La Ruta Provincial Nro.5 sube en espiral hasta un punto alto de las Sierras Chicas de Córdoba: al fondo del abismo un espejo de agua invierte las montañas con el pico hacia abajo. Al comenzar a descender, suelto el acelerador por media hora hasta la base y se abre un plano entre dos cordones de montaña: entramos a Villa General Belgrano por una calle que semeja una aldea alpina austríaca, alemana, suiza o del norte de Italia. Las casas tienen en el borde de los techos a dos aguas y líneas de cenefa de madera recortada. Hay cúpulas piramidales alargadas, fachadas de madera con entretejidos geométricos, paradas de autobús de madera, tejas rojas y balcones floridos con enrevesada rejería entre pinos, acacias negras, olmos, cipreses y espinillos.

Seguimos de largo hasta la vecina ciudad de Santa Rosa de Calamuchita y a la mañana siguiente partimos hacia las últimas estribaciones de las Sierras Grandes en una 4x4 al mando del locuaz guía Fernando Aguirre. Nos internarnos en un camino de tierra rumbo a la mina abandonada Cerro Áspero --o Pueblo Escondido-- para conocer los restos abandonados de un centro minero que tuvo 600 habitantes. A 6 kilómetros de la mina, estacionamos para caminar una planicie sin sombra entre pastizales. Hasta que llegamos al borde de un paredón altísimo: al fondo del precipicio, un conjunto de casas y galpones algo derruidos.

Comenzamos a bajar por un sendero en zigzag hasta el pueblo semifantasma: desde hace 30 años vive aquí Carlos Serra, quien rehabilitó algunos sectores para recibir gente que se queda a dormir en habitaciones con camas para bolsas de dormir como un refugio de montaña. Visitamos la boca de un socavón inundado y Fernando explica que las minas que nos rodean fueron de tungsteno, un metal que se funde a los 3000°, más resistente que el acero: dos guerras mundiales se nutrieron aquí para crear armas (además se usa en lámparas). Estas minas fueron explotadas por empresas inglesas y alemanas hasta la Segunda Guerra Mundial. Hubo abandonos y reactivaciones parciales, pero el declive final fue en los años 50 luego de la Guerra de Corea y el auge de la minería china.

Entramos al pueblo por un puente colgante sobre un arroyo y vemos los restos oxidados de la central hidroeléctrica, la tolva de tratamiento del mineral y el matadero. Incluso tuvieron central telefónica y escuela, aquí en medio de la nada. Fernando cuenta que las clases sociales --profesionales y mineros-- estaban separadas por el arroyo y unidas por un puente colgante infranqueable para los “no categorizados”. Y las familias no debían cruzarse con los trabajadores, que en un principio fueron chilenos y bolivianos. Las condiciones de trabajo eran de semicautividad: la paga solo se podía gastar aquí por el aislamiento y los relevos eran cada seis u ocho meses. Los capataces administraban justicia propia. En situaciones de conflicto, algunos mineros eran asesinados y otros morían por accidentes y enfermedades. También había duelos.

Entramos al sector de dormitorios, habitaciones para 12 personas que alojaban a 24 bajo el sistema de cama caliente: había turno noche y cuando alguien se levantaba, otro se acostaba. Entro al baño y aún tiene un depósito de agua “Made in England”. En algunos edificios faltan techos y ventanas: el abandono es parte de la dolorosa belleza. En lo que fue la gran panadería y la fábrica de cerveza, todo es oxidación.

Almorzamos fideos caseros a la boloñesa que prepara Carlos Serra y vamos a darnos un chapuzón en una hoyada cristalina al pie de una cascada (este es un trekking de moda y los fines de semana viene mucha gente). Es momento de volver y el regreso es cuesta arriba, dos horas sin remansos, salvo por un trío de cóndores que se eleva en círculos sin aletear y se arroja en picada para remontar vuelo de golpe otra vez.

Los ríos subterráneos

Nos instalamos unos días en La Cumbrecita --pueblo de montaña y peatonal-- para subir a pie por sus senderos espiralados entre casas estilo alpino a dos aguas, que no son mera decoración: aquí nieva todos los años. A la mañana temprano, los zorros andan por la calle como perritos y las ardillas corretean en la baranda de las casas. Vamos con el guía Juan Busaniche --especializado en espeleología-- con un objetivo: sumergirnos en las entrañas de la tierra y caminar por un río subterráneo.

Abandonamos el bosque del pueblo para atravesar pastizales de altura --el paisaje originario de la zona-- como barbas invertidas de pelambre lisa y resistente. Llegamos a la cumbre del cerro Wank --1620 m.s.n.m-- y luego a un filo, el punto más alto del recorrido: 1740 metros de altura (pero hemos subido 325 metros de desnivel).

Comenzamos a bajar hacia una gran fisura en V cortando el terreno, cubierta por un derrumbe de bloques de piedra gigantes formando una cueva transitable. Bajamos tres metros por esa grieta usando cuerda fijas --mera prevención al igual que el casco--, a veces arrastrándonos un poco entre las piedras hasta una cámara rocosa donde nos paramos con comodidad. Nos ponemos un juego de zapatillas de repuesto y entramos caminando a las aguas: están frías, muy frías. Pero el cuerpo se acostumbra y son refrescantes. Recorremos 100 metros bajo el túnel de rocas encajonadas. Por momentos está un poco oscuro y en otros se cuelan rayos de sol. Este es el arroyo Ambach, que nace en vertientes a 2000 metros de altura en las pampas de Achala. Llegamos al final del túnel y regresamos por el mismo camino de aguas.

Retomamos el circuito hasta la cascada Escondida --25 metros-- camuflada entre helechos y rocas con musgo al fondo de un valle encajonado. Por momentos nos rodean una pradera verde como la campiña inglesa y arroyos con playitas de arena blanca casi caribeña: allí recargamos cantimploras y nos volvemos a bañar. En otros lugares, los abruptos paredones rocosos sobre el pastito tipo campo de golf con vacas remite al paisaje suizo (coincide con la arquitectura de más abajo). A mi derecha, una pareja de caranchos sobre una saliente de rocas está atenta a la carroña.

Ahora avanzamos sobre filos con un profundo valle a cada lado y algunas cimas rocosas parecen un paisaje lunar. A veces pisamos planicies de roca muy lisa, un "pavimento" natural surcado por vetas blancas de mármol. El circuito mide 11 kilómetros y lo completamos en 6 horas. La complejidad es “media” y la diversidad de paisajes atenúa el cansancio, que suele llegar en los momentos de monotonía que en esta caminata no existen.


Las aves del bosque

Bajamos al pueblo de Villa General Belgrano para una caminata con Ani Eck, quien lleva 35 años con los ojos muy enfocados allí donde casi todos miramos como al pasar: las aves. Nos espera en el centro para salir a caminar, pero se detiene antes de llegar al bosque para observar una de las cinco especies de palomas locales, alojada en el frente de una casa alta: “algunos las llaman ratas con alas pero para mí son aves con un valor ecológico como las demás”. Caminamos hacia el arroyo que divide al pueblo por la mitad --arroyo Del Medio-- pero el influjo de las aves detiene a Ani a cada paso, ahora frente al jardín de una casa: “miren ese chinchero grande en esa rama con su largo pico curvo de punta táctil para sacar gusanos de los troncos”. Al llegar arroyo, Ani aprovecha un silencio de las aves y advierte: “escuchen el canto coral del tordo músico”. Enfoca su monóculo en un grupito parlanchín posado en el suelo (la imitamos con binoculares que nos ha dado). Más adelante divisa un tordo renegrido --primero lo oye, después lo encuentra-- limpiándose las plumas. Ani habla como etóloga: “el tordo parasita a otras aves; no hace su nido ni incuba sus huevos; los pone en el del chingolo: entonces vemos al pequeño chingolo alimentar a sus pichones y a un renegrido más grande que su madre adoptiva”.

La caminata es muy relajada por un bosque, siempre rodeados de aves: pero no las veríamos sin el sexto sentido de Ani, que oye el silbido agudo de una calandria. La señala y dice: “tiene una siringe muy desarrollada: imita el canto de otras aves, la alarma de un auto o una bordeadora de césped”. Estamos a 5 minutos del centro y las aves aparecen a cada paso, ahora un carpintero nuca roja: “tiene lengua larga para sacar gusanos luego de taladrar, la cual le envuelve el cráneo amortiguando el cerebro al golpetear”.

Ani oye un canto como de globo desinflándose, entrecortado. Y distingue un pirincho sobre la cerca de una casa con sus plumas paradas en cresta. De inmediato aterriza un cacholote de jopo marrón: hace 20 nidos pero usa solo algunos, acaso para despistar a los predadores. Ani activa en su teléfono la APP de Aves Argentinas: pulsa y suena el soplido decreciente de un pirincho virtual. El de carne, hueso y plumas le responde. En una hora hemos aprendido la táctica de este jugar a las escondidas con las aves. Y dan ganas de seguir jugando, ya sin ayuda de esta suerte de lazarillo ecológica que nos ha entrenado la mirada para ver aquello que está, pero no sabemos distinguir. Según ella, “no solo en el bosque hay aves todo el tiempo sino también en la ciudad, pero las tenemos naturalizadas y no las sabemos percibir”.



Al cerro Champaquí

El último día regresamos a Santa Rosa para subir al cerro más alto de la provincia: el Champaquí (2784 m.s.n.m). Lo hacemos otra vez con Fernando Aguirre, quien nos pasa a buscar con la 4x4 para abordar un camino sinuoso hasta el pueblo de Villa Yacanto entre talas, molles y espinillos autóctonos. En Athos Pampa --una pampa de altura-- la vegetación desaparece y la bruma invade el camino de cornisa. Las rocas se agigantan y nos detenemos a hacer fotos. Dos personas del grupo se alejan unos metros, trepan unas piedras como dólmenes y cuando los quiero enfocar, han desaparecido del todo en una nube.

A medida que subimos por la ruta, las nubes van quedando abajo como un cielo debajo del cielo: arriba, el panorama es un celeste puro y vacío hasta el infinito. Y a nuestros pies, bulle un gran colchón de nubes como de algodón que desorienta los sentidos. El surrealismo de la escena nos impide seguir viaje.

Fernando nos arrea hacia la camioneta y llegamos al cerro Lindero: estacionamos para iniciar el ascenso a pie hasta la cima. Por momentos hay mucho viento (aquí nieva varias veces por año, incluso en verano). El guía conoce cada recoveco de la montaña --lo llaman para rescates porque muchos se pierden-- y los horarios ideales: “ahora todo el mundo está en la cima y por eso los voy a llevar primero al Balcón Oeste, que muchos se lo pierden porque Google Maps no te avisa que esta es la gran panorámica desde el Champaquí, mejor que la cima”. Avanzamos sobre un suelo de rocas y de manera inesperada, aparecemos en el borde de una meseta: a nuestros pies hay una “cornisa” con precipicio mortal. Y al fondo se extiende una planicie perfecta, verde y cuadriculada de cultivos. Es el Valle de Traslasierra.

Seguimos caminando hacia arriba --los senderos son ondulados pero no abruptos-- entre rocas redondeadas de hasta 10 metros de altura. Hacemos cumbre sin tanto esfuerzo --los caminantes que parten desde la base tardan tres días-- luego de recorrer 800 metros en una hora. Allí descubrimos un pequeño lago con aguas que brotan de las rocas y vemos el paisaje en 360° con los valles a cada lado --Calamuchita y Traslasierra-- desde un ambiente lunar que parece asediado por el oleaje gris de un mar de rocas.