Al poner un pie sobre la Gran Muralla en Badaling me sofocó la masa humana que --supondría uno-- ha de ser usual en el país más poblado (pero cuarto más grande). El espacio público chino es vasto --salvo la estrecha muralla-- y esa superpoblación ya no se experimenta desde que hay menos bicicletas en el paisaje urbano. El pétreo dragón que viborea en la cresta de la montaña con algo de autopista lo creó el sur arrocero contra la horda mongola pastoril del norte, antes que para multitudes en procesión turística. Quien guste puede bajar de la obra más extensa de la historia en culipatín a ruedas.

En la zona de Simatai --más al norte de Beijing-- el panorama que vi difería: pocos chinos y muchos occidentales en una muralla “pura” sin restaurar, cayéndose a pedazos hasta extinguirse en polvo (en Badaling fue reconstruida a nueva). A veces el lomo del dragón era tan angosto, que avancé gateando con un precipicio a cada lado hacia la torre de vigilancia. En un instante de soledad, imaginé el rumor ancestral de ejércitos mongoles con catapultas y silbidos de flechas cortando el aire (aunque lo que vi pasar fue una cámara dron).

La muralla tuvo efectividad relativa: sortearla a veces fue tan fácil como sobornar al guardia del portón. Uno de los últimos en cruzarla fue Gengis Kan en 1215 no lejos de aquí: atacó un portal, simuló la retirada, fueron tras él y giró sus caballos en U para arrasarlos y pasar por la puerta abierta. El trono del Hijo del cielo --luego de 3.585 años-- lo ocupó así un mongol iletrado.

En tanto occidental, en Simatai piso la reliquia “auténtica y original” no contaminada de presente, sin ladrillos nuevos. Nuestra cosmovisión se inspira aún en el romanticismo europeo, que tomó la idealización renacentista de la ruina griega: el vestigio irradia el aura de un pasado dorado. Esa mirada alcanzó su cenit en el colonialismo del siglo XIX con la rapiña arqueológica. Para el viajero romántico que sacralizó las obras y objetos en el museo, se recuperaba una esencia en cada hallazgo. La estatua mutilada --la Victoria de Samotracia sin cabeza-- reproduce la lógica del erotismo: vale por la sugestión de lo que no se ve.

El tiempo y la naturaleza carcomen la obra de pueblos antiguos. Al Partenón uno le da sentido con proyecciones imaginarias: la huella se completa con una mirada creativa bajo la ilusión de entrar al pasado. Nos rendimos ante el aura irreproducible del original. Pero los chinos suelen ver las cosas desde otro ángulo. En su libro Shanzhai --el arte de la falsificación y la deconstrucción en China-- Byung Chul-Han analiza un episodio en el Museo de Etnología de Hamburgo: en 2005 se exhibieron soldados de terracota de la tumba del primer emperador Qin Shi Huan (iniciador de la Gran Muralla hace 2244 años). El director, al enterarse que las estatuas eran réplicas, clausuró la muestra y devolvió el precio de la entrada. Las autoridades arqueológicas de Xian fueron tildadas de tramposas. El problema fue de orden antropológico.

En el este de Asia, la copia es también un original, más aún si es perfecta. El raciocinio occidental nace del concepto griego de que todo tiene un sustrato invariable que perdura y se cierra en sí mismo: la esencia. Pero el pensamiento este-asiático no es esencialista y concibe una mutación permanente del ser y las cosas, sin principio ni fin: hay un proceso indeterminado. Si todo está cambiando --incluso las piedras aunque no se lo perciba-- no existe una esencia pura, fija y concluyente. Platón prohibía la mímesis porque conlleva la pérdida del ser y la sustancia de las cosas.

El templo de Ise en Japón se levantó hace 1300 años y para mantener su pureza, se lo demuele y reconstruye cada 20 años. Para un shintoísta es el templo original más sagrado. Según Unesco es una falsificación y lo eliminó del listado patrimonial. Shanzhai significa “copia”. En la China creadora de la pólvora y la brújula, se ha respetado poco el copyright occidental y se venden smartphones Samsing y zapatillas Fuma con logo de pantera. A veces no se trata de buena o mala copia, sino mutaciones con agregados superadores como un detector de billete falso en el teléfono.

Por siglos la Gran Muralla se recicló en casas y caminos bajo la lógica taoísta de la adaptación a las transformaciones en curso: el muro mutó en vivienda ante la necesidad. Cuando los arqueólogos chinos iniciaron la fabricación de soldados de terracota --y ladrillos de la muralla-- lo consideraron un retomar la producción en un país que se piensa a escala de civilización, un concepto de continuidad temporal del Tao.

Los bloques del Coliseo Romano también se reutilizaron hasta el surgimiento del museo: el escombro devino en reliquia luego de la Edad Media. Por eso los occidentales prefieren la muralla en estado “rústico” --fracturada y con musgo-- y los chinos aquella con argamasa reciente en los bloques, muchos fabricados en restauraciones criticadas por arqueólogos esencialistas.

El símbolo del tao --el círculo de yin y yang-- tiene mitad blanca y otra negra separadas por una línea fluida: un punto blanco entra en el negro y viceversa, complementando opuestos en unidad. En Occidente rige más el principio aristotélico de no contradicción: blanco y negro no se cruzan. Y el límite sujeto/objeto es infranqueable: el yo es interioridad y el mundo exterioridad. En cambio, el estado zen de nirvana funde a la persona con la naturaleza en lo uno.

El budismo --nacido en India y popularizado en China-- permite ser en paralelo shintoísta, taoísta o católico. El judeo-cristianismo --masificado en Occidente-- impone la esencia dogmática de un dios único, sin permitir apartarse de la doctrina. La pragmática cultura este-asiática es más porosa y adaptable a la coyuntura: carece de tantos fundamentos y estructuras fijas (su lógica no es A o B sino A y B). Según Byung Chul-Han esto penetra la política: la economía china sería una reapropiación shanzhai. Es capitalista y comunista; un “socialismo de mercado” con lo funcional de cada sistema (el tao usa la metáfora del agua que se amolda al objeto que entra en ella).

La aspiración a primera potencia mundial sería un retomar del devenir milenario por una China que fue vanguardia, hasta ser fragmentada por el colonialismo europeo y japonés. En sus 4800 años de historia política, los decadentes siglos XIX y XX fueron un breve interludio. Occidente ve allí una fuerza opuesta a contraponer. El subrepticio y paciente pensamiento chino, en cambio, ha usado siempre la potencia del enemigo: supera el obstáculo cediendo. No lo enfrenta: lo recibe con la amabilidad del agua --a la que ningún fundamento sólido condiciona-- y lo va rodeando. “La debilidad puede más que la fuerza; y la agilidad más que la dureza”, dijo Lao Tsé. Eso anula el golpe y la victoria llega sin lucha. Los herederos de 325 emperadores y reyes que construyeron un kilométrico cerco discontinuo --bloque a bloque con sangre y pasta de arroz-- disputan hoy con sigilo el trono global.