"Ah, lo que quieres saber, jovencito, terminará sin ser preguntado, se perderá sin ser dicho".
No puedo comenzar este breve recuerdo sin citar los últimos dos versos de la poesía titulada “A un muchacho” que Pasolini escribió en 1956-57. El jovencito era yo, y las palabras de Pier Paolo, releídas hoy, resuenan como una afectuosa, melancólica profecía. Durante los años de nuestra amistad, el significado de estos versos había sufrido varias mutaciones, acompañando la evolución de nuestra relación, de la que había terminado siendo la contraseña, el logo, el lema. Dos versos que, en el fascinante y peligroso terrain vague de lo inexpresable entre dos amigos de diferente edad, a veces eran susurrados, gritados, reprochados, reivindicados, manipulados según las necesidades in progress de nuestra complicidad. Hasta rozar el inquietante intercambio de papeles entre “el jovencito” que quiere saber pero no logra preguntar y “el poeta” que sabe pero no consigue decir.
Todo había comenzado poco después de la llegada a Roma de mi familia en los primeros años 50. Un domingo, a fines de la primavera, después de almorzar, voy a abrir la puerta de nuestra casa en Via Carini 45. Hay un joven, anteojos negros, el pelo alborotado, traje oscuro, camisa blanca, corbata. Con tono duro y dulce me dice que tiene una cita con mi padre. Algo suave en su voz y, sobre todo lo que me parece un disfraz demasiado dominical, me ponen en estado de alarma. Mi padre está descansando, quién es usted, me llamo Pasolini, voy a ver. Vuelvo a cerrar, dejándolo afuera, en el descanso de la escalera. Mi padre se está levantando, le cuento todo, dice que se llama Pasolini, pero a mí me parece un ladrón, lo dejé afuera. ¡Cómo ríe mi padre! Pasolini es un poeta excelente, corre a abrirle la puerta. Enormemente intimidado y con la mejillas encendidas lo hice entrar. Él me miró con una ternura que nadie nunca habría podido describir. Él sabía, yo no, que “no hay plan de un verdugo que no sea sugerido por la mirada de la víctima”, como escribió muchos años después. Aquella noche soñé que dentro del joven poeta se escondía en realidad el cowboy vestido de negro de Shane, el desconocido, en el sueño. Pasolini y Jack Palance se fundían en una única calavera reluciente. Pasarían muchos años antes de que yo entendiera que, en ese momento, en aquella escalera, había evocado y materializado la esencia del mito y de mi corazón, ciegamente, como solo puede permitírselo un muchacho de catorce años.
Nadie sabrá nunca contar lo que quiero llamar mis momentos privilegiados. Desde que supe escribir, yo escribía poesías. Mi padre era el primero (y el único) lector y mi generoso e implacable crítico. Llegando a los dieciséis años mi producción poética se había ido empobreciendo. Te estás estancando, me insistía mi padre. La verdad es que durante el verano había hecho el primer film. El teleférico, diez minutos en 16 mm., la iniciación apropiada para un director de dieciséis años. Pero también el primer sorprendente descubrimiento de que existía una alternativa a la poesía, trampa viscosa para el hijo de un poeta.
En el 59 la familia Pasolini (Pier Paolo, Susanna y Graziella Chiarcossi) se mudó a Via Carini 45. Nosotros vivíamos en el quinto piso, ellos en el primero. Volví a escribir poesía para poder golpear la puerta de Pier Paolo y lograr que las leyera. Apenas escribía una, bajaba las escaleras a grandes saltos con la hoja en la mano. Él era rapidísimo en la lectura y el juicio. Todo no duraba más de cinco minutos. Aquello encuentros comencé a llamarlos dentro de mí “momentos privilegiados”. Salieron de allí un montón de poemas que Pier Paolo, tres años después, me animó a publicar. Quién sabe qué pensó mi padre, degradado sin explicación alguna a lector número dos.
Llega la primavera del 61 y Pasolini, con quien me encuentro en la puerta de calle, me anuncia que va a dirigir un film. Siempre me dices que te gusta mucho el cine, serás mi ayudante de dirección. No sé si seré capaz, nunca trabajé de ayudante. Yo tampoco hice nunca un film, dice cortante.
El film era Accattone, y los momentos privilegiados comenzaron a intensificarse, a amontonarse, a enolverme, dándome una sensación de vértigo. Comenzaba a las siete y media de la mañana en el garaje que estaba debajo de casa. Yo lo esperaba adormecido. Puntual en su leve retraso, una sombra se movía entre los autos. Era Pier Paolo, con su sonrisa dolorida y leve. Íbamos en su Giulietta hacia Torpignattara, el Mandrione, el barrio de Gordiani, del otro lado del mundo.
Hablábamos. A veces enseguida, a veces después de un puñado de minutos, a veces llegábamos al set sin que ninguno de los dos hubiese abierto la boca, como sucede en análisis. Y como en análisis mi sensación era que sus palabras me habrían revelado secretos que nadie nunca hubiese conocido. A menudo me contaba los sueños de esa noche y me sorprendía cómo el tema recurrente, detrás de las pantallas que lo protegían, fuese el miedo a la castración. Yo, ingenuamente, lo incitaba a usar los materiales oníricos en la escena que estábamos por filmar esa mañana, de modo que en el film estarían diseminados los restos nocturnos, de la misma manera que en los sueños están diseminados los restos diurnos.
Me di cuenta de que los arcos de los puentes, los arcos de los acueductos romanos, los arcos del túnel, los arcos que cerraban las casas rodantes de los gitanos, todos los arcos que encontrábamos en el camino, irremediablemente le arrancaban un suspiro. De aquellos suspiros nació mi curiosidad sobre su homosexualidad, y sobre el universo homosexual en general. Me hablaba con alegría pero con cierta cautela. Mis veinte años, hechos de ignorancia desvergonzada, eran un desafío y una amenaza, dos cosas que lo volvían alegre y vital. Fue así como conocí las orillas del Tagliamento, sus amigos bajo el cálido sol friulano, bandas de muchachos que vagan de pueblo en pueblo, los fonemas vénetos, su madre, Susanna, eternamente joven… un mundo vivo, exquisito, casi religioso, que salía de las poesías que había leído y releído como un viento que de tanta felicidad atormentaba. Momentos privilegiados. La Giullieta olía a cigarrillo, aunque nunca había visto fumar a Pasolini. Nos deteníamos en el bar de Pigneto y éramos rodeados por la troupe, pero sobre todo por sus amigos, los que lo llamaban a Pa’.
“Meta meta Tonino/ el cincuenta, no tenga miedo/ de que la luz se hunda –hagamos/ este carrito contra natura”.
Accattone fue una experiencia intoxicante y dramática. Yo esperaba cualquier cosa de mi primera experiencia en el verdadero set de un film, pero no asistir al nacimiento del cine. Como se sabe, Pasolini venía de la literatura, de la poesía, de la crítica, de la filología, de la historia del arte. Sus encuentros con el cine habían sido, sobre todo, como escritor: había firmado algunos hermosos guiones, pero era una relación esporádica, promiscua. Decía que amaba a Chaplin y a la Juana de Arco de Dreyer, que había visto en los primeros cineclubs de posguerra, y una vez yo había espiado sus lágrimas en la oscuridad al final de El intendente Sansho de Mizoguchi. Iba al cine, especialmente los domingos, para pagarle la entrada a sus amigos. Desde el primer día vi a Pier Paolo transformarse: a veces se volvía Griffith, Dovzhenko, Lumiere…
Su referencia no era el cine, que conocía poco, sino, lo declaró muchas veces, los pintores primitivos sienenses y los retablos de los altares. Clavaba la cámara de filmación delante de las caras, de los cuerpos, de las barracas, de los perros vagabundos en la luz de un sol que a mí me parecía enfermizo y que a él le recordaba los fondos dorados, construía cada enclave frontalmente para convertirlo en un pequeño tabernáculo de la gloria subproletaria. Y sin embargo, día a día, rodando su primer film, Pasolini se encontró inventando el cine, con la furia y la naturalidad de quien, teniendo entre sus manos un nuevo instrumento expresivo, no puede no adueñarse totalmente de él, anular su historia, darle nuevos orígenes, beber su esencia como en un sacrificio. Yo era su testigo.
Una de mis tareas consistía en controlar que los actores aprendiesen los diálogos de memoria. Los actores eran casi todos gangsters, papponi se decía en romancesco, y pronto me convertí en su confidente. Algunos de ellos, misteriosamente los que me parecían de corazón más tierno, protegían hasta tres o cuatro prostitutas. Sus noches eran agitadas, y acababan haciéndome partícipes de la ansiedad que los asaltaba al amanecer: si las chicas llegan cansadas a casa y no encuentran preparada y humeante la salsa para la pasta, son capaces de denunciarme mañana por explotación. Partícipe de su drama, yo dejaba que se alejaran a escondidas del set nocturno, sin que nadie se diera cuenta. Excepto Pier Paolo, que lo veía todo y aprobaba mi compasión.
Pier Paolo continuaba con el descubrimiento del cine, día tras día. Una mañana dijo que quería hacer un travelling. Mi corazón latía muy fuerte cuando los tramoyistas dejaban caer alguna pieza de vía al suelo de tierra de la barriada, levantando nubes de polvo. El travelling tenía que preceder a Accattone mientras caminaba hacia una barraca, manteniendo el primer plano siempre a la misma distancia. Naturalmente, para mí, aquél fue el primer travelling de la historia del cine.
Más allá de aquel travelling y en el espacio que se abría más allá de los hombros de Accattone, en los prados accidentados y sucios de las últimas barracas de Roma Sur, más allá de Matera, al sur del sur, hacia Ouersazad, Sana’a, Baktapour, Pasolini, una vez inventado el cine, siguió inventando su historia del cine y por esa senda fue cada vez más el enigmático cowboy de Shane, el desconocido. Sus metamorfosis no conocieron pausa. Del cine consiguió vivirlo todo. Pasó de la sagrada frontalidad de su estilo primitivo a las visiones atroces y sublimes de Salo, pasando por el manierismo desgarrado y docto de su propio lenguaje.
En los veloces quince años que transcurrieron desde Accatonne hasta la noche del 2 de noviembre de 1975, Pier Paolo se inventó a sí mismo como director de cine. Pero esto solo fue posible porque aquel hombre que supo pedir a Tonino delle Colli el primer y milagroso “travelling contra natura” era mucho más que un director.