"He visto un caracol. Se deslizaba por el filo de una navaja. Ese es mi sueño, más bien mi pesadilla: arrastrarme, deslizarme por todo el filo de una navaja de afeitar, y sobrevivir".

En Apocalypse Now --film de Francis Ford Coppola de 1979-- el coronel Kurz debe ser muerto, ya que se ha apartado de unos supuestos códigos de la guerra y ha armado una civilización antropófaga, incestuosa, asesina. En realidad devuelve como espejo lo que la maquinaria bélica estadounidense ha desatado en Vietnam. Su sueño, su pesadilla, es algo imposible dentro de lo imposible, algo más real que lo real, un sinsentido dentro del sinsentido. Todo orden simbólico (el único orden humano) ha sido depuesto. "He visto horrores... horrores que usted ha visto. Pero no tiene derecho a llamarme asesino, tiene derecho a matarme. Tiene derecho a hacerlo, pero no tiene ningún derecho a juzgarme", le dice Kurz a su verdugo, el capitán Willard, a quien prácticamente se entrega esperando mansamente la ejecución. Y, en el final del film, se escuchará como una letanía la voz de Kurz diciendo "es el horror... el horror… el horror". Ese horror es el de haber transgredido todo límite, el haber ido más allá del malestar en la cultura para instalarse fuera de todo borde. La película misma es un muestrario permanente de bordes-fronteras que son atravesadas hasta llegar al final: al corazón de las tinieblas. El mismo capitán Willard va regresionando a medida que atraviesa fronteras y todo orden va descomponiéndose hasta ser él mismo como el coronel Kurz. Así, dirá "Acusar a alguien de asesinato en este lugar es como poner multas por exceso de velocidad en la carrera de Indianápolis".

Occidente y la extinción

Franco Berardi ha hablado en estos días de la demencia senil del llamado Occidente: se refiere claramente al capitalismo, que ha llevado en el lapso de dos años a dos catástrofes a la humanidad: una pandemia y, ahora, una guerra. Occidente y capitalismo están plenamente identificados. Ya que --siguiendo a Badiou-- la otra idea, la idea de lo común, ha desaparecido y solamente la del capital ha quedado en pie, la que pretende señalar y convencer de que es la única realidad posible. La otra ha sido olvidada, yace bajo los escombros de la implosión de la URSS. Que si bien, al decir de Castoriadis, esas cuatro palabras eran cuatro mentiras, sostenían la idea de que otra sociedad era posible --no la que allí reinaba, obviamente--.

¿Qué tienen en común ambas catástrofes?: son producto de una forma de vida que se agota, que se extingue, ya que ha llevado al límite de lo vivible al desarrollo, ese mito originario del capital. Podríamos estar asistiendo a una suerte de último round: pero ya no del capitalismo vs el comunismo, o del “mundo libre” contra las dictaduras totalitarias: es el capital vs el capital. Un round en el que puede definirse quién va a dominar el planeta. A esto nos ha llevado el desarrollo por el desarrollo mismo, que nunca ha sido interrogado --entre otras cuestiones-- en términos de sus efectos a nivel ambiental, también de la biodiversidad, y, además, respecto de sus consecuencias para el psiquismo humano, en el que abre las puertas para el desborde pulsional: siempre más, de lo que sea. Una forma de vida que le da al inconsciente lo que éste demanda: todo. Perdida toda medida, lo que se produce es la desmesura y sus trágicos resultados.

Pandemia y guerra

La pandemia --que aún está viva, es bueno recordarlo-- corre el riesgo de ser "olvidada", se puede generar la creencia de que estamos en la pospandemia. Nada más falaz. Pero los medios de comunicación ahora dejan la mercancía-pandemia, para pasar a la mercancía-guerra. Se abre así un doble peligro: que la guerra (si es que esto lo es) produzca ese olvido, y que en la misma conflagración se realimenten los contagios y surjan nuevas variantes. Eso se superpone con el pánico que produce a nivel generalizado la probabilidad de una guerra mundial que sería la última, probablemente. Estamos ante una conflagración en la que las campanas no suenan por nadie. Se observa que hay refugiados de primera y otros de segunda, o que directamente no merecen refugio. Las campanas sólo suenan por los iguales: es decir, por nadie, ya que es por el otro que deben sonar. Los rubios y de ojos azules merecen ser acogidos, los que no lo son, no. Lo mismo que ha venido sucediendo con quienes mueren en las costas del Mediterráneo.

Estragos

Que la guerra abre los cauces que activan a la pulsión de muerte, no cabe duda. Que se alimenta de ella también es claro. Pero no necesariamente eso es siempre así: un pueblo que lucha para sobrevivir pone la pulsión de muerte al servicio de la vida. La pulsión de muerte es, en todo caso, convocada por mecanismos sociológico-políticos que exceden al psicoanálisis. Tánatos forma parte del arsenal a-social que habita en la psique humana contra el cual la cultura crea formas sublimatorias, identificatorias, un magma simbólico que la aleja de ese, su propio corazón de las tinieblas.

Estamos ante portas de nuevos estragos psíquicos: lo que queda arruinado, devastado, desolado del psiquismo. Veníamos asistiendo a los estragos psíquicos producidos por la pandemia, y ahora estos se superponen con los que genera la guerra. Si la pandemia era algo para todos, la guerra también se convierte en un para todos: el riesgo apocalíptico es para todo el planeta. Estragos psíquicos globalizados (en distintos grados, obviamente) en un telescopaje pandemia-guerra. De la psicopatología de la vida cotidiana de la pandemia a la de la guerra. Incertidumbre multiplicada por dos.

Insignificancia y tinieblas

Pero antes que estos estragos tuvieran lugar, vinimos asistiendo durante décadas a los producidos por una forma de vida que pavimentó el camino hasta aquí. La ruina simbólica --conceptualizada magistralmente por Castoriadis como Avance de la insignificancia y plasmada poéticamente por Milan Kundera en La fiesta de la insignificancia, uno de cuyos protagonistas es Stalin-- ha ido produciendo un desfondamiento de la subjetividad reflexiva para generar un pasaje a una subjetividad que actúa por reflejo. Así, las voces cuestionadoras tanto del orden capitalista como de los órdenes burocrático-totalitarios de los países autodenominados socialistas o comunistas, fueron callando. Y campea una suerte de insignificancia en el pensamiento de la mano de una deshistorización que es propia de las últimas décadas, tanto como la pérdida del pensamiento crítico.

Vidas transfiguradas

Si --como plantea Castoriadis-- la historia de la humanidad puede pensarse como la de la lucha entre dos proyectos, el de la autonomía colectiva e individual y el del dominio racional (un pseudodominio pseudoracional en realidad), este último ha venido imponiéndose. De la mano del desarrollo, del aumento ilimitado de la producción y de la avidez por el consumo, la devastación ha ido ganando espacio y dominando a la subjetividad. El aprendiz de brujo del que hablaban Marx y Engels ya no puede contener las fuerzas que desató.

Ante quienes cínicamente dicen que siempre hubo y habrá guerras es necesario advertirles que hasta principios del siglo XX ninguna implicaba la posibilidad de una devastación que ahora puede ser aniquiladora del género humano. Ha habido un salto cualitativo que transformó a la guerra en otra cosa. Y que fue de la mano de la creación de un ánthropos distraído por la cantidad de estímulos imposible de ser asimilada psíquicamente, y afectado por nuevas dolencias psíquicas --habitadas por lo que he denominado como lo borderline-- alejadas de lo sintomático: dolencias propias del avance de la insignificancia.

El mundo pulsional ha sido cooptado y al mismo tiempo brutalizado por un orden que --como consecuencia de su modo de ser-- alimenta la agresividad al favorecer la desligadura pulsional. Debemos entender que las significaciones que hemos incorporado han ido produciendo un tránsito a través de las fronteras psíquicas hasta llevarnos a nuestro propio corazón de las tinieblas: tanto social como psíquico. Esto último es la pulsión liberada, que gira enloquecidamente ya que no encuentra un mundo investible, habiendo entrado en crisis las interdicciones básicas que hacen a la vida humana, que van de la mano de un orden simbólico, que se encuentra en descomposición. Un tema central que tiene importantes consecuencias para lo que puede pensarse desde el psicoanálisis; que permite pensar la agresividad que puede palparse en cualquier esquina del planeta, el abuso sexual infantil, y --entre otras muchas cuestiones-- los femicidios, que debieran considerarse más allá de ser producidos por el orden patriarcal, no reducirse a éste.

Primero una forma de vida, luego una pandemia (que insisto, continúa) y ahora, una guerra en la que las amenazas apocalípticas van pasando a formar parte de lo cotidiano. Todos hemos devenido de alguna manera en Kurz y Williard, sentenciado y verdugo, en una danza macabra cuya partitura ha sido escrita por una forma de vida que se extingue --ya que no parece tener vías de supervivencia que no sean destructivas-- y que en dicha extinción amenaza con arrastrar a la humanidad toda, haciéndola reptar sobre el filo de una navaja.

Yago Franco es psicoanalista y escritor.