Desde niño elijo las cosas por sus perfumes más que por cualquier otra cualidad. Mamá cuenta que ella ponía fin a mis llantos desconsolados acercándome un pañuelo con perfume dulzón, que devoraba los helados de vainilla por ser el sabor más rico en esencias olorosas artificiales. Y cuando crecí me incliné por los jazmines más que por otras flores pretenciosas y coloridas, como las orquídeas o las amapolas que no tienen olor a nada.

Soy capaz de identificar los tipos de chocolate con los ojos cerrados, apenas oliéndolos. Hasta puedo asegurar sin equivocarme si se trata de chocolatada caliente o fría. De limón o limonada. Y lo mismo sucede, claro, con cualquier otro tipo de fragancia envasada, de la que puedo detallar sus ingredientes sin errores. Incluso me enamoré de Marcos, que dista años luz de ser un adonis, por el aroma del gel de su pelo. Su transpiración es inexplicablemente con olor a dulces, como aquel trapo de mamá. Ya su piel es inodora. Él bromea con que el día que la acidez de su sudor lo traicione o cambie de gel capilar se terminará mi amor. Puede que tenga razón.

Por eso me sentí tan mal en aquella sala de espera, maloliente a desinfectante barato y semen añejo. Las deudas se habían abultado tanto que resigné casi toda la dignidad y acudí a la clínica con la esperanza de que sería por única vez. Al menos, lo hice con la frente alta: en lugar de disfrazarme de hombre, tal como había aconsejado un amigo, fui con mi vestido verde predilecto, sobre los tacones rojos estilo Dorothy Gale, que aún pago por mes. Como a la cartera, al tono, para combinarlos.

La enfermera, petisa, con bigote y la camisa muy abierta para las 8 de la mañana -y en ayunas-, me recibió con una sonrisa impostada que mutó en una mirada cómplice al ver en mi DNI que no era Noelia, Bety o Priscilla y sí César Roberto Gutiérrez.

-¿Es donante?

-Sí, es mi primera vez.

-No será la última- sentenció.

Sin permiso, pegó sobre la seda verde, a la altura de mis tetas armadas con pares de medias hechos bolas bajo un corpiño de encaje morado, una etiqueta adhesiva enorme. César R. Gutiérrez. Me entregó una revista, una planilla en la que debajo de mis datos filiales debía jurar con firma y aclaración que no tenía HIV, no había padecido hepatitis B, sífilis ni enfermedades transmisibles y que era menor de 50 años, un frasquito con números y rayas que luego marcarían el nivel del líquido todavía inexistente, dos toallitas humedecidas. Y ordenó que me sentara, junto al resto de los hombres y esperase.

Todos parecían nerviosos, con zapatos ordinarios de cuerina, sin pretensiones siquiera de fingirse cuero ecológico, y puntas aparatosas. Cada uno con su nombre en el pecho. Javier E. Roldán, Lionel Olmedo, Pablo López, Horacio M. Ferrez… Sé que ellos me observaban. ¿Qué hace una mujer esperando para auto provocarse que millones de espermatozoides salgan de su cuerpo directo a un frasco medidor? ¿Cómo lo hará? Imagino que preguntas de ese tipo los distrajeron de sus esfuerzos por concentrarse. Sé también, no soy ingenuo, que para algunos pocos mi presencia fue colaborativa.

Abrí la revista y solo encontré mujeres de piernas bien abiertas, depiladas, pechos ridículamente exuberantes, lenguas femeninas entrelazadas, gestos paranormales. Nada de miembros masculinos, abdómenes surcados ni traseros musculosos… nada de hombres. Me entretuve leyendo los pechos varoniles de los presentes, peludos algunos, blandos y grasosos otros, todos carentes de seducción. Buscaba inspiración, tenía quince minutos para ganarme el pan. O volvería a casa con las cuentas sin pagar.

Hasta llegar al único que no tenía ni una pelusa en el pecho que asomaba bajo una camisa cuadrillé pequeño ceñida al cuerpo, de cuyo cuello colgaba una cadenita dorada que brillaba como un puñado de arena sobre el granito. No tenía etiqueta que delatara su nombre. Instintivamente llevé la mirada a su cara. Precioso. Ojos enormes y claros, nariz recta, mentón bien definido y rulos castaños enmarcándolo todo. Solo restaba que se llamara David. Sentí que la falda del vestido se abultaba e inmediatamente hice que la cartera, que hasta entonces colgaba de mi hombro, descansara sobre mi entrepierna. Estaba sentado y el desconocido estaba clavado en su teléfono móvil como si no hubiera más que esa mini pantalla en el mundo. Sería fácil pasar desapercibido. Lo mejor es que ya estaba estimulado. Solo debía reprimir mi impulso hasta llegar al box y hacer puntería en el recipiente con numeritos.

-Tengo una noticia desagradable. No tenemos agua desde ayer, así que intenten no ensuciarse demasiado las manos. Son dos toallitas por donante. No habrá más, pero si precisan más revistas, hay decenas para iluminarse en cada uno de los gabinetes. Tienen, en promedio, quince minutos para eyacular. No más de veinte. Hay que lograr acumular tres mililitros para recibir el pago. Si juntan cinco mililitros, habrá un extra de 50 por ciento sobre el valor anunciado. Si hay más, habrá también aplausos. Pueden pasar de a cuatro, es solo atravesar la cortina de tela. ¡Por favor, no la toquen al regresar! —instruyó la enfermera bigotuda con ritmo de instrucciones de azafata. Más que un estímulo individual era una baja de moral colectiva.

Cuando la petisa dio media vuelta para volver a sentarse, el David cobró vida y se acercó a mí. Extendió el brazo y me dio sus toallitas humedecidas. Llevaba un saco de pana verde oscuro -elegante- sobre la camisa, con un detalle bien oliente en el ojal.

-A mí tampoco me gustan las chicas de las revistas- dijo. Sonrió y la sala de espera se transformó en los alrededores del Duomo de Florencia. Imposible no sucumbir.

-Gracias. Soy César- dije y estiré mi mano que él estrechó con suavidad.

-Sos hermosa- dijo. (Me gustó que usara el femenino) La cartera sobre mi entrepierna se movió levemente.

-Quedate con las toallitas, también vas a necesitarlas- dije con voz trémula.

-Tengo un paquete, la semana pasada tampoco había agua y la anterior, igual…

-¿Venís todas las semanas?

-Casi, siempre que me siento solo. No me gusta desayunar a solas en casa y aquí, luego del servicio, sirven uno de los mejores desayunos del barrio. Vivo a dos cuadras.

-Creí que solo compraban una vez al mes a cada prestador.

-No vengo por dinero. Lo mío es casi altruista. Soy donante, lo hago gratis. Sueño con que un hijo mío ande por el mundo, feliz -dijo entusiasmado-. Siguió: -No salgo con mujeres, no tendría otra manera de tener un hijo que no sea anónima…

-Si venís seguido, debes de tener varios hijos por allí. A mí no me interesa la cría y a mi marido tampoco. Solo vine por las deudas y ni sé si podré hacerlo. ¿Es fácil? ¿Cómo te inspiras para dejar sí o sí los tres mililitros? ¿Qué pensás? ¿En quién pensás?

El hombre cuyo nombre no conozco volvió a sonreír y esa mueca me acarició entero. Mientras intentaba el disimulo, él se quitó del ojal una de las flores más dulcemente perfumadas que ya olí y atravesó la cortina. Lo evoco hoy, mientras huelo las páginas del libro que guardan las pétalas.

*Cuento publicado en Eslovenia.