toc, toc de su bastón acompañaba con miradas para que nadie se llevara nada antes de pagarlo o anotarlo a fiado. Mientras, con mi hermana menor llenábamos de moñitos las canastitas y si se desbordaba mucho la cosa, mi madre me daba el privilegio de envolver. Me cortaba una tira de papel que me alcanzara y quedamos así, como dos vendedoras solo separadas por el racionador de cinta. Durante la jornada, hasta nos animábamos a darle alguna forma a los paquetes, lo que la clientela recibía con gran alegría.

De pequeña, nunca asocié que muchos de los regalos que los Reyes me traían o les traían a mis amiguitas de la cuadra, eran del negocio de mi mamá. Para ello, tenía varios relatos que funcionaban como respuesta y todos terminaban siendo verdad cuando los camellos y sus muchachos, entraban en la casa, haciendo terribles desmadres con el pasto y el agua. Alguna que otra vez aparecían preguntas como: ¿qué comían los Reyes? o, ¿cómo entraban los camellos a mi casa? Todas tenían respuestas fiables: “los Reyes traen comida arriba de sus camellos. Por eso no les dejamos comida a ellos”; “los camellos se quedan afuera o se vuelven muy elásticos para entrar”. Ninguna respuesta era inverosímil, incluso la que pudiera ser más contraria y rara para la misma biología. En mi casa materna, se habían ocupado de construir un relato firme y creíble que era más feliz que él contaba mi vecino de enfrente en el que no existía nada ni nadie y todo eran los padres. Es imposible en la vida de cualquier ser humano, de la edad que sea, que todo sean los padres. Nada ni nadie puede ser todo. Necesitamos inventarnos, imaginarnos, crear otras realidades, otros seres que también nos pueden hacer felices. Además, los padres no tenían tiempo de verdad para hacer lo que sí hacían estos seres mágicos: leer las cartas, comprar o hacer los regalos y llevar cada uno a quien lo había pedido.

Eso explicaba mi despreocupación o mi falta de hipótesis sobre los regalos que traían los Reyes y las cosas que vendía mi mamá. La única preocupación real para mi hermana y para mí era si nos habíamos portado bien como para que nos trajeran regalos. Cabe destacar que los días previos, parecíamos más buenas. ¡No fuera cosa que alguien le informara a los Reyes! Una vez cumplida esa condición, nos quedaba hacer la carta. Poníamos mucho empeño para que la letra fuera clara porque sabíamos que los Reyes tenían más años de lo que podíamos calcular y no queríamos darle más trabajo del que tenían ni que se equivocaran de regalo. Una vez hecha la carta, se dejaba en el árbol y luego mi mamá se las hacía llegar a alguien, que al parecer, se las daba a los Reyes.

A veces, unos días antes, mi madre hablaba con la gente que trabajaba con ellos y que tenían algunas cosas pero no otras. Entonces, aparecían nuevos juguetes diferentes a los que habíamos pedido, más económicos. Ante la queja, mi madre argumentaba siempre lo mismo: “Si traen solo lo que quieren ustedes tal cual, no les va a alcanzar para llevarles a todos los chicos. Y todos los chicos quieren recibir su regalo”. El argumento funcionaba porque no erámos niñas tiranas y nos dolía pensar que si nosotras abusábamos pidiendo, otrxs no tendrían.

Al día de hoy, recibo regalos de Reyes y de Navidad. Ya no escribo cartas porque tengo una línea más directa con estos seres. Al día de hoy, sostengo los relatos que ayudan a creer. Me gusta confesarle a lxs niñxs y también a lxs adultxs incrédulxs, que todos los seres mágicos, existen. Porque esa es la verdad.

Hace unos días, volví a leer cartitas de Reyes, escritas con letra de Primaria. Las palabras danzaban y me llevaban de regreso a ese lugar querido y cierto: escribir una carta, esperar que lleguen las doce para que aparezca Papá Noel o levantarse a ver qué hay en los zapatos, es mucho más que un mito capitalista. Es la posibilidad de no vencernos ante una única realidad. Es la posibilidad de otras realidades menos destructivas y más amorosas. Porque La Nada es eso: El vacío que queda. Es como una desesperación que destruye este mundo.

Escribir una carta y esperar su respuesta ya sea una palabra o un regalo. Tomarse el tiempo de escribirla y dejar el sobre a los pies del árbol, es fundar un acto mágico. Quien escribe sabe esperar y esperar amorosamente a que su pedido sea escuchado. Por eso se escribe con esperanza en la lectura demorada de la letra, a veces tambaleante y mayúscula, que les pregunta a los Reyes o que espera que Papá Noel esté pensando en la manito que escribe, para que cuando reparta, no se olvide de nadie.

Cuidamos los relatos creadores, las letras escritas que nos conmueven porque La Nada está siempre atenta, esperando que nos desalentemos. Que dejemos de cuidar los sueños y los deseos, de acariciarlos y llevarlos a dormir con nosotrxs como si fuera un animalito que busca cobijo. Porque el mundo puede desaparecer o resurgir, después de todo: Cada parte, cada criatura, pertenecen al mundo de los sueños y esperanzas de la humanidad. Por consiguiente, no existen límites para Fantasía.

Cada instante puede ser epifánico. Una cartita puede ser una revelación. Solo tenemos que deternernos, escuchar, leer y volver a creer.

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