Conocí a Anastasia --mujer rusa-- y a Anastasia --mujer ucraniana-- en un barco hacia Antártida transportando científicos que venían desde Ucrania a suplantar a sus compatriotas, que habían pasado un año aislados en el hielo. La Anastasia ucraniana lideraba la logística del transfer y la rusa era la traductora con un asombroso acento porteño. Charlé con ella y le pregunté sobre Putin: tenía sus reservas, pero insinuó que era un político necesario para ese momento --2015--, algo así como el mal menor. En el barco, ellas empatizaron: eran las únicas mujeres del grupo y sufrieron acoso de algunos científicos.

Anoche le escribí a la Anastasia de Kiev y me respondió: “estamos aguantando, resistiendo... Putin no se lo esperaba, pero Ucrania es fuerte”. Hoy llamé a San Petersburgo a la traductora y me dijo: “es un horror lo que ha hecho Putin; ya casi nadie lo apoya ni le cree en Rusia; años atrás tenía alguna chance de hacer esto; aquí nadie quiere esa guerra ni siente odio por los ucranianos. Creo que Ucrania no estaría mejor por entrar a OTAN, los usarían como a Rumania que no obtuvo beneficio. A Ucrania y Rusia les convendría más estar juntas, pero no así con una invasión. Putin ya se dio cuenta que perdió toda confianza del pueblo y se pone más agresivo, un poco como los militares argentinos en islas Malvinas”.

Cuando desembarqué en la base ucraniana, me guió un simpático climatólogo que dedica su vida a asomarse al agujero de ozono a través de un espectrofotómetro. Me mostró su cuarto, descorrió la cortina que tapaba su cama y señaló orgulloso una bandera de Ucrania con la esvástica en el centro. Al ver mi cara, la cerró rápido y cambió de tema. Los nazis en Ucrania mataron en un campo de concentración a un tío de mi abuela rusoparlante, nacida en la ciudad ucraniana de Odessa en 1914. En Ucrania existen grupos neonazis minoritarios, implicados en las protestas de 2014 que armaron el batallón Azov: combaten a separatistas prorusos y han atacado a colectivos LGBT. Su excomandante --Biletsky-- declaró: “la misión de Ucrania es liderar a las razas blancas del mundo en una cruzada final contra los subhumanos semitas”. Y el logo de ese grupo es el de un famoso escuadrón nazi. Esa milicia civil fue incorporada a la Guardia Nacional Ucraniana dependiente del Poder Ejecutivo (se les pidió que “bajen el tono”).

Antártida es, en teoría, un continente gobernado por la ciencia y la cooperación de los países que, sin lucro, estudian el cambio climático. Según el Tratado Antártico está prohibida la actividad militar. Pero en las 45 bases, la mitad de sus miembros son militares. La mayor es la norteamericana McMurdo que hasta 1972 tuvo una central nuclear y hoy tiene dos cajeros automáticos y 1258 empleados. Allí los países invierten a futuro y Antártida es caja de resonancia de la geopolítica mundial. Los científicos ucranianos que trasladamos en el barco eran alfiles que, a principios de este siglo, “jugaban” para Rusia (que aún tenía a Ucrania independiente en su área de influencia). Y luego del golpe de Estado de 2014 en Kiev --estando mis anfitriones aislados en Antártida-- pasaron a estar más cerca de OTAN: volvieron a un país que había cambiado de bando. Acaso a mi guía pseudonazi no le interesara otra cosa que el agujero de ozono. Pero como todos allí, era parte de una vanguardia estratégica.

Mi bisabuelo ucraniano emigró a Argentina en 1925 cuando la revolución bolchevique comenzó su deriva autoritaria. Mi abuela se casó aquí con un hijo de ucranianos nacidos en el siglo XIX en la hoy separatista provincia de Donetsk. Debo tener familiares allí, donde la mayoría de la población habla ruso y no ucraniano, y acaso prefieran seguir bajo la órbita de Rusia (por razones históricas y culturales quizá lo sientan así). El hijo de mi abuela emigrada por rechazo a los bolcheviques se hizo marxista en los años '60 desde su perspectiva local, resultado del azote de EE.UU --cabeza de OTAN-- al centro y sur de nuestro continente.

En 2022, mi experiencia de vida me hace ver que la alineación política de mi país con OTAN --aunque no seamos miembros-- y sus consecuentes líneas económicas, está muy ligada al destino tercermundista que sufrimos. A través del FMI --cuyos intereses son analogables a los de OTAN-- se han aplicado políticas económicas pensadas para la destrucción de la industria nacional, bajo la falacia del neoliberalismo monetarista. Además han intervenido mi continente militarmente --EE.UU invadió siete países americanos-- y hasta hoy sigue impulsando golpes militares --apoyaron los últimos en Honduras y Bolivia-- para aplicar políticas que les convienen solo a ellos y nos asignan el rol de productores primarios. Desde mi perspectiva latinoamericana, le avisaría a mis ignotos familiares en Odessa --una ciudad no tan prorusa-- “hagan lo que quieran, pero a nosotros no nos ha servido la cercanía con OTAN”. Aunque es probable que ellos tengan sentimientos parecidos a los míos contra la OTAN, pero respecto de Rusia. Quizá --como tantos-- se hayan sentido dominados, primero por el zarismo ruso, luego por el estalinismo y ahora por Putin que los invade.

Abordar este fenómeno político-bélico desde la multiperspectividad --sin binarismos reduccionistas-- hace que resulte más difícil tomar partido claro. Mi valoración de la autodeterminación de los pueblos no me permite apoyar invasiones. Al mismo tiempo, mi conocimiento de las estrategias de la OTAN y el “mundo civilizado” me impide apoyar la política expansionista de esa alianza militar hacia el este de Europa, que implicaría --a la larga-- la instalación de misiles atómicos en la frontera apuntando a Rusia. No dudo que si Putin avanzara en el tablero sobre Europa del oeste y lograra aliados instalando misiles en República Checa o Austria, la OTAN intervendría para evitarlo sin descartar la violencia (como reaccionaron en 1962 ante los misiles rusos en Cuba).

 

Ya Nietzsche descubrió que “no hay hechos, solo interpretaciones”. Básicamente, hay perspectivas. Y la antropología es la ciencia que avanzó en el siglo XX con este método de abordar los fenómenos sociales y culturales no desde el preconcepto: hay distintas formas de entender el mundo --además de intereses geopolíticos-- y solo podemos pensar desde la configuración propia: el etnocentrismo nos constituye. Pero sabiendo todo esto ya, sería hora de que las personas --los políticos y los pueblos que los eligen-- sean más conscientes de que hay otras “verdades”. Es necesario, al menos, el intento de ponerse en la piel del otro: es la única forma de que la humanidad no siga condenada a vivir destruyéndose a sí misma. En algún punto, todos siempre tienen razón. Pero si todos piensan distinto y todos tienen razón, hay una paradoja sin solución. O quizá sí la tenga: entender que las cosas se ven distinto, según desde dónde se mire. Si tuviesen en cuenta eso, cada uno seguirá teniendo sus razones, pero sería más fácil el entendimiento. Cuando priman las “razones de Estado” y los nacionalismos, todos se vuelven sordos y ocurre la guerra. Entonces nadie tiene razón.