Pido perdón a economistas, políticos, funcionarios, informadores, científicos (algunos), industriales, narcotraficantes, estrellas de la televisión, millonarios del deporte, inversores, bancos, derechistas piliformes y calvos irredentos, prepotentes y advenedizos, por recordar algunos poemas cuando la pandemia se resiste a desaparecer, el mundo tiembla, el petróleo sigue decidiendo qué vamos a poder comer y si se podrá comer y se adultera la cocaína y algunos profetizan que vuelve Macri con los pendones en alto decidido a concluir su empresa de destrucción y un hombre acuchilla a su mujer, y muchas mujeres son acuchilladas, y la naturaleza clama por un perdón que el capitalismo no le concede, y la inteligencia se repliega, sus gritos resuenan en el desierto y muchos duermen en las calles y nosotros, nosotros...

Irresponsabilidad mía la de refugiarme en la poesía, ingenuidad, fuga, a quién le importa que yo recuerde a Góngora o a Hernández o a Cadícamo, salvo a contadas personas que pertenecen a mi familia (de opción). Pero es así y me resigno o, más valientemente, no me importa y, como compensación, me estremezco cuando recupero algunos versos que, obstinadamente, me despiertan y me proyectan a un mundo inexistente, tan hermoso como significativo, que se me precipita con la ilusión de que hay más verdad en eso que en todo el ruido que parece ser la materia del consumo que circula a mi alrededor y, me temo, no sólo a mí.

Ahora es un poema de Apollinaire, apenas unos pocos versos, simples como el agua clara y que transcribo tal como son, en francés y que luego traduciré: “Sous le Pont Mirabeau/ coule la Seine/ et nos amours/ faut-il qu’il m’en souvienne/ la joie venait toujours après la peine”, o sea “Bajo el puente Mirabeau/ fluye el Sena/ y nuestros amores/ necesitaré recordar/ que la alegría/ sucede a la pena/”. Me quedo con el final: “la alegría sucede a la pena”. ¿Será así?

Lo es sin duda en los niños: lloran desconsoladamente cuando pierden algo o no consiguen lo que quieren y, en seguida, se alegran, del rostro compungido pasan muy pronto a la cara luminosa y todos somos felices. Pero no es así en los adultos: cuando algo les produce un dolor, la pena o la tristeza no se doblegan, es preciso que el duelo, en el mejor de los casos, se transforme en recuerdo con su punzada agridulce de dolor: duelo y dolor hacen una pareja inarmónica, el duelo no elimina el dolor, hay dolor que no reclama duelo, y ahí andan, cada uno por separado, a veces encontrándose, a veces separándose.

Pero ¿qué pasa si la pena tiene su origen en una desgracia de dimensión desmesurada, tan grande como la pandemia, incomprensible y no atribuida a ningún factor individual? Supongamos que cese, supongamos que hacemos la cuenta de todos los que cayeron mientras duró y nos dejaron solos y apenados, no ya los millones sino algunos en particular, Horacio González, Juan Forn, Zelmar Acevedo Díaz, Rodolfo Alonso, Rodolfo Rabanal, Jorge Lafforgue, Quino, Angélica Gorodischer, Carlos Brück, José Pablo Feinmann: ¿puedo esperar que la alegría regrese? Hablo de mí y registro la pena que me causa que todos ellos no estén más y, por el momento, no veo que apunte la alegría.

No es sólo eso, personal y temeroso, sino lo que está afuera y que ha hecho de esta experiencia de la peste algo raro y único, solapado, de un día a día estadístico y diría que casi aritmético, los tantos de ayer y los de hoy como limando la sensibilidad y, por lo tanto, dándole a la pena un carácter único pero, ciertamente, no creo que cuando concluya la pandemia aparecerá la alegría, tal como después de la ocupación nazi se manifestó en Francia o en Italia, las calles llenas de abrazos y besos.

Y otra vez Apollinaire y el mismo poema: “Passent les jours et passent les semaines/ Ni temps passé/ Ni les amours reviennent” o sea “Pasan los días/ y pasan las semanas/ ni el tiempo pasado ni los amores regresan”. Y otra vez la pregunta: ¿Será así? En otras palabras, ¿regresará lo que antes era fuente de inquietud y de sentido, la certeza imaginaria y preciosa del fugitivo presente, los amores que mientras duraban, como decía Macedonio Fernández, “de todo hacían placer”? Parece difícil, todo ha sido precaución y encierro, todo ha sido un “nunca más” y un neurótico “nada que decir”. O quizás esa “nada” sea sólo lo que ya nunca diremos porque hemos perdido la práctica del decir y todavía no recuperamos el impulso a decir cosas que nunca habíamos dicho antes pero, porque somos optimistas, el “nunca más” puede ser que sea olvidado.

 

No creo que esta experiencia –más de dos años mirando hacia arriba y a los costados-, no querida ni deseada, sin ver amigos, sin cercanía de ninguna clase, nos hayan enriquecido como sociedad: la prueba es la obstinación de ladrones y asesinos que siguen a sus anchas, la prueba es el despotismo del comercio y su avidez por sacarnos lo que se pueda de los bolsillos, y ni hablar de la dramaturgia política de esos personajes grotescos que pretenden que dicen algo porque denigran pero que suena a viejo y caduco. ¿Habrá afinado sus lanzas la imaginación? ¿Nos espera a la vuelta de la esquina ya no el virus sino la falta de imaginación? Me resisto a pensarlo.