Después de pensarlo un segundo en silencio, Jorge González se decide: “La verdad es que me parece triste”. Está tomando una lata de cerveza en su departamento de San Miguel, un barrio fundacional de la historia del rock chileno: es el barrio de la periferia sur de Santiago donde nació y formó su banda Los Prisioneros, el mismo donde ha regresado para sanarse después del accidente cerebrovascular que en 2015 casi le cuesta la vida. “Fue lindo porque me sentí parte de ese momento, en el fondo esas canciones estaban bien hechas, como un zapato bien hecho, duran para siempre. Pero es muy triste que la gente todavía cante ‘El Baile de los que Sobran’ y le parezca actual”.

Cuando en 2019 las calles de Chile coparon las pantallas del mundo con sus protestas explosivas, anárquicas, dirigidas por nadie, también se instaló la idea de que ese movimiento era expansivo y diferente. En las fotos se podía ver a ancianos y adolescentes a la par, carteles de Salvador Allende abrazado a Spider-Man o Pikachu: los íconos políticos de antaño se habían mezclado con la cultura pop en un gran batidora generacional. Pero cuando las personas empezaron a musicalizar esas marchas desde sus balcones, era una sola la canción que ahí parecía sonar en loop: “El Baile de los que Sobran” de Los Prisioneros.

La canción describe una ciudad soleada y quieta sin futuro posible, donde los amigos de la infancia nacen destinados a patear piedras para siempre. Es triste y hermosa, y aunque fue escrita hace más de 30 años, cada generación parece sentir que fue escrita para sí: la cantaron los jóvenes en los años 80, lo hicieron los estudiantes en los dos mil -cuando el hoy Presidente Gabriel Boric, apenas un dirigente universitario, nació como figura política- y no ha dejado de sonar desde octubre de 2019. Su estribillo es uno de los más recordados de la música chilena: “Únanse al baile/ De los que sobran/ Nadie nos va a echar de más / Nadie nos quiso ayudar de verdad”.

Quizás por la desidia que Chile le ha dedicado a sus íconos culturales, quizás por el amor que Argentina le dedica a su propio rock, Jorge González es solo profusamente conocido de este lado de la Cordillera. Seguramente, se le recuerde mejor como el joven de rostro anguloso y campera de cuero que cantaba “We Are Sudamerican Rockers”, el video que en 1993 abrió la primera emisión de MTV Latinoamérica con su letra perfecta para la ocasión: “Sudamerican rockers / Sudamerican ilusos/ Sin mujeres, sin millones, sin Cadillac”. Esas letras descreídas, llenas de ironía, y esa voz aguda, desgarrada y un poco salvaje, son difíciles de vincular con sus contemporáneos locales. Sus canciones, de hecho, se expandieron por Latinoamérica pero nunca en Argentina. Sin embargo en Chile -tan cerca y tan lejos- Jorge González fue el líder de la banda más popular de los 80, y quizás de la historia del rock de su país. Con 19 años, a la cabeza de Los Prisioneros, reinventó la canción de protesta a través del nervio del rock anglo. Pero también hizo algo más imprevisible: llevó ese desgarro a un territorio bailable, canciones de protesta aptas para discotecas, como reclamando la juventud que los 17 años de dictadura y toque de queda le quitaron a su generación.

Durante estos años del post estallido social, a pesar de su retiro, la figura de Jorge González se ha revalorizado en el imaginario colectivo: es el músico que compuso un soundtrack omnipresente, transgeneracional, de un país que parecía cristalizado en el tiempo. “Pero la verdad ahora no tengo ganas de hacer nada. Estoy jubiladito y así estoy bien. Soy un caso raro en Sudamérica: un músico que se puede jubilar”, se ríe González, de 57 años. En este departamento de San Miguel vive con su hermano Marco y sus dos gatas. Ahora mira un show en vivo de Hernan Cattáneo en la TV, camina solo hasta la cocina para buscar latas de cerveza y luego las destapa con ayuda de una tijerita de uñas. Es independiente e incluso cuenta que cuando empezó la pandemia dejó sus terapias. En 2015, un accidente cerebral similar al que un año antes mató a Gustavo Cerati, su contemporáneo -y al menos en la narrativa rockera de la época, su rival-, a él lo dejó con secuelas que aun convalece. El colapso quedó en video: se lo ve parado y quieto en el escenario, incapaz de continuar cantando “El Baile de los que Sobran”.

Los Prisioneros

Quizás, Jorge González hoy está cansado porque en medio de esa rehabilitación intensa -aprendió a hablar y caminar de nuevo- también ha lanzado libros y discos, ha hecho recitales y hasta dado entrevistas en televisión. Entre sus últimas apariciones se cuenta su colaboración en la campaña del Apruebo para el Plebiscito que habilitó la Asamblea Constitucional. “La impresión en Chile es que se acabó la dictadura pero nunca se fueron los milicos, no se fue esa forma de vida. Aunque tampoco me gustaba mucho Boric, capaz es posible que ahora empiece una democracia, vamos a ver”.

La primera parte de esta entrevista se remonta al 2015, muy poco antes del accidente y en circunstancias bien diferentes, como celebración nunca publicada de la edición argentina de Libro, un disco soleado, de canciones de amor y desamor, parte de su ecléctica historia como solista viviendo fuera de Chile. “Yo creo que si alguna vez pudiste vivir en Chile, podís vivir en cualquier lugar”, se reía González, a través de la webcam en un pequeño monoambiente de Berlín, donde vivió varios años haciendo música electrónica y trabajando como DJ, en esa ciudad donde era absolutamente anónimo. De hecho, en la mayoría de los lugares donde vivió, fue de forma anónima. Lo hizo al revés de de las estrellas de rock: vivió en monoambientes de Estados Unidos, México y Europa haciendo cualquier cosa. “Mi historia no tiene nada que ver con la clásica del músico que es rebelde y borracho como Pomelo. ¿Qué capo es Capusotto, no? Pero yo me hice músico con ayuda de mi casa, de mi familia. Mi historia es una huevada insólita, una familia humilde, en dictadura, que le permitió a su hijo ser músico”, aseguraba González, que es hijo de un vendedor y una costurera, y que era apenas un adolescente cuando fundó Los Prisioneros junto a sus compañeros de secundaria, Claudio Narea y Miguel Tapia. “Mis papás eran tan buena onda que dejaban que metiéramos la batería a la pieza y después nos daban once (merienda). Eran maravillosos. De hecho, mi papá dijo: bueno, mejor un buen músico que un mal abogado”.

Por su épica y su influencia en la música chilena, parece improbable pero es así: Los Prisioneros es un episodio fundacional pero más bien corto en la vida de Jorge González. La banda duró menos de 10 años y dejó 4 discos: La voz de los 80 (1984), Pateando Piedras (1986), La Cultura de la Basura (1987) y Corazones (1990). Luego de una breve reunión y una gran y aparatosa disolución a principio de los dos mil, se sumaron Los Prisioneros (2003) y Manzana (2004). La banda también es conocida como la única banda chilena que fue capaz de llenar (dos veces) su propio Estadio Nacional. Pero si hay que ser justos, en la discografía mutante de Jorge González nada de eso es realmente decisivo. Es como si hubiese hecho el camino del héroe inverso: destrozó el premio, la gloria, solamente para disfrutar la carrera. Su recorrido solitario es más experimental que exitoso: ahí hay baladas, música de discoteca, apenas un poco de rock, cumbia, electropop, coqueteos con el hip-hop, colaboraciones, covers. Bajo su firma se han editado hermosas y tristes canciones de amor: “Fe”, “Esas Mañanas”, o “Carita de gato” (¡compuesta, efectivamente, para un gato!). Con el extraño nombre de Gonzalo Martinez y sus Congas Pensantes -un proyecto pionero de electrocumbia en los 90-, dejó la canción que parece un manifiesto del ethos de Chile: “Cumbia Triste”. Junto a su ex esposa Loreto Otero formó Los Updates, un dúo electrónico con el que giró por bares de Europa, y con su pseudónimo Leonino firmó melosas canciones de soul en inglés. Ninguno de esos proyectos fue un suceso comercial, ni siquiera se ocupó de usar su propio nombre en la mayoría de ellos, y sin embargo, cada vez que Jorge González regresó a Chile fue recibido por el público con un entusiasmo insólito, febril. “Yo creo que a la gente le gusta mi música, pero sobretodo respetan la forma en que he llevado lo que hago. Yo no puedo creer cuando el artista que siempre fue de izquierda va a tocar a una empresa facha. Creo que tienen miedo de que la gente se olvide de ellos. Pero resulta que después te das cuenta que si bajai la cortina una vez, realmente no pasa nada”, dice González, que bajó la cortina varias veces en su carrera, pero que también supo burlarse de su propio mito en una de sus canciones más conocidas: “Me Pagan por Rebelde”.

“Acá en el depto, la señora de abajo se enojó con los beats tan fuertes, entonces ahí decidí trabajar con piano y guitarra, así como en España hice música electrónica porque vivía con mis hijos. Ahí la habitación de ellos estaba al lado del estudio, entonces no podía cantar porque se me metía el ruido de los juegos. Mi música siempre ha estado guiada por las circunstancias. Siempre ha sido así”. Eso contaba González sobre Libro (2013), uno de sus últimos discos cancioneros antes del accidente, sucedido por Trenes (2015), y parece una afirmación bien precisa para definir la forma intempestiva en la que ha hecho música en su vida. De hecho, el mito indica que Los Prisioneros hicieron su primera canción rasgando el respaldo de una cama y tarareando una melodía porque no tenían, ni sabían, tocar instrumentos. Mientras en el Chile de los años 80 la violencia de la dictadura no amainaba, los sonidos extranjeros llegaban con velocidad y optimismo. En ese purgatorio González construyó su primer sonido: se apropió de esos ritmos, de esa estética extranjera que los folkloristas rechazaban y descubrió naturalmente que para hablar de la dictadura no era necesario nombrarla, le bastaba con describir la vida que conocía. “La música que a mi me gustaba era nada que ver. Me gustaba Gary Numan, Depeche Mode, Devo, música de baile. Los primeros discos que me gustaron fueron de los Bee Gees y también esa música considerada grasa: Camilo Sesto, Franco Simone ¿Cómo se alió eso con esas letras? Para mi es un misterio”.

La voz de los 80, un disco furioso y fundacional, llegó como puñetazo al país cuya eterna narrativa ha sido el de la bonanza y la estabilidad. Menos de mil copias en formato cassette y editadas de forma independiente fueron suficiente para lanzar a la banda con su single de presentación homónimo. Uno que anunciaba que algo grande estaba naciendo en su generación, algo que ni los hippies ni los punks habían logrado concretar: “Las juventudes cacarearon bastante/ Y no convencen ni por solo un instante/ Pidieron compresión, amor y paz/ Con frases hechas muchos años atrás”. Este tema iniciático, junto a otros como “Por qué no se van”, “No necesitamos banderas”, “Latinoamérica es un Pueblo al Sur de Estados Unidos”, “Sexo” o “Nunca Quedas Mal Con Nadie” -todos de la trilogía inicial - condensan al primer y furioso González. Estos son los discos que hicieron que antes de cumplir 23 años, se convirtiera en la gran estrella de rock chilena, con la gloria y la locura de cualquier estrella joven. La diferencia quizás, es que esa relevancia no quedó cristalizada en su época, se expandió como big-bang. “Yo ya no creo más en la definición de generación. Cuando uno piensa en la gente de tu propia edad o la que creció en tus años e hizo música contigo, se da cuenta que no tiene nada que ver con ellos. De hecho, el público de mi edad no me viene a ver a mí, sino que vienen chicos de 20 años. Los de mi generación van a ver a Fito Paez pero a mí no, a mi me vienen a ver sus hijos”.

Después del accidente, y después de anunciar su retiro definitivo de los escenarios (tuvo varios homenajes y despedidas), González editó de forma autogestiva el disco Demos (2016), un álbum triple que preparó con ayuda de su familia y que rápidamente se transformó en un objeto de colección. Entrega en mano a través de su hermano Marco y solo mil copias –igual que el primer disco de Los Prisioneros- el proyecto recopiló primeras versiones, descartes y otras rarezas de algunas de sus canciones históricas, y vino acompañado de una pequeña autobiografía.

El segundo intento de esta entrevista fue en 2017, ya en pleno proceso de su rehabilitación, en esta misma casa de San Miguel. Para ese entonces, González se seguía comunicando, pero principalmente por chat, por donde ya había compartido algunos adelantos de su libro, y contaba que estaba escribiendo cuentos sobre gatos. En Facebook también se comunicaba públicamente con sus fans. Posteaba canciones favoritas y fotos antiguas, pero sobretodo, claro, de gatos, su animal espiritual. Poco a poco, había aprendido de nuevo las cosas más básicas, y en el camino, con el habla reducida y la mitad del cuerpo inmovilizado, también había reinventado formas de producir para no abandonar la música del todo. De hecho, más adelante lanzó Manchitas (2018), un disco puramente electrónico que hizo con su computadora. Aunque no era común verlo en público, por esos días González se asomó a un bar clásico de Santiago para recibir un premio. Su disco Antología (2017), álbum doble que recupera su carrera como solista –además de una canción nueva que compuso en convalecencia titulada “Gracias” – se transformó rápidamente en un éxito comercial y ganó un disco de oro por ventas en Chile. “Es un milagro que todavía se acuerden de mi”, dijo.

“Sírvase pancito”, ofrece González en la visita, con toda cordialidad, porque su invitación fue a tomar once, la versión chilena de la merienda: té en vez de mate y pan con palta en vez de facturas. Su casa tiene un amoblado ascético: discos, libros, un piano eléctrico. Se esfuerza por hilar las palabras, pero su lucidez está intacta y su rostro transmite una audacia esencial. El rostro de Jorge González es uno de los más extraños del rock: anguloso, felino, lleno de un carácter altivo. Esa cara no es dócil, es una cara desfachatada, que ahora además es la cara de un sobreviviente. “Así que tu tienes 26 años, a esa edad yo ya había disuelto mi primera banda”, desafía, como abriendo un portal cómplice a su personalidad intempestiva.

Para la época en que Los Prisioneros comenzaban a separarse, Santiago era una ciudad expectante, a punto de alcanzar la democracia. Un par de años antes, por su llamado público a votar por el NO a Pinochet en el plebiscito que terminaría derrocándolo, la banda había sido vetada en Chile y, en cambio, se les habían abierto las puertas de Latinoamérica. Mientras el grunge empezaba a desgarrar la década, González se convirtió en un cantante de baladas y en 1990 viajó a Los Ángeles para grabar Corazones. Este es el disco considerado cumbre de Los Prisioneros (el de “Estrechez de Corazón” y “Tren al Sur”), pero también, algo así como su primer disco solista que, de hecho, grabó él solo. En Chile, el dato de color es leyenda: se enamoró de la esposa de su compañero de banda, el guitarrista Claudio Narea, que por supuesto dejó el grupo. De esa relación brotaron canciones como “Amiga mía” o “Por Amarte”, temas de electropop que exudan un dolor espantoso, y que sin embargo los chilenos siguen bailando alegremente en las discotecas. Hubo un tiempo donde nadie aseguraba que el rock había muerto, y donde abandonar las guitarras se consideraba traición. Esta es la respuesta pop al desgarro de Chile, una furia apta para bailar, un disco pionero. Corazones estuvo a cargo de Gustavo Santaolalla y Anibal Kerpel, entonces un par de jóvenes productores argentinos. “Fue la primera vez en mi vida que alguien me dijo que era un buen músico”, recordaba González. “Imagínate, ese hueón se ha ganado Oscar, Grammys y en ese momento pensaba que a mi no me iban a gustar sus arreglos de guitarra. Yo tenía 25 años y le dije: pero si yo no sé tocar. Y Santaolalla respondió: ‘pero tus canciones, tu música, tu producción es alucinante’. Y en Chile ¿quién me iba a decir que yo era bueno? El chileno se pone nervioso al decir que algo chileno es bueno”.

Quizás por eso, de forma irónica, su autobiografía se llama Héroe. “A veces, digo, bueno, voy a buscar en internet a alguien que yo admire: ok, Alexis Sanchez. Y los comentarios son “Ahh el hueón malo, se pierde goles”. Es algo terrible ser chileno”, se ríe. González nunca fue un personaje querido por la opinión pública, son famosas sus peleas con los periodistas. Su historia de abuso con las drogas y sus declaraciones abrasivas sobre la sociedad chilena tampoco ayudaron a la narrativa. Los homenajes a su carrera son más bien fenómenos recientes. Han sido, de hecho, los más jóvenes quienes han ido rescatando su figura musical: en esos festejos Javiera Mena o Gepe han cantado sus temas. No es díficil acordarse de esa canción suya con tintes de eslogan como síntesis del personaje: “Exijo ser un Héroe”, o cómo pateó el tablero para que Chile lo mirara de vuelta. “Vivo con mi familia y no me drogo/ Como ven no soy muy artista/ Pero estaré en los escenarios y en las fotos de los diarios”.

En el 2022, Jorge González sigue viviendo en San Miguel. Le gusta la música urbana, estos son sus tres favoritos del momento: Marcianeke, Cazzu y L-Gante. “De todas formas no creo mucho en la idea de juventud. Creo en la gente mayor, como sabios de la tribu en posición de aconsejarnos”, dice. Por estos días se emite en Movistar TV una serie sobre Los Prisioneros, es la segunda que existe sobre la banda, pero él, dice, no verá ninguna. También se filma un documental sobre su vida, dirigido por un joven llamado Nicolás Pavie. La historia es increíble: el chico se lo encontró en la calle y fue a saludarlo como un fan, pero él le preguntó si no quería seguirlo con una cámara por un tiempo. Su habla y su movilidad han mejorado notablemente, pero de todas formas, dice González, por ahora no tiene ganas de hacer nada. Su proyecto es financiar bandas locales pero “que hagan lo que quieran, no es necesario que me muestren”, dice. “Es difícil vivir acá pero estoy ocupando mi puesto, todos tenemos un puesto, nos podemos hacer los tontos mucho tiempo pero lo tenemos igual”. La tarde es, como casi todas la tardes en Santiago, de un rojo nuclear que se refleja en los cerros. El Chile donde estamos ahora, sin embargo, hasta hace muy poco parecería imposible: asume un presidente de 35 años, se escribe una nueva Constitución. En algun momento de cualquiera de esos actos, sin ninguna duda, va a sonar una canción escrita por Jorge González, quie seguramente observará: “Yo nunca quise ser una estrella de rock, yo quería otra cosa, creo que lo conseguí. Creo que soy una leyenda, sí, quizás, una leyenda”.

Jorge González, especial para Radar, 2022