La vida personal se filtra en los libros de Mauro Libertella, un escritor que narra historias de amor, de amistad o la relación con su padre --el escritor Héctor Libertella (1945-2006)--, con un tono íntimo que irradia el punto exacto de la emoción. En 2006 era un pibe que estudiaba Letras, vivía con su madre, la poeta Tamara Kamenszain (1947-2021), salía todas las noches con sus amigos, básicamente a fumar porros en plazas, y tenía novia. Pero una noche conoció a Leticia –que entonces se puso de novia con un amigo-, se enamoraron y llevaron una relación secreta. En Un futuro anterior (Sexto Piso), su última novela, bucea en la culpa, la vergüenza, la traición y las transformaciones de una pareja que pasa de la “clandestinidad” a formar una familia.

Hay una “constelación Libertella” marcada por el pulso de un modo singular de hacer autoficción desde que publicó Mi libro enterrado en 2013. Después expandió esa constelación con El invierno con mi generación y Un reino demasiado breve. En 2017 fue seleccionado por el Hay Festival como uno de los 39 mejores escritores de ficción latinoamericanos menores de 40 años. El autor de libros de no ficción como El estilo de los otros y Un hombre entre paréntesis. Retrato de Mario Levrero hace rato que quería escribir una novela como Un futuro anterior, pero no se animaba por varias razones. “Un poco porque sentía que el material –a pesar del paso del tiempo, que fue mucho- todavía quemaba. Pero sobre todo no me animaba a hacerlo porque no sabía si iba a encontrar el tono justo para escribirlo. A veces creo que lo que define hasta dónde podés llegar con un tema es eso, el tono con que lo hagas. Si encontrás la melodía, esa mezcla medio improbable de honestidad y artificio, creo que ya todo está permitido”, plantea Libertella a Página/12.

“Todo lo que escribo sobre mi vida o sobre personas que son o fueron parte de mi vida lo siento como un homenaje, como un tributo a esas relaciones, por más que esas relaciones ya se hayan terminado, e incluso en los pocos casos en que terminaron mal. Trato de ser fiel a ese sentimiento; nunca hago un ajuste de cuentas, ni busco vengarme: lo pienso siempre desde el cariño, diría incluso desde el amor, y supongo que ahí está el permiso para luego poder decirlo todo”, reflexiona el escritor que nació en México, en 1983.

Constelación Libertella

-Quizá haya una conexión entre “Un reino demasiado breve” y “Un futuro anterior”; en ambas se exploran los vínculos sentimentales, el amor, en períodos distintos de la vida y con narradores diferentes que van de la tercera a la primera persona. ¿Las ves emparentadas, como parte de un proyecto sobre el amor y las relaciones de pareja?

-Sí, las veo emparentadas pero también veo que mis libros anteriores son parte de esa misma familia. A esta altura, ya me parece que lo que hago, al menos en las novelas, son episodios o enfoques de una misma historia. En ese sentido me siento más o menos cerca de alguien como la francesa Annie Ernaux, que dedica libros pequeños a episodios de su vida e incluso puede escribir dos libritos sobre el mismo hecho (algo que en algún momento me gustaría probar), o del guatemalteco Eduardo Halfon, que viene escribiendo una larga autobiografía en pedazos. En Un futuro anterior estas relaciones entre mis libros llegan incluso a lo temático, porque en el propio texto menciono a todos mis libros anteriores. Digo que escribí un libro sobre mi padre (Mi libro enterrado), menciono que escribí un libro sobre mis amigos del colegio secundario (El invierno con mi generación) y menciono también la escritura y la publicación de Un reino demasiado breve. Digamos que con esas alusiones traté de hacer explícita la conexión profunda que se ha ido armando, un poco por diseño y un poco por azar, entre los distintos libros. Es una conexión formal, temática y estética, supongo, y no sé hasta dónde va a llegar.

-“En el fondo, el monógamo y el polígamo se parecen: todos le tenemos miedo a algo y negociamos como podemos con ese temor”, dice el narrador, que cuenta que Leticia, cada tanto, le decía que le gustaría vivir con los dos, “que los tres seamos como una pareja”. Muy sutilmente en la novela, al menos en la primera parte, trabajás la tensión entre la monogamia y el poliamor o amor libre, ¿no?

-Puede ser que el tema esté, o se pueda leer el libro por ese lado. No sé si es un tema sobre el que me animaría a decir cosas, pero es cierto que lo que se narra en el libro permite hacerse preguntas sobre qué es la fidelidad, que es la monogamia y otras cuestiones afines. Creo que no tengo respuestas, así que supongo que no las hay, al menos para mi; todos vamos negociando como podemos con el deseo, con la pareja; elegimos a veces la monogamia porque coincide con nuestros intereses de un momento determinado de la vida pero luego eso puede cambiar, es muy difícil de predecir o de sacar conclusiones generales. No hay fórmulas, y eso es lo único que sabemos. A unos les funciona la monogamia, a otros la pareja abierta, a otros la trampa o la infidelidad. La vida es larga y tiene muchos momentos; eso, me parece, es lo que cuenta también el libro: cómo una misma persona puede pasar de una forma del estar en pareja a otra. En ese pasaje se aprende que todo es transitorio y que lo que funciona en un momento puede, quizás, no funcionar después.

Paternidad y escritura

-En la última parte de la novela el narrador, que está a punto de ser padre, se pregunta en qué lugar entre Leticia y el bebé se tenía que ubicar y dice que a veces lo hacía más cerca y otras más lejos. ¿Ser padre, en cierto modo, sería como ser escritor, en términos de que hay que elegir un punto de vista desde el cual narrar?

-Cuando uno escribe tiene un control un poco más pleno de los materiales, aunque ese control nunca es total. Uno puede parar, corregir, volver. Puede borrar todo, quemar los manuscritos, decidir no publicar e, incluso, dejar de escribir para siempre. La paternidad tiene otro vértigo. Todo sucede con otra aceleración y el aprendizaje es mucho más brutal, está menos mediado que el arte. Por otra parte te diría que sí, que siempre hay que ir encontrando cuál es el punto de vista, o la distancia entre las cosas: entre uno y el texto que escribimos, entre uno y la pareja, entre uno y los hijos. Es un trabajo de equilibrismo: ni muy cerca ni muy lejos. A medida que los hijos crecen, esa distancia se va modificando y a veces uno llega tarde a esos cambios, le cuesta asimilar que ellos son más grandes y que el punto de vista cambió. En ese sentido, siento que con la paternidad uno corre detrás de los hijos y con la escritura uno debería ir por delante del texto. Es una ecuación privada que a veces falla.

-El narrador dice que estaba convencido de que el vínculo de la madre con el hijo era biológico y que el del padre era necesariamente cultural. “Si a ella le pateaba la panza, a mí me pateaba la cabeza”. ¿Podrías ampliar esta perspectiva del padre como vínculo cultural? ¿En qué sentido te patean la cabeza tus hijos?

-Sí, esa referencia remite, sobre todo, a los primeros meses, que son momentos muy extraños, porque el bebé está en una especie de interzona, ya afuera de la madre pero todavía un poco adentro. No termina de salir al mundo cuando sucede el parto, tarda un poco más, y en ese tiempo encapsulado entre paréntesis yo me preguntaba qué podía hacer, qué tenía que hacer. El rol de la madre parecía más definido, y a esa definición la llamé biológica. ¿Pero el padre qué puede hacer en ese momento? Supongo que es el que va ayudando a que el bebé cada día esté un poco más incorporado en el mundo, y a esa tarea la llamé cultural, porque se hace sobre todo a través de signos. ¿Pero qué palabras usar y cuáles no? ¿Cuándo ser enfático, cuándo ser comprensivo, cuándo decir que no? Esas preguntas son las que pateaban en mi cabeza, y las respuestas son siempre provisorias.

Masculinidad opresiva

-Es interesante cómo en la novela el narrador menciona “el problema de la masculinidad”, esa masculinidad opresiva para el propio hombre que se expresa en la creencia del narrador, cuando era adolescente, de que a las chicas de su edad les gustaban los tipos “malos” y que no estaba con mujeres por no poder ejercer esa maldad. ¿En qué otros aspectos percibís esa masculinidad opresiva?

-A mí siempre me costaron algunas cosas que antes consideraba parte de “la masculinidad”. Nunca me agarré a trompadas, nunca le pegué a nadie ni nadie me pegó, siempre le tuve miedo a todo eso, y en algún momento eso lo percibía como una falta. Incluso hoy, que juego al fútbol con personas de 40 años que se conocen hace 20, sigue funcionando esa retórica de a ver quién se la banca más. Pelearse era parte de esa “maldad” a la que me refiero en el libro, que se expresaba de muchos modos. Había un pibe en mi colegio que maltrataba un poco a las mujeres y tenía un levante infernal. Entonces ser cómo él parecía un imperativo, y en ese aspecto la masculinidad era opresiva. El pibe “bueno” era alguien al que le faltaba algo. Pero son ejemplos muy puntuales, y que son parte de mi educación sentimental. No quiero pasarme de rosca y victimizarme, tipo “pobres los hombres, qué opresivo es ser hombre”.

-A propósito del escritor Karl Ove Knausgard, el narrador plantea, siguiendo la hipótesis de Siri Hustvedt de que “escribe como una mujer”, que tiene un trabajo sentimental “que los hombres no nos solemos permitir”. ¿Por qué creés que los hombres rechazan lo sentimental?

-Históricamente, la literatura de la intimidad o de los sentimientos le pertenecía a las mujeres (y por eso se consideraba una literatura menor, de entrecasa, incluso privada) y la literatura de los grandes temas (la política, las guerras, las pasiones fuertes) era de los hombres, que ocupaban el centro del canon y, por ejemplo, ganaban los premios. Eso fue cambiando un poco en los últimos tiempos; los libros escritos por mujeres son los que todos estamos leyendo y sus temas son amplios, del terror (Mariana Enriquez o Samanta Schweblin) a una forma muy moderna de repensar lo íntimo (Cecilia Pavón). Que el foco de luz esté puesto sobre la literatura que escriben las mujeres nos dio, paradojalmente, libertad a muchos hombres.

Pequeños puentes

-¿Tamara llegó a leer “Un futuro anterior”? ¿Qué devolución te hizo, qué cosas te sugirió?

-Sí, lo leyó. Me da vergüenza decirlo, pero me dijo que le parecía lo mejor que había escrito, y de algún modo tardaré años en desentrañar los detalles de esa afirmación. La primera versión que leyó tenía una primera parte mucho más escindida en términos de tono y de temas con la segunda y la tercera; la versión final mantiene un poco ese cambio, que me gusta, pero esa primera versión tenía un corte que directamente obstaculizaba la lectura y rompía al libro. Me dijo que tenía que tender pequeños puentes invisibles entre las partes, de modo de enhebrarlas sin que el hilo se viera. Usaba mucho la metáfora del hilo. Tiene, de hecho, unos versos que dicen así: “Para armar un libro hay que hacer/ como las modistas que cosen/siempre del lado de adentro/ y cuando dan vuelta la tela esas costuras/que ellas trabajaron confiadas/ desaparecen para dejar ver/un aceptable lado de afuera”. Esa es una de las cosas más difíciles. Ella sabía que a mi la parte “estilística”, la belleza de la frase me costaba un poco menos que la estructura, que siempre me pareció dificilísima. Así que me ayudaba a ajustar esos problemas estructurales; a veces me ofrecía una solución concreta pero en general, como un psicoanalista, me hacía ver el problema y lograba que me inventara yo mismo una solución. Luego, por el tipo de libros que yo escribo, muchas veces me pedía que fuera un poco más a fondo con algunas cosas, que no especulara, que dijera las cosas como son. Me empujaba a animarme un poco más. No debe haber sido fácil para ella hacer ese trabajo de tallerismo con su propio hijo, que además escribe un texto donde ella o su exmarido están siempre implicados. Pero lo hacía muy bien, y no sé cómo voy a hacer para escribir el próximo libro, ya sin esa mirada. Espero que todo lo que me fue enseñando ya esté incorporado en lo más profundo de mi matriz, en mi disco rígido.

-¿Habrá un libro sobre Tamara, escribirás algo sobre ella?

 

-No lo sé. Supongo que sí, porque ya a esta altura me puedo dar cuenta de que siempre, en algún momento, surge el deseo de escribir sobre los episodios centrales de mi vida, y una vez que ese deseo se despierta no lo puedo parar con nada. Pero al mismo tiempo no quiero tener una relación programática o premeditada con el recuerdo. Sé que tienen que pasar un par de años, el duelo tiene que hacer su recorrido y si esa luz empieza a titilar, la voy a terminar encendiendo. Me gustaría poder escribir algo, porque sería también un modo de seguir charlando con ella.