En el caso de los varones, los suegros han dado menos material que las suegras para los catálogos y las bromas. Sobre ellas, hay listas de cinco elementos, de siete, diez, once, veinticinco: para todos los gustos. La suegra del “no me quiero meter, pero…”; la del “si me hubieran hecho caso”; la del “este dolor me está matando”; la suegra del “ahora que él no está, nena, y podemos hablar tranquilas…”.

En cambio, la heráldica de los suegros es bastante más anodina y poco representativa, por lo que en realidad se ahorra el tiempo hablando de los ejemplares más que de la especie. El mío, se llamaba Joseba, y le decían “el Vasco”.

Había nacido en Bilbao, y llegado a la Argentina siendo un niño, con su madre embarazada y cinco hermanos. Renegaba de los argentinos que criticaban el país: “no saben lo que es sufrir”. Él, lo había aprendido temprano: los primeros años en su nuevo suelo, los menores escuchaban la sirena de una ambulancia y se zambullían bajo la mesa del comedor. Francisco Franco y la Luttwaffe habían dejado su marca.

“Quince aviones republicanos contra más de ciento cincuenta alemanes e italianos”, solía decir, las escasas veces que intervenía en las conversaciones. Porque en aquella familia diezmada por el fascismo y la tragedia, y multiplicada en los recuerdos festivos de los sobrevivientes, él –el penúltimo de seis hermanos- estaba a cargo de mirar, con sus ojos melancólicos y voraces, como si fuese el aduanero de la memoria de todos. Durante algún tiempo fue el benjamín, hasta que nació Gorka, su hermano menor: no es fácil para una criatura dejar de ser lo que hasta ese momento sólo le había reportado privilegios, más aún si hay que compartir la habitación con el culpable.

“Joseba, para usted, ¿qué es sufrir?”, le pregunté una vez. “Sufrir, es haber vivido el 4 de enero de 1937 en Bilbao, cuando la aviación alemana bombardeó la ciudad y se asaltó las cárceles de la ciudad, matando a más de 200 personas. Vascos matando a vascos en Euskadi. Por eso el ‘Agur Maria’, dice en su letra: ‘Ave María, escucha mi plegaria: reúne a mi pueblo’”. Él se sentía del lado de los que además de ser antifranquistas, defendían la autonomía de Euskadi y continuaban con su práctica religiosa. No hablaba mucho, pero cuando tocaba no perdía el tiempo ni lo hacía perder.

Los ojos afelpados, puntillosos, veían, pero –algo importante− dejaban ver. Había, sobre el fondo (como si un alfiler de luz hubiese entrado por un orificio pequeño, atravesado la cámara oscura, e impactado en una superficie de plata) un dolor acuoso, que fluía sin detenerse.

Era un hombre de pocos gustos, pero caros, porque veneraba la excelencia: los cigarros Cohiba y el cognac Fundador Supremo, que atesoraba “para ocasiones especiales”. Su familia no cesaba de dárselas, porque, así como esos vascos habían defendido su tierra hasta la muerte, con el mismo tesón sordo se aferraban a la vida, y cualquier ocasión era buena para organizar una farra.

Todos habían perdido seres queridos, patrimonios y destinos. Loli, la iseko de Joseba, hermana de su madre, a su prometido en el bombardero de Guernica y su promisoria carrera de soprano lírica. Una parte de la familia se había quedado en Francia, en Bordeaux, de manera que esas dos ramas del mismo tronco se habían perdido la una a la otra.

El día en que se escaparon de los franquistas, la madre y los cinco niños se vistieron de misa, cerraron con llave la puerta del solar familiar, y cruzaron a pie los Pirineos (el “Auñamendiak” en euskera). Un tema recurrente era hablar de los fríos que sufrieron cuando se iba el sol, y ellos debían seguir caminando en ropa de ciudad. Esos momentos eran cuando más se veía el fondo de plata nublada en los ojos de Joseba. Con su padre, Andoni, se reunieron en Francia, porque a él la guerra lo había sorprendido en el sur.

La voz portentosa de Loli no era sortilegio bastante como para que, a los cinco minutos, no hubiese un coro de diez o quince parientes ululando. Canciones de cuna, como “Aurtxo Polita Seaskan Dago”; épicas –“… cuando el gudari rumbo a la guerra marchó, una emakumeen triste y llorosa quedó, y esa emakumeen está llorando por mí, son los primeros amores que en Euzkadi yo conocí”. O populares como “Maietxu Mia”, que Joseba tenía en una versión de Plácido Domingo y Mocedades.

Pero el momento en que el barullo se transformaba en una música de trance, y se creaba una conciencia festiva común, era con “la bonita página intitulada La casita de papel”, como se decía por radio, popularizada por Antoñita Rúsel con la Orquesta Club. “Pasaremos la noche en la luna / viviendo en mi casita de papel”.

A él, a Joseba, nunca lo vi en ese estado disociativo familiar, como originarios de Baja California en plena ceremonia de sanación. Tampoco lo vi apabullado, ni tratando de tener razón, ni preguntando qué tal había estado en ésta o en aquella situación. Sabía lo que tenía que hacer y lo hacía, y no se escudaba detrás de la moral ni de la religión, aunque esa familia cada tres frases intercalara alguna intercesión a la Virgen María.

A lo largo de su vida la suerte le había dado la espalda, lo había codeado, habían intimado, tomado distancia más tarde. Lo que se llama una suerte “antojadiza”. Habían caminado juntos algunos años, le estuvo alrededor, mariposeando, cosa muy distinta de acompañarlo. Lo comprobó en la época de Martínez de Hoz.

Fabricaba crisoles para fundidores, sus bases de apoyo y otras geometrías especiales para usar en hornos de resistencia eléctrica, inducción o combustión. Le pasó lo que a tantos emprendedores: ardió en su propio fuego. ¿Cómo se le iba a ocurrir fabricar crisoles en Argentina, si se podían traer del exterior? ¿No se dio cuenta de que daba lo mismo producir caramelos que acero? La peleó, insistió, resistió, mientras se movían las agujas del reloj. Exactamente lo contrario de lo que hacen los que se salvan. Así es la agonía: demasiado larga para ser lo que media hasta el final, demasiado corta para ser todo lo que queda de camino.

Cuando me casé, lo conoció a mi padre. Anduvieron un rato olfateándose discretamente, hasta que por fin se aceptaron ¡Había que haberlos visto, la niñez insondable y tardía de mi Viejo y el orgullo inmemorial de Joseba! Tan distintos el uno del otro, y al mismo tiempo tan parecidos. A lo mejor, se tocaban en el exceso de ambas singularidades.

El Vasco murió en el 2005. La muerte le habrá llegado como siempre la esperó: una canción de cuna. Estaría pensando en el lugar donde nació, en todo lo que había quedado atrás, y de pronto sintió el frío de los Pirineos de noche.

 

Manejaba. Su cabeza se apoyó sobre el volante, y el auto siguió su marcha menguante, se subió a la vereda, y se detuvo a dos centímetros de un árbol, sin alharaca, ni pretensiones, con reflejos de plata en los espejos y una cámara negra, que lo aspiraba todo.