La británica Justine Sacco llegó a Sudáfrica sin saber que un tuit escrito a las apuradas poco antes de subir al avión le cambiaría la vida para siempre: “Voy a África. Espero no contagiarme VIH. Estoy bromeando. ¡Soy blanca!". Había querido ser un chiste inofensivo, pero no: apenas tuvo internet le llovieron toneladas de insultos producto de la ola de indignación que había despertado. Miles de retuits, el scrolleo de usuarios por su feed, que se tradujo en la vuelta al presente de posteos similares subidos años atrás, un hashtag alusivo y hasta un puñado de personas esperándola en el aeropuerto para increparla fue el preludio del desmoronamiento de su vida tal como había sido hasta ese vuelo con la humillación digital como destino final

La cultura de la cancelación 

El caso atrajo la atención del periodista Juan Gabriel Batalla, que desde entonces siguió de cerca situaciones similares. Con el paso del tiempo, el affaire Sacco sería el puntapié inicial del libro La cultura de la cancelación, del juicio público a la era del clickbait, que acaba de publicar la editorial Indicios.

La cultura de la cancelación ni siquiera se llamaba así cuando Batalla empezó a tirar del ovillo de la historia para descubrir que el intento de anular una opinión opuesta, la búsqueda de borrar toda huella de personas cuyos actos e ideas no comulgan con el aire de su tiempo, es una costumbre milenaria, aunque hoy se la vincule mayormente a las redes sociales. Si bien el grueso de los casos está vinculado con el mundo artístico y cultural, como lo ocurrido con las plataformas que sacaron clásicos de sus catálogos por temor a los comentarios negativos que pudieran recibir, o la indignación generalizada por posteos supuestamente transfóbicos de J. K. Rowling, el periodista propone un recorrido que trasciende una disciplina y un tiempo particulares.

A lo largo de casi 200 páginas conviven desde Los Pumas, cuyos jugadores fueron lapidados por no homenajear a Maradona en un partido contra los All Blacks y por haber escrito, una década atrás, tuits que no dejaban colectivo social por ofender, hasta lo ocurrido con el emperador egipcio Akenatón, que catorce siglos antes de Cristo, en su intento de abrazar el monoteísmo colocando a Atón por encima de Amón y los demás dioses, ordenó destruir todas las imágenes y esculturas referentes al pasado reciente. 

Es que, como afirma Batalla, “la cultura de la cancelación hoy está netamente relacionada con las redes, pero data desde el mundo antiguo”. "En el libro cito varios casos de situaciones en las que entran en conflicto distintos relatos. Lo particular es que, si callar ciertas voces o personajes en pos del beneficio de otros se lograba a través del poder, el Estado o la Iglesia, con la democratización de las redes se puede lograr una unidad instantánea con otras personas con un mismo tipo de pensamiento”, cuenta ante Página/12.

-¿Por qué te interesaba marcar que la cancelación no es algo exclusivo del presente?

-Porque veía una discontinuidad temporal del fenómeno de la comunicación, como si todo hubiera surgido a partir de las redes sociales cuando, en realidad, lo que hay es un nuevo medio, no nuevas conductas. El tema es que esas conductas hoy son aplicables a la conectividad inmediata. Lo nuevo es que, al tener inmediatez, se suma a una ola cancelatoria un montón de gente que quizás no estaba interesaba en el tema. Hay una democratización de la cancelación porque la unidad de personas permite romper con estamentos viejos. Al mismo tiempo, esos estamentos usan a esas personas en pos de sus propios intereses. Yo lo comparo con un gran focus group.

-¿Por qué?

-Porque los estados o las empresas toman esas demostraciones para llevar a cabo determinadas acciones. Cuando a un autor se lo retira de una batea, algo que pasó mucho con libros infantiles, es porque hay un público comprador que se da cuenta que un libro es problemático. Entonces, antes de perder ese público, las empresas retiran esos ejemplares para apaciguar la horda que se tira contra ellos. Es el pensamiento que tuvo la industria del cine cuando salió a prevenir cancelaciones. Como con Lo que el viento se llevó, que la sacaron de HBO Max para volver a subirla con una explicación del contexto histórico para “aportar" algo al debate y que no sea simplemente eliminarla porque es una película incorrecta desde los parámetros actuales.

¿Por qué se origina la Cultura de la Cancelación?

-Queda claro que la cancelación no nació con Twitter. Pero, ¿de dónde proviene? ¿Es un fenómeno social o algo inherente al ser humano?

-Las dos cosas. Los humanos siempre tendimos al rechazo hacia lo diferente, más allá de que luego uno pueda intelectualizar un montón de cosas. Si se aplica eso a la historia, se ve que se produjo en un montón de épocas. Es lo que Antonio Gramsci llamaba “hegemonía cultural”: un discurso de época que de alguna manera trata de borrar los otros, y cuando pasa eso se genera conflicto. Es algo que vemos en la Argentina con la grieta, donde de un lado hay opiniones muy fuertes y dogmáticas sobre un tema y del otro, lo mismo pero en sentido opuesto. Ahí hay una disputa por la hegemonía y ver quién tiene razón que anula la posibilidad de debate, de entender y aceptar lo diferente.

-¿Qué características tiene Twitter que lo vuelve un terreno fértil para disputar la hegemonía?

-Da la posibilidad de expresar ideas de manera concisa y tajante, generando un determinismo intelectual que funciona como garrote. Pero en Facebook también pasan cosas porque suele ser usado por personas generalmente adultas que a veces no están en Twitter. Las dos redes tienen en común que permiten la producción textual, cosa que en Instagram se deja de lado porque ahí importa lo audiovisual. Se dice que una imagen vale más que mil palabras, pero la realidad es que las palabras resuenan mucho más en la conciencia.

-¿Todo esto que ocurre en el mundo virtual se manifiesta en la calle?

-En un punto, sí. En este país hay una relación simbiótica entre cancelación y grieta. En la calle se notan esos enojos. A la vez, es una sociedad que históricamente se ha manifestado de manera violenta porque tiene carencias sociales. Es difícil ver si lo que ocurre es por el fenómeno de la cancelación o si es parte de nuestra idiosincrasia, que hace que el nivel de pasión que se le pone a lo político sea más intenso que el que se pone a otros debates. Pero existe, sí, un discurso que busca anteponerse a otro, sobre todo en los vinculados con los cambios sociales. No hay que menospreciar que las cancelaciones muchas veces tienen fines "positivos", como por ejemplo poner en jaque ciertos mecanismos patriarcales o machistas.

-Son los casos de los movimientos #NiUnaMenos en la Argentina o #MeToo en Estados Unidos, ¿no?

-Sí, eso fue muy importante porque generó cambios en gran parte del mundo. El poner blanco sobre negro y tratar de romper con ciertas estructuras se expresa a través de la cancelación. Ahí se puede poner toda la furia y el enojo respecto a un tema. Eso implica, obviamente, que del otro lado haya gente que crea que sí debe haber debate. En esos casos me gusta diferenciar cuando hay delito de cuando no. Lo primero para mí no es cancelación. Más allá de que funcione mal, creo en el sistema de la Justicia y hay cuestiones que una vez que ella se expide, deberían acabarse. Pero entiendo que para que la Justicia llegue a determinado punto, en el medio se usen diferentes estrategias de comunicación, como la cancelación. Es, de alguna manera, una forma de plantar bandera y decir "esta es nuestra postura y no nos vamos a bajar".

-Hay dos casos atravesados por esos movimientos que funcionan como espejos: los de Roman Polanski, cuyos abusos y violaciones están probados por la Justicia e incluso asumidos por él, y Woody Allen, con quien ocurre lo contrario. ¿Qué representan esos directores en el esquema cancelatorio?

-Me interesan esos casos porque se habla de ellos desde que soy chico. A medida que indagaba, fui dándome cuenta de la gravedad que tenía sobre todo lo de Polanski, que roza lo monstruoso cuando reconoce abiertamente los delitos en su autobiografía. Incluso después del #MeToo aparecieron seis causas más por violación en las que no se pudo actuar porque pasó el tiempo. Con Woody Allen, en cambio, la Justicia dictaminó su inocencia y se retomó el tema a partir de la denuncia de Ronan Farrow en un contexto donde estaba muy fresco el caso del actor Bill Cosby, ese padre de familia perfecto que resultó ser un abusador y hoy está libre porque cumplió su sentencia.

-¿La reacción social ante esos casos cambió luego del #MeToo?

-Sí, antes se manejaba de una manera y después, de otra. Allen trabajó sin problemas hasta que resurgió el tema, pero hoy sus películas no se ven casi en ningún lado. Rifkin's Festival se estrenó en San Sebastián, Holanda y acá: es un paria. Polanski, en cambio, fue aplaudido de pie cuando ganó el Oscar por El pianista, y todos sabían que era un violador que no podía entrar a Estados Unidos porque iba en cana. Hace unos años, Meryl Streep dio un discurso anti-Trump a partir del que se le achacó que había aplaudido a Polanski, como diciéndole que era cómplice. Claramente ella hoy no lo aplaudiría, porque los tiempos también cambiaron para él aun cuando puede seguir trabajando en bastantes mejores condiciones que Allen. Tuvo que existir un consenso social de que representaba el Mal para que muchos dijeran que no volverían a trabajar con él.

-¿En qué lugar se para la industria?

-Muchas veces sucede que hay cierta hipocresía. Si el personaje tiene el aval del público o la crítica y no genera ningún tipo de ruido más allá de que sea un criminal reconocido, está todo bien. Pero si el público dice que no piensa volver a ver una de sus películas, lo separan. La industria a veces es muy ambigua.

-En el libro afirmás que no cambian los actos, sino la moral social del contexto, el lente desde donde se los interpreta. ¿Cómo describirías el lente del presente?

-Hoy se los interpreta desde los cambios sociales. Pero no todas las cancelaciones se dan en todos los países ni tampoco son efectivas. Hay cuestiones que en Estados Unidos, donde la cancelación es algo enorme, son más fuertes porque la sensibilidad está a flor de piel con muchos temas. En la Argentina, en cambio, se da con temas que nos atraviesan como sociedad vinculados a cuestiones que se buscan cambiar porque funcionan mal. Pero no con todos: no hay, por ejemplo, cancelaciones a políticos. El lente contemporáneo tiene que ver con cuáles son los temas que nos interpelan o los que los medios hacen rebotar más. En ese sentido, los medios tienen una responsabilidad importante sobre qué temas son cancelados y cuáles no.

-Es cierto lo de la no cancelación de políticos, así como tampoco de deportistas, especialmente futbolistas, varios de los cuales juegan en clubes locales de elite aun cuando tienen denuncias de abuso o violencia de género. ¿Por qué esta cultura afecta sobre todo al universo artístico?

-Porque los aristas hacen actividades vinculadas con las ideas, marcan una línea de pensamiento y su manera de insertarse en la sociedad pasa por otro lado. En el caso del fútbol o la política, hay una protección estructural del negocio. Respecto al deporte, en el resto del mundo hubo casos de futbolistas con causas por violaciones que terminaron presos, como Benjamin Mendy del Manchester City. Eso tiene que ver con cómo maneja la situación cada país. El artista, sobre todo el popular, tiene la capacidad de conmover con su arte, lo que hace que a veces se lo idealice.

-Muchas veces las propuestas de cancelación vienen de sectores que se definen como progresistas. ¿Cómo explicás eso?

-Es una paradoja muy interesante. Hoy se está escribiendo muchísimo sobre cómo el progresismo le hace el juego a la derecha poniendo sus verdades como únicas y anulando toda posibilidad de debate. El progresismo ha tomado causas con fanatismo y dejado afuera un montón de otras situaciones o posibilidades. Es un problema serio porque, lamentablemente, toma una posición de anulación de la diversidad en favor de una supuesta diversidad. Y no solo pasa en la Argentina. En medios estadounidenses o británicos hay planteos increíbles, casi de la revista Barcelona. Es inentendible que el progresismo defienda temas de manera tan brutal cuando debería aunar al que está afuera y piensa diferente. Si uno lo lleva al extremo, eso se convierte en fanatismo, y ningún fanatismo es positivo para expandir los pensamientos.

-¿Cuál sería, entonces, el problema del progresismo?

-Que va con todo y, aun cuando pueda tener razón, se encuentra con una fuerza que no quiere ser pisada porque piensa diferente. Esa búsqueda de imponer hace que gente que quizás esté de acuerdo con los planteos termine poniéndose en contra por una cuestión de formas. Hay una necesidad de que ciertas cuestiones se acomoden ya porque han sido injustas mucho tiempo, pero los cambios sociales no se generan de un día para otro, sino con educación y entendiendo las diferencias. Hoy mis hijas entienden perfecto que una persona pueda enamorarse de alguien del mismo sexo. Pero cuando yo era chico me decían que no era normal, que estaba mal, etcétera. Nunca vamos a estar todos de acuerdo, ni ahora ni en veinte generaciones, pero sí debe haber un entendimiento mínimo de que las personas tenemos circunstancias, historias y valores que pueden diferir completamente.